El
gremio de la hostelería, lejos de ser dignificado, está más manido y explotado
que nunca.
Muchos de nuestros padres, trabajadores del sector, auténticos profesionales de la vieja escuela, lucharon por mejorar sus precarias condiciones laborales a base de huelgas y disgustos, consiguiendo considerables mejoras en convenios y derechos laborales; ahora, en estos tiempos que corren parecen haberse derrumbado todos sus logros que no fueron pocos, retrocediendo en vez de avanzar cuando el sector hostelero es uno de los principales motores económicos y, se supone, deberíamos cuidar.
Por una parte, están los empresarios que nunca ganan lo que tienen que ganar pero, a decir verdad, eso siempre ha sido y será la misma cantinela. Por otro lado están los empleados cada vez más infravalorados y cada vez menos formados a causa de la precariedad laboral de dicho gremio.
La cantidad de parados, a los que también hay que sumar la inmigración, ven en la hostelería un puente para salvar una situación desesperada que parece no tener fin; dicha situación lleva a los empresarios a abusar de la cola del paro restando importancia a la calidad de la mano de obra y a la vez exigiendo calidad en los servicios prestados por los desesperados demandantes de empleo cuando, en la gran mayoría, la formación brilla por su ausencia.
También se ahorra en derechos y sueldos y no quieren ver que ese ahorro, a la larga, va en decremento del negocio y la hostelería es un continuo ir y venir de trabajadores, los cuales van saltando de bar en bar buscando el mejor postor, y los clientes son los que terminan pagando cara la cuenta de un servicio mínimo y de un personal desmotivado y sin vocación de servir más al que paga poco y exige demasiado, el mismo que llora y llora porque nunca tiene suficiente como si se preocupara de tener contenta a su gente.
Y para colmo algunos empresarios, que van de buenos samaritanos, confundiendo derechos con privilegios, se jactan de ser puntuales a la hora de pagar los míseros sueldos a su personal laboral y no dudan en refregárselo a la cara cuando éste le reclama algún derecho que, como digo, no es un privilegio, haciéndole ver la suerte que tiene por su benevolencia; la misma cara de tonto que se le queda al «currito» al escuchar semejante sandez como si él no fuera puntual ni dirigente en sus funciones, de la misma manera que, si no lo fuera, se le caería el pelo porque, según el «baranda», hay muchos parados deseosos de ocupar su puesto.
Al señor empresario se le olvida que entre el trabajador y él existe un contrato laboral en el que el empresario recibe la prestación de un trabajo y, por la misma, está obligado a retribuir económicamente dicha labor. No sé a qué viene reprochar que es puntual pagando cuando el otro cumple con su trabajo y, muchas veces, con creces.
La
realidad es que los contratos son una basura, los derechos escasos y las
exigencias dignas de un autentico cortijo entre señoritos y santos y no tan
santos inocentes.
Pero
al margen de la crisis y del poco interés de coger el toro por los cuernos y
empezar por dignificar el gremio y sus trabajadores, no nos podemos olvidar que
vivimos en un mundo de etiquetas y esto convierte la hostelería en un auténtico
circo de panderetas donde todo parece valer.
Hay gente que lejos de ser lo que realmente son les encanta ser lo que no son, simplemente les gusta aparentar y, de esto, la misma culpa tiene el trabajador que el empresario que lo consiente por no estar donde tiene que estar y por darle vidilla al que le gusta destacar para callarle la boca porque, tanto el uno como el otro, tienen mucho que callar.
A
veces vivimos encorsetados en unos límites impuestos por nosotros mismos, por
nuestra propia ambición y ansias de superación, tensando más de la cuenta la
cuerda de nuestra cruda y a veces triste realidad por lo que,
irremediablemente, esta consecuencia siempre acaba en frustración cuando la
cuerda no da más de sí.
Todo
vale por destacar y ser más de lo que realmente se es.
Chef,
maître o sumiller. Cualquier etiqueta es válida menos cocinero o camarero que
parecen jugar en segunda división cuando, en la mayoría de los casos, son los
que acaban ganando el partido y sacando el servicio. Pero la gracia de todos
esos que se cuelgan las etiquetas es que, la gran mayoría, ni siquiera cotizan
como tales, sino como ayudantes en el mejor de los casos.
Sin
darse cuenta y guiados por el falso glamour del título o cargo se están
menospreciando a sí mismos y desprestigiando a los que verdaderamente lo son.
Los
jefes se callan y ríen a sus espaldas vomitando sus galardones autoimpuestos
por sus vasallos mientras que, claro está, no se pasen de listos. La sartén la
tienen bien agarrada por el mango o eso creen o quieren creer.
Cantaba
la gran Concha Velasco: ¡mamá, quiero ser artista! y la señora lo es por lo que
es. Pero cuando tu hijo te diga: ¡mamá, quiero ser chef! más vale que le digas
que ser chef no siempre implica ser cocinero. Porque aquel que se cuelga la
etiqueta de chef por eludir la palabra cocinero, menosprecia al gremio y a sus
compañeros, le falta un hervor y el ingrediente mágico de la receta, la
humildad.
Y
es que hay mucho fantasma suelto que vive del cuento a costa del que realmente
es cocinero.
Porque
el cocinero se hace, se nace y viceversa pero para ser chef hay que ser antes
el más humilde de los cocineros si se quiere ser el mejor y no morir en el
intento y no precisamente en el fuego de los fogones, al pie del cañón, que
para eso está el cocinero, sino en el de la hoguera de las vanidades.
Que
no te den gato por liebre. Sin duda, en el fondo y no precisamente de una olla,
hay más chefs que cocineros y no siempre son ni buenos ni mucho menos,
cocineros. Porque hoy en día, la formación de un chef no siempre pasa por una
escuela porque sólo basta con creérselo, es tan simple y triste como eso.
Cuánto
master chef suelto, cuánto crítico bloguero y cuánto ranking de compadreo
cuando se está perdiendo un buen puchero, un potaje o la tarta de la abuela sin
entrar en reconstrucciones, nitrógeno líquido o esferificaciones de yo que sé
colores y cojones que todo tiene su mérito pero es que hay que merecérselo, no
basta sólo con creérselo.
La
hostelería puede ser bonita pero cuesta mucho sonreír cobrando lo que se cobra,
escuchando lo que se escucha y viendo lo que se ve. Porque no sólo se briega
con el cliente que eso da para escribir un libro; tras la barra y los fogones
se cuece a fuego lento un caldo de cultivo con todos los ingredientes del mayor
espectáculo del mundo, el circo.
Hay
que ser humilde, no ser tirano ni rácano y honesto con tu trabajo. La
hostelería pertenece al sector servicios, eso está claro, pero sus trabajadores
no son sirvientes ni de los clientes ni de los empresarios y por favor, menos
fantasmeo que, sin duda, visto lo visto y sin ánimo de generalizar, aquí sobra
el maître, el sumiller y el chef que para eso está el camarero y el cocinero
ganando la mitad de sueldo porque, a estas alturas, para qué nos vamos a andar
con rodeos.
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