Cien kilos de nieve son muchos kilos. Y mucha nieve. El
Mendas no era un tipo de buena calaña. Tampoco su vida había sido fácil aunque
esfuerzos por enderezarla había hecho los justos. Siempre en la calle, desde
pequeño aprendió a defenderse entre chicos mayores que él que muchas veces le
acababan dando una soberana paliza. Paliza que, tarde o temprano, les cobraba
de sobra, en dinero, en “carne” o a hostia limpia que es como mejor se hacía
entender. “A mí, a cojones, no hay quién me gane”, le gustaba fanfarronear, más
conforme iba creciendo y formando el cuerpo de boxeador de peso pesado que hoy
día gastaba.
Cuando le ofrecieron un “trabajito fácil” sabía de sobra
que no lo era. Pero pagaban bien, son gente con la que ya había tratado alguna
vez y ambas partes sabían que bromas las justas. Un camión congelador de
tonelaje medio, cargado hasta arriba de cajas de pescado, con mucho “relleno”
que cuidar durante los más de mil kilómetros que duraría el viaje. De un muelle
de carga de un polígono a otro del estilo. El día 25 de diciembre, Navidad.
Subirse, conducir, bajarse, cobrar y largarse sin preguntar ni ser preguntado.
Fácil, por veinte billetes morados más un par de billetes de avión con destino
playero, con su hotel a pensión completa para dos personas durante una semana, lo
cual incluiría recibir el año de forma inmejorable.
Todos esos sueños le habían ayudado a hacer más llevadero
el viaje y olvidarse que era la primera vez en muchos años que pasaba ese día
tan señalado sólo, encerrado en la cabina de un camión lejos de casa, sin ver
ni felicitar a su Filo el día principal de las fiestas. Pero la compensaría con
creces con las vacaciones, con un fin de año de “celebrity”, como una de esas
que a ella tanto le gustaba ojear en las revistas de la peluquería.
Se lo merecía por todo lo que le había hecho pasar en estos
años juntos. Ese era su firme propósito, hacer feliz a la única persona que
realmente había sentido por él, que había llegado a comprenderlo y cuidarlo sin
pedir nada a cambio, o poca cosa tal vez.
Ese propósito, el día de Navidad, con la “nieve” oliendo al
pescado que transportaba, junto al poco descanso por la tensión de la faena, no
le hizo darse cuenta que le habían estado siguiendo desde hacía ya unas horas.
Una berlina color champán, con cuatro ocupantes a bordo, se mantenía a
distancia prudencial del camión esperando el momento adecuado. Ninguno
conocido, pero no ha de ser conocido el que amenace tu vida. Apenas se movían,
silenciosos, conocían todo el trayecto que le quedaba al Mendas para llegar a
su objetivo. Conocían su mercancía, y hasta conocían lo que iba a cobrar. La
lengua del chivato es muy larga y la tentación del dinero, unida a la amenaza,
puede hacer que cualquiera flojee en un instante cantándolo todo.
Tras muchas horas conduciendo pensó en parar a comer algo.
“Bijoca 1 km” anunciaba un cartel con señalización de gasolinera, área de
descanso y cafetería. Puso el intermitente para tomar el desvío de la carretera
nacional y fue cuando se percató que el coche que le seguía hacía lo mismo. En
los metros que le separaban de la entrada del pueblo aminoró y sacando la mano
por la ventanilla los invitó a adelantarle. Al no obtener respuesta su sexto
sentido se activó alertando que algo no iba bien. Tenía prohibido contactar con
los jefes durante el trayecto ni tenía ningún apoyo al que pudiera pedir
consejo de cómo actuar. Aquello era sólo ante el peligro y tampoco el terreno
por donde estaba era propicio para escapar.
Optó entonces por acelerar en una salida hacia adelante desesperada,
sin pensar que Bijoca cada vez estaba
más cerca y pasar por la población a esa velocidad era toda una temeridad. Vio
el coche pisarle los talones y justo en mitad del pueblo, tras haber enfilado a
más de cien kilómetros por hora la calle principal, frenó a fondo mientras el
corazón le latía a mil. El efecto de su derrape, complicado con la colisión
trasera de sus perseguidores, le hicieron empotrar la cabina del camión contra
la entrada del único bar que allí había. Afortunadamente, seguía consciente
tras el impacto aunque sangre caliente le recorría el lateral izquierdo de la
cara.
A duras penas salió por la ventanilla de su puerta, sin
reparar en los dos lugareños que miraban atónitos y acojonados la escena que
acababa de ocurrir, cada uno a un lado de la barra de la cantina, rodeados de
cristales y restos del choque, y medio difuminados por la nube de polvo recién
generada. Una bala silbó junto a su cabeza acabando incrustada entre ceja y
ceja de uno de los espectadores que, sin tiempo a nada más, incrustó la frente
en el mostrador mientras un charco rojizo goteaba al suelo.
Ya no le importaba la “nieve”, tampoco la Navidad ni el
trabajo pendiente, y el propósito soñado, pagado con el dinero de la droga, se
podía ir a tomar por culo si salvaba el pellejo de aquella ratonera. Parapetado
tras una columna, que tampoco lo cubría totalmente, pensaba a toda velocidad
mientras un par de balas más cortaron el aire seguidas de un tenso silencio que
le ayudó a aguzar el oído. Percibió unos pasos que arrastraban las pisadas y se
dirigían hacia su posición. Extrajo una navaja que siempre llevaba encima, la
abrió lentamente y cuando se disponía a salir a lo loco, pasara lo que pasara,
dispuesto a no vender barata su piel, varias sirenas rompieron la pausa de este juego mortal.
-¡Guardia civil!- gritaron varias veces, lo cual fue
respondido a tiro limpio por ambos bandos hasta de nuevo regresar el silencio.
No se oían quejidos, ni respiraciones aceleradas, así que la cosa había sido
limpia -. ¡El del bar, salga con las manos en alto!- gritaron de nuevo los
civiles esperando su rendición. Con sus antecedentes, la carga del camión más
todo el estropicio, muerte del lugareño incluida, calculó que, si lo pillaban, no
vería más la luz del sol en libertad. Miró detrás y vio una ventana tras la
barra, en lo que parecía la cocina del establecimiento. “Aún puedo escurrirme
por allí y lograr escapar” pensó, lo cual había que hacerlo rápido antes que
los guardias decidieran entrar a por él.
Se aseguró que no podrían ver su movimiento y se arrastró
hasta pasar detrás del tiroteado en la frente. Ya en la puerta de la cocina se
incorporó, aún con la navaja en la mano, encontrándose de frente con el dueño
del bar que portaba una recortada apuntándole directamente al corazón.
-Maldito hijo de puta- le recriminó rojo de ira y con
lágrimas resbalando por sus mejillas-. Habéis matado a mi hermano y esto no
quedará así-. Al mismo tiempo que una bala le quemaba el pecho, el Mendas escuchó
de lejos un “¡Quietos!” autoritario que llegaba tarde para él y tarde para
Fermín, el autor del disparo contra él que se llamaba así, como luego pudo
escuchar de la boca de una mujer en medio del alboroto que allí se desarrolló.
Y llegó tarde también para Fermín porque las fuerzas del orden tampoco se andan
con chiquitas cuando vas pegando tiros al primero que te encuentras, lo cual se
tradujo en otro disparo contra su vientre que le hizo doblegar las piernas para,
posteriormente, caer en medio de gritos de dolor.
Hasta aquí había llegado. Hasta aquí la curva de su vida
dejaba de estar retorcida. Lo que nunca fue bien del todo acababa mal, como
lógicamente era esperable. El Mendas sentía perder sus sentidos entre gritos de
auxilio y apretones que intentaban parar la hemorragia sin mucho éxito. Había
peleado en muchos escenarios pero el de hoy se hacía insalvable. Un guardia le
animaba a seguir despierto, otro intentaba alcanzar un pulso perdido, enfrente
convulsionaba su verdugo y su mente sabía que sólo le quedaba tiempo para un
par de recuerdos.
Maldijo su vida. Maldijo el día que decidió entrar en este
mundo. Se acordó de su Filo, lo cual le hizo esbozar una sonrisa, y espiró en
medio de un charco de sangre que para nada sirvió derramarla.
La Navidad del despropósito, la Navidad de la “nieve”. La Navidad de la nada.
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