Segunda parte de Cómo sobrevivir en Navidad y no morir en el intento
La mesa estaba vestida para la ocasión. Sería la primera Nochebuena que celebraría fuera de la casa de mis padres. No me entusiasmaba demasiado el tener que hacer de anfitriona y, mucho menos, desde que las pasadas Navidades mis queridos sobrinos dejaron sin luz a todo el vecindario, fueron los responsables de que nuestra vecina, la señora Márquez, viera cómo su gato era fruto de todo tipo de experimentos para demostrar que, efectivamente, los gatos están dotados de siete vidas. En el mejor de los casos, el pobre animal sufriría pesadillas durante el resto de su vida, si es que aún le quedaba alguna. Me sentía como en el ejército, a punto de sufrir una inspección de mis superiores. Eché un último vistazo a la mesa y revisé mi atuendo. Para nada me sentía cómoda, pero si por un casual se me hubiese ocurrido recibir a la familia en pijama, al día siguiente estaría desheredada sin remisión. Afortunadamente no somos una familia muy numerosa, pero sí ruidosa y bastante peculiar. Entre padres, hermanos, cuñados, sobrinos, abuela, tíos y primos, apenas llegamos a la veintena… vamos, lo ideal para mi pisito de cincuenta metros cuadrados en el extrarradio. Pero no había vuelta atrás. Después de que mi madre describiera el cuchitril al que me había mudado como si fuera el Palacio de la Zarzuela, la familia ardía en deseos de celebrar la Navidad como si de la realeza se tratase y no sería yo quien les dijera que se tendrían que conformar con cenar repartidos por toda la casa por falta de espacio.
La respiración se me paró al sonar el timbre. Pude oír la voz del tío Ramón al otro lado de la puerta, mientras mis sobrinos cantaban «Los peces en el río»… angelitos.
Cogí el aire lo más profundo que el vestido me permitió. Las cincuenta horquillas que sujetaban mi pelo en un recogido parecían haber cobrado vida y se clavaban y burlaban de los cincuenta euros que me había gastado en la peluquería, a cambio me recordarían durante toda la velada que no volvería a pisar una hasta las Navidades siguientes. Solté el aire y abrí la puerta. Mi abuela, fue la primera en dedicarme un saludo cariñoso.
—Hija, qué poca sangre. ¿Por qué no abrías? Aquí tu pobre abuela de pie, con lo que me duelen. Así está el mundo. A los jóvenes no os importa nadie más que vosotros mismos.
—¿Qué tal estás llalla?
—Pues hija, estoy muy mala, pero tu madre se ha empeñado en que viniera. Seguro que éstas son mis últimas Navidades. Ahora no me hacéis ni caso, pero ya os acordaréis de mí cuando me muera—la llalla, con noventa y ocho años, se quejaba siempre por todo, pero lo cierto era que estaba mejor que todos nosotros juntos, sobre todo cuando había baile en el «Hogar del Mayor». No se había perdido ni uno solo desde hacía treinta años.
Mi atención se centró entonces en la cara de mi hermano. Conocía esa mirada de carnero degollado. Me conocía muy bien. Sabía que había algo que no podía soportar, y eran las cosquillas. Colocó las manos en posición de ataque mientras yo retrocedía por el pasillo con la intención de huir. No sería capaz. Mis sobrinos acudieron en su ayuda al ver mi cara de súplica. A la señal de tres, se abalanzaron como fieras a por su presa. No tuve espacio material para hacer maniobra y poder escapar. La alfombra amortiguó el golpe contra el suelo. Entre gritos, risas y súplicas pidiendo que pararan noté algo húmedo sobre mi cara. Sultán, el perro de mi tío Ramón y mi tía Elena se sintió en la obligación de participar en la guerra de cosquillas y esa era su manera de dar las gracias por el recibimiento. En realidad, Sultán era el perro de mi primo y su mujer, pero como casi nunca estaban en casa, eran mis tíos los encargados de cuidarlo. El maquillaje mezclado con las babas del peludo invitado formaron una masa pegajosa sobre mi cara, la cual quedó a rodales.
Mi hermana tampoco era la alegría de la huerta. Ella y su marido estaban pasando por un momento delicado en su relación. Hasta que entre platos y miradas asesinas mi cuñado soltó que se iban a divorciar. La que se lió no fue nada comparado con lo que pasó cuando mi hermana confesó ante todos los presentes que el hijo que esperaba no era de su marido.
Mi abuela lloraba, mis sobrinos se peleaban por el mando de la tele, mi tío Ramón daba buena cuenta del Rioja mientras mi tía Elena wasapeaba con mi primo Enrique contándole todo lo sucedido. Mi padre dijo que sacaba un rato a Sultán y no apareció hasta que todo se hubo calmado. La noche terminó con todos en la calle por un árbol de Navidad incendiado de manera misteriosa y los bomberos desalojando a todos los vecinos. Mi hermano interrogó a mis sobrinos acerca del incidente, pero ninguno soltó prenda. El que mejor lo pasó sin duda fue Sultán, contento de verse rodeado de tanta gente y comida.
Si es que estas noches en familia son inolvidables, algo que recordaremos durante toda la vida.
Feliz Navidad.
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