A CASA DE MI CASA
Volví a casa de mi casa, pero no era una casa sino antaño, era el deseo de volver y sentir que nada estaba en el recuerdo. Todo había cambiado y ella me lo dijo. Permanecía allí, pero nunca en el instante; ella era lo que apareció y yo, mientras tanto, no me daba cuenta de ello. Lo dejé, pasmado por no comprenderlo, y entonces los años cabalgaron hasta que ambos hogares se fundieron en uno solo, el del ayer, yo niño, y el de hoy, yo ya anciano. Y entonces mi madre me dijo: «¿Qué sientes ahora que yo no estoy?». «Siento que te escucho, madre, y estás en mí. Y ambos somos vibración de un tiempo que no se debe perder.» Apareció entonces el ser unívoco que ambos éramos, y caminamos juntos, cogidos de la mano, la madre fallecida y el hijo anciano, desglosados en partes pero únicos, mientras nuestras sombras se desvanecían debido a un sol cansado que nos empujaba hacia la eternidad.
ALCANZARÉ SUS ORILLAS
Allí, lejos, está el río, perezoso y calmado, a punto de morir en el mar, en un mar que nunca ignora pero no informa. Quiero ir, pisar las orillas, las del mar, las del río, cuando se confunden. Pero no puedo hacerlo, no tengo opción, me sujetan asuntos que no comprendo. Y piso desde otro sitio una brisa calma después de la lluvia, esa lluvia que define los horizontes y hace que la tierra salpicada de hileras de viñedos adopte el color del vino viejo. Un poco más allá corretean los chiquillos, y luego, traspasados por sus propias risas, vuelven donde sus padres, al camino. Entonces desvío la vista del grupo de personas y miro a mi esposa, que canta, nostálgica, y viene a mi encuentro. Hablamos, y, salpicada la conversación por una atmósfera alegre, le comento si podríamos ir alguna vez a contemplar la desembocadura del río. Ella ríe. Y la decisión está tomada cuando me dice: «Ven conmigo, tonto».
SOLITARIO Y EL CASTILLO
Solitario ha cruzado el puente, y entrado
en el jardín. Quizás ha llegado a la otra orilla.
Solitario, la hiedra cubre un puente antiguo de piedra. Camina sobre él, solitario. Mas allá, en la otra orilla, alguien mira al solitario. No se sostiene un tiempo concreto, nada corre, en un mañana que cruza al ayer, y solitario avista un jardín sin sonidos, sólo con ojos que miran.
Camina por umbrías veredas, solitario, y
se encuentra con los ojos que, desde que empezó a cruzar el puente, lo miran.
Es un barquero que con gestos le ofrece sitio en su barca. Su mirada es amable
y tiene barba canosa, arcana. Ahora no solitario, y el otro empieza a remar. Se
mueve la barca sobre la laguna que se gesta en destellos dorados. Otra orilla.
El solitario pisa en ella y se pone una mano como visera para contemplar el
castillo situado a lo lejos y en lo alto, tierra adentro y detrás del sol.
Solitario, mira hacia atrás y observa que ya no hay barca ni barquero. El
solitario marcha en dirección a la edificación. Él sabe que no es un castillo.
Microrrelatos extraídos del libro Minucias:
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