Dicen que el saber no ocupa lugar. Pues eso era lo que más le gustaba a Mario, saber el porqué de las cosas.
Mario vivía en un pequeño país del hemisferio norte de la tierra. Su casa no era demasiado grande, pero tenía una enorme biblioteca repleta de libros. Se pasaba las horas enteras devorando historias de todo tipo. Podía ser un pirata, un astronauta o un elefante volador. Su imaginación no tenía límites.
A Mario le gustaba saber la razón de todo. Preguntaba a su madre, a su padre, al cartero, al vecino, a su profesor… poniendo muchas veces en un aprieto a más de uno. Había veces que estaba tan distraído pensando en sus cosas que sus padres le decían que estaba en la luna, y él siempre les respondía encogiéndose de hombros.
Una noche en la que no podía dormir pensando en algo que le habían explicado en el colegio, algo llamado fuerza gravitatoria, se asomó a la ventana de su cuarto. La luna lucía en todo su esplendor, majestuosa y brillante. La observó fascinado durante unos minutos, abstraído en sus pensamientos. Era imposible que nadie la estuviera sujetando. Era enorme y debía de pesar muchísimo. ¿Por qué no se caía? Seguía sin comprender lo de la fuerza esa… Ah, sí… Gravedad.
Durante los días siguientes no sacó la nariz de entre los libros intentando resolver lo que a él le parecía un misterio, pero sin resultados. No descubrió gran cosa, pero en uno de los libros vio una fotografía de la luna reflejada en el mar. Y entonces, ¡zas! Ahora lo entendía, la luna había perdido su reflejo y por eso se había subido allí arriba, para poder encontrarlo. Seguro que desde tan alto veía todo fenomenal. Era como un globo enorme que volaba.
Convencido de que había descubierto el misterio corrió a contárselo a sus amigos. Todos se rieron de él y, muy triste, regresó a casa. Ahora entendía lo sola que debía de sentirse la luna allí arriba, sin su reflejo y sin que nadie la ayudara a encontrarlo.
Mario siguió preguntando a todo el mundo, pero nadie le hizo caso, nadie le escuchaba. Siguió dándole vueltas a todo aquello. Una cosa tenía clara, y es que la luna sólo podría encontrar su reflejo en el mar. Entonces, el problema era más grave de lo que pensaba porque el mar estaba muy lejos de allí. No sabía cómo podría ayudarla, era imposible. Pero como Mario no se rendía nunca, continuó preguntando a todo el mundo y siguió buscando una solución.
Y pregunta que te pregunta y busca que te busca, pasaron los días. No podía llevar la luna al mar, y tampoco podía traer el mar hacia la luna, pero sí podía traer su reflejo.
Fue corriendo a por un barreño, lo llenó de agua y lo puso en el balcón de su habitación, de tal forma que la luna se viera reflejada en su interior.
Cuando sus amigos vieron lo chulo que era tener el reflejo de la luna en sus dormitorios, dejaron de burlarse de Mario y todos quisieron hacer lo mismo.
En todas las casas del país hay un barreño con agua para que, en las noches de luna llena ésta encuentre su reflejo y brille hermosa.
Así fue cómo Mario resolvió el misterio de la luna. Poco después entendió que nadie está en el cielo sujetándola, sino que hay una fuerza invisible que la mantiene allí arriba, como cuando ves un helado de chocolate y una fuerza te empuja hacia él.
Mario todavía sigue poniendo un recipiente con agua en su balcón por las noches. Resulta muy relajante ver el reflejo de la luna en el agua y soñar que algún día será un intrépido astronauta.
Buenas noches, Mario. Felices sueños.
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