En una mañana cualquiera de un día cualquiera cayó el último pétalo de la última rosa del jardín más hermoso de todos los tiempos. Era el preludio de una nueva era. La reina había caído en el sueño eterno. Las flores, casi marchitas por el paso de las estaciones, lloraron su pérdida. El rocío de la mañana como lágrimas amargas caía sobre el rosal, castillo imperial que la custodió desde su nacimiento; la brisa consolaba las verdes hojas de la planta que se alzaban al cielo y la tierra cubría los restos del antiguo esplendor como si de un féretro se tratase. Hoy, los colores se evaporan y pronto el calor del gran astro será dueño y señor de aquel vergel que aún resplandece.
Las antiguas miradas se alzan suplicantes, temerosas, expectantes. Nuevas simientes crecen entre los arbustos más cercanos mientras la suavidad de la primavera desaparece. El ocaso ha llegado al fin. Mañana una risita recién nacida anunciará los cambios. El verano reaparecerá de nuevo. Y así irán surgiendo distintas llamas, distintos estados y distintas especies para cada época del año.
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