Yendo al grano, sin más rodeos ni adornos, las cenas de Nochebuena y fin de año y la comida del día de Navidad, todos estaremos de acuerdo, que son las mayores ORGÍAS PANTAGRUÉLICAS, así, con mayúsculas, que todos, o casi todos, esperamos y practicamos de todas las que nos vemos involucrados el resto de año.
Llegan precedidas por semanas, incluso meses, de
preparativos y estrategias de diversos tipos, en donde varias cabezas pensantes
van perfilando, con mejor o peor criterio, los detalles que se moverán
alrededor. Importante acordar el lugar de encuentro que, aunque normalmente
recae sobre la casa de uno de los miembros mayores de la familia, abuelos
fundamentalmente, hoy en día los hay ya que estiran presupuesto y buscan
lugares aún más neutrales, como casas rurales u hoteles, en donde las
posibilidades de una retirada a tiempo, en caso de tempestad, crea menos
dificultades y compromisos.
El que más y el que menos suele preguntar en algún momento
la cuestión clave: “¿Y este año quién viene?”, incógnita no exenta de polémica,
pues cada cual sabe quién le apetece tener al lado y a quién no le importaría
que faltara con cualquier excusa vulgar. En base a la respuesta a la fatídica
pregunta puede aconsejarse un mayor o menor
despliegue “armamental” tipo Kalashnikov de risas, machete gestual, bombas
irónicas o alguna metralleta de respuestas ingeniosas por la paz, sin descartar
siempre llevar el chaleco antibromas pesadas que tan desgastado está después de
tantas navidades. Con suerte, el frente estará abierto por un solo ala de la
mesa si se sabe uno situar, pero si la cosa se “endurece” las balas silbarán
desde posiciones dispares que nos pueden llevar o bien a declarar la guerra
abiertamente, o bien a una retirada digna que todos sabrán apreciar y
agradecer.
También, es justo decir, que hay veladas planas, sin
disonancias, reproches ni bombas lapas en la sopera, que discurren plácidas sin
manchar mucho el recuerdo.
Un tema siempre complicado de acordar es el menú de cada
comida. Una de las prácticas habituales es el “que cada cual traiga algo” que,
como no esté muy bien coordinado, acabará en platos de jamón y queso para todo
el bloque, cajas de langostinos, sin los cuales no hay ágape que se precie,
para montar un criadero, pavo en todas las recetas pensables, pescados enormes
en iguales bandejas que luego no suelen coger en el horno de turno con el
consiguiente primer brote nervioso, por no hablar de los postres que, cuando se
van colocando en la cocina a la espera de su turno, terminan por invadir la
despensa, el cuarto de la plancha, el de invitados y, si me apuras, hasta la
tapa del bidé. Ni que decir tiene que el volumen de botellas de sidra, vinos en
todos sus colores, cervezas y licores espirituales suele llegar casi para pedir
el alta de la casa como bodega improvisada de interés turístico.
En otras familias la carta la confeccionan entre varios
para evitar despilfarros y ganar algo de coherencia “teórica”, pues la práctica
es discutible. Esos organizadores, en el 99,99 % de las ocasiones, suelen ser
la parte femenina, a las que se les achaca un mayor entendimiento y reparto en esas
decisiones. Ahí ya se elabora un menú para cada reunión y se reparten las
elaboraciones entre las “voluntarias” que se centrarán en lo pactado sin apenas
salirse del plan, aunque siempre habrá quién improvise sorpresas pero en orden
comedido. Esta opción no está tampoco exenta de sobras que sin duda llenarán frigoríficos
para su consumo en días venideros, los “restos” se suelen llamar que se repiten
como eco en precipicio.
Entre los preparativos también se encuentra el intentar traer por narices, le apetezca o no, pueda o deje de poder, a todo miembro residente fuera de la ciudad de encuentro, siendo muchas veces un auténtico martirio y fuente de ansiedad para el protagonista el derribar todos los obstáculos que pudieran mandar al traste su presencia en la mesa. No son pocos los que llegan a hacer locuras en horas de coche o pagar fortunas en transporte público (en esas fechas todo se dispara) por lograr el objetivo de posar en la fotografía oficial de esas fiestas junto a sus seres queridos, arriesgando, si hay reserva con antelación, a que cualquier imprevisto ocasione un cisma económico y/o familiar que lo “condene a galeras” hasta que recomponga su imagen.
El bullicio que todas estas reuniones y fiestas genera no es del agrado de todo el mundo, incluso hay personas a las que les produce cierto repelús al identificar estas fechas con sensaciones tristes, con agobios de trabajo, relacionarlas con hipocresía o recuerdos de seres queridos que desafortunadamente ya no están. Todas las opiniones son respetables pues a los que les genera tristeza no pueden ser obligados a simular alegría; los que trabajaron por los demás sin que nadie reparara en ellos durante años también tienen su límite, y es de justicia que no quieran experimentar más por si repite el proceso; los que rechazan tanta exaltación de cariños y amores, junto a innumerables buenos deseos, en tan corto período de tiempo pueden cuestionar el por qué no ocurre el resto del año, incluso desconfiar de esas palabras que le dedique alguien cercano.
Confieso que yo sí soy un enamorado de la Navidad. Me
encantan los villancicos, los valses, las calles iluminadas, montar el Belén y
hasta el importado árbol, acudir a la Cabalgata a coger un caramelo al aire
para luego comérmelo, a pesar de que siempre me toca el de cola. Me gusta la
musiquilla de los niños de San Ildefonso, el día 22, ignoro por completo el
mensaje del Rey aunque siempre está puesto en la tele, soy de 12 uvas en su
tiempo y de roscón el día 6, de regalo de Reyes y me encantan, aunque eche de
menos que se repita más, las buenas caras que se le pone a casi todo el mundo.
Obviamente, estoy a favor de estas orgías pantagruélicas
siempre de difícil mesura. Hay que sentirse afortunados por poder disfrutar de
ellas, por agobiarse gratamente con la excesiva afluencia de personal lo que da
mucho juego para intentar llegar al orden en medio del desorden. Siempre recuerdo la anécdota, en una
Nochebuena, donde yo era el encargado de bajar las bolsas de basura que me iban
diciendo para desahogar la cocina, sin echar más cuenta pues entendía que quién
me señalaba el objeto a tirar ya había controlado su contenido. Al día
siguiente, en la comida de Navidad, echamos de menos una bolsa que contenía
todos los langostinos cocidos que formaban parte de los entrantes y que seguro
estarían mezclados en el contenedor con los desperdicios reales. Desde esa
Navidad no falta quien tenga a buen recaudo lo que sea útil en cada ágape para
que no se repita el numerito, no dejando de recordarse, con cierta sorna, que
fui yo el que los tiré.
Afortunados hay que sentirse por poder sentarse y compartir con la familia no ya sólo viandas variadas a volúmenes desproporcionados, si no también charlas, anécdotas, brindis, aguantar a los críos en fases que tú ya superaste hace tiempo, escuchar las mil órdenes de la suegra, a tu cuñado que no ves en todo el año y te vuelca la copa encima, sorprenderte con los que aún están en edad de crecer y siguen en ello, bromear haciendo el pamplinas para sacar sonrisas y, si acaba uno con un punto de chispa, sin llegar a resoplar entre confetis, el objetivo lo habré alcanzado sin aspirar a mucho más, sólo a que el año siguiente podamos repetirlo con las mismas ganas.
Siempre me acuerdo de quienes no tienen esta oportunidad, porque no pueden, porque no quieren, porque no les gusta o, simplemente, porque no tienen. Sólo por ellos deberíamos pararnos a pensar si merece la pena encontrar algo malo en estas reuniones que muchos gozamos, pues seguro que el talante con el que programaríamos estos eventos sería siempre positivo, nunca negativo (puff, ha sonado como un entrenador de fútbol holandés de cuyo nombre no quiero acordarme).
Yo soy de los que siempre asistiré, me iré de orgía pantagruélica
familiar mientras me sigan aceptando, a donde esté acordado, intentando que ese
rato sea un tiempo agradable, que es de lo que se trata. El que tenga la
posibilidad, que vaya, que guarde todo mal pensamiento, coma y beba lo que le
apetezca, pueda y/o quiera, baile, cante o calle. Pero que no se guarde ni una
sonrisa, al menos al principio.
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