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Los mundos profanos (La leyenda del tercer vuelo)

Capítulo uno: El extraño

«… y con el tercer vuelo, el Eterno habrá completado el círculo».

Tomo 3, página 9 de las Profecías livifel.

Frontera de Heklo. Mundos profanos. Planeta Arnemuq. Ciclo 328 del segundo vuelo.

La lluvia arreciaba con fuerza dificultando la travesía por aquella senda donde apenas se intuía el camino original. Las hojas húmedas, arrancadas por el viento, formaban una espectacular alfombra natural con ocres y verdes entrelazados. El musgo brillante engalanaba las rocas, y los matojos completaban este camuflaje natural. Quedaba poco por ocultar de la que antaño fuera una famosa y estrecha ruta forestal para viandantes. Se trataba de un angosto paseo, uno de los mejores atajos frente al camino principal, que, aunque empedrado de forma impecable, daba mayor rodeo. La radiante luz del sol del mediodía intentaba atravesar sin éxito las oscuras nubes que arropaban los bosques, sumiéndolos en un sueño de penumbra y tormenta. El viento entonaba una melodía seseante coreada por ráfagas de agua de intermitente intensidad. Pese a que el amanecer había transcurrido horas atrás, la relajante mixtura de olor a tierra húmeda y el repiqueteo de la legión de gotas alargaban el sueño del bosque. De hecho, parecía que la noche aún gobernaba; los animales resguardados estiraban las horas de sueño, y las plantas, decaídas y cabizbajas, aguardaban a que la esfera de fuego solar indicara un nuevo amanecer. Tan solo los esporádicos truenos rompían la onírica sensación nocturna que imbuía el frondoso bosque de Dürk.
Jeremar se movía con suma facilidad, aun con el riesgo que suponía avanzar sobre un paisaje cubierto de agua, roca y musgo; no en vano era el druida de este bosque. Guardián de la fauna y la flora, conocía cada palmo del territorio. Pese a vestir una larga túnica como los miembros de su orden, se desplazaba con gracilidad apartando los obstáculos de su camino con un largo cayado de madera; eso sí, con sumo cuidado para no dañar a ningún ser vivo.
El olor del entorno presagiaba una descomunal tormenta y, antes de que el trueno se uniera al relámpago, Jeremar quería asegurarse de que ningún animal había quedado aislado, lejos de su grupo. El miedo solía provocar que algunas crías, presas del pánico, se extraviaran.
El joven druida aún no había cumplido el cuarto de siglo y sus almendrados ojos de color miel brillaban todavía con la luz propia de un niño, pero a la vez denotaban cierta madurez. Jeremar era el séptimo de nueve hermanos, y había crecido en el seno de una familia de agricultores y ganaderos de las fértiles tierras de Brugosia. Las prolíficas familias eran habituales en aquella zona, donde, quien más descendencia tenía, mayores cosechas y reses podía manejar. Su carácter se forjó en gran medida a lo largo de su infancia, desde donde ya apuntaba maneras para cuidar de los animales, con quienes demostraba una especial afinidad. Algunos de sus hermanos le apodaron Moneda, debido a la personalidad dual que evidenciaba: la cara, cuando interactuaba con vacas, perros, caballos e incluso lobos y jabalíes. Parecía hablar el mismo idioma que los animales, y, por lo general, se mostraba sonriente y feliz en su compañía. La cruz de la moneda: se mostraba bastante inhábil en presencia de otros harvs, incluso de su propia familia.
Su ingreso en la hermandad druídica resultó ser producto del destino. Jeremar se sintió agradecido a su familia por haberlo cuidado hasta la adolescencia, y, sobre todo, por permitirle entrar a formar parte de esta comunidad de adoradores a la Madre Naturaleza. El joven veía así un sueño hecho realidad.
De constitución estilizada y ligeramente superior en talla a la mayoría de los muchachos de su edad, el joven estaba en una excelente forma física y había demostrado con creces a sus maestros que poseía una mente ágil. Aunque por lo que más destacaba era por su incansable afán para aprender cómo ser un gran druida. Su agradable apariencia de bello rostro facilitó que en su etapa de aprendiz intimara con varias jóvenes y, más allá de tener sus primeros romances, le ayudó a superar sus dificultades en las relaciones con otros harvs. Los druidas eran diferentes, tan afines a él que no le suponía una traba entablar amistad con ellos, tanto con los maestros, que respetaba de forma solemne, como con jóvenes de su edad.
El apodo de Moneda desapareció dando paso a uno nuevo, Terciopelo, como lo llamaban sus iguales con cierta sorna debido a la suave textura de su piel y la delicadeza que mostraba en sus acciones. Sus manos de estrechos y largos dedos parecían acariciar cuanto manipulaba, e incluso los animales más fieros parecían calmarse cuando Jeremar curaba sus heridas. Muchos compañeros se complacían viéndolo en acción; transmitía una hipnótica paz al entablillar el ala rota de un grajo o extraer afiladas púas de la pezuña de un potro. Jeremar destacaba también por la obsesión de no dejar crecer el cabello o vello facial, características frecuentes entre los druidas, que gustaban de melenas y espesas barbas. Su ondulado pelo castaño lo mantenía casi rapado en las sienes y nuca, permitiendo que le creciera sobre la cabeza, donde destacaba un pequeño flequillo con el que jugueteaba por entre los dedos cada vez que se quedaba absorto en sus pensamientos.
Dicho flequillo, empapado bajo la lluvia que arreciaba en el bosque de Dürk, entorpecía la visión de uno de sus ojos, aunque no era la mayor preocupación de Jeremar en aquellos instantes. Transcurrieron varias horas durante las cuales el druida recorrió cada rincón del bosque; tuvo que lidiar con diferentes situaciones para las que, por fortuna, fue instruido por su hermandad. Evitó que algunos jóvenes árboles endebles fueran arrancados por el vendaval; reforzó sus frágiles troncos con improvisadas armaduras: combinó gruesas ramas atadas con otras más verdes de gran flexibilidad. Estos armazones ayudarían a los arbolitos a soportar los furiosos envites de la tormenta. Dedicó al menos una hora a llevar a un asustado jabato hasta su desesperada madre, que a punto estuvo de atacar al druida al verlo cargar con su progenie al hombro.
Aunque lo más costoso coincidió con el estallido de la tormenta; una importante cantidad de ramas, piedras y tierra se habían acumulado en un estrecho paso del río Boq y el desborde habría sido irremediable de no haber intercedido Jeremar. Cincuenta metros arriba de donde se había formado la caótica presa, el joven druida hizo rodar un enorme tronco caído hasta una orilla del río. Supuso una hazaña debido al peso y tamaño del árbol muerto, pero su convicción era más fuerte que los amagos de calambres que recorrían sus piernas. Desabrochó su largo cinturón de gruesa cuerda de hilo entrelazado. Realizó un nudo en una de las ramas que aún formaban parte del árbol como si le pusiera una correa a un perro y, sin soltar el cordón, realizó un titánico esfuerzo para hacer rodar el tronco hasta el agua. La corriente comenzó a llevarlo río abajo, y Jeremar inició una frenética carrera para acelerar el descenso del árbol tirando con fuerza de su cinto. Aprovechando la inercia que le daba el caudal del río, sumado al empuje que provocaba Jeremar, el tronco se convirtió en un ariete acuático que reventó la indeseada presa con violencia. La pérdida del cinturón bien mereció la pena. Un detalle que, de forma casual, se convertiría en crítico para la supervivencia del planeta donde se encontraba, Arnemuq.
Con la marcha del sol, la tormenta amainó, aunque la lluvia se mantuvo. Una vez más, Jeremar cumplió a la perfección con su cometido como protector del bosque de Dürk. Aunque le aguardaba un último encuentro; algo que ningún druida había afrontado hasta la fecha. Aquel día le iba a cambiar la vida.
Como era característico en los protectores de la naturaleza, Jeremar vestía la túnica verde, aunque, sin cinturón, quedaba suelta y holgada. Frente a él, estaba un extraño al que jamás pudo borrar de su memoria, de sus sueños…, ni de sus pesadillas.
Bajo la intensa lluvia, aquel individuo parecía paralizado, ataviado con una capa de similares características a la de Jeremar, quizás de un tejido más duro, basto y de un color más oscuro al que portaba el amable druida. El misterioso encapuchado se encontraba en mitad de un claro ignorando el chaparrón que empapaba sus ropajes, por donde ya fluían estrechos hilos de agua entre los pliegues. El extraño daba la espalda a Jeremar y no mostraba señales de haberse percatado de su presencia. Parecía mirar imperturbable el suelo, aunque en apariencia no había nada más que barro.
Con los pies clavados y la cabeza inclinada, no movía ni un músculo; solo su pesada capa, mecida por el poderoso viento, dejaba entrever que había alguien real bajo aquellos largos ropajes. Jeremar, por un momento, pensó que el extraño pudiera tener algún tipo de relación con su orden, los druidas, por la similitud en su vestimenta.
Un tanto inquieto, dado que no era frecuente encontrar otros harvs en este entorno y menos bajo una cruel tormenta, se acercó cauto hacia el misterioso personaje. Este permanecía sin inmutarse. Tras avanzar con timidez unos pasos, Jeremar se detuvo anticipando que quizás el extraño pudiera asustarse y reaccionara de manera violenta al sentir una presencia furtiva tras él. Así que decidió revelar de forma sutil su presencia, pisando una rama seca para hacerla crujir.
Al instante, el extraño irguió su cabeza y la giró, de forma pausada, solo unos centímetros. No era suficiente como para vislumbrar su rostro. A Jeremar, cada vez más inquieto, no se le ocurrió en aquel instante otra frase mejor:
—Disculpe, ¿se encuentra bien, puedo ayudarle?
Tuvo que alzar la voz para que pudiera oírse por encima del estruendo que generaba la lluvia torrencial.
Los siguientes segundos jamás se le olvidaron a Jeremar; fueron tres detalles los que le dejaron sin habla durante unos instantes y que revivió el resto de su vida. El primero fue la voz del extraño. No era harv, era perturbadoramente diferente, sonaba como si varios ríos descendieran a la par, confluyeran en su boca y generaran una mágica y coordinada musicalidad. La tonalidad era una amalgama que podía traducirse con facilidad en sonidos similares a palabras pronunciadas por un harv. El segundo detalle, más impresionante que el anterior, le impactó en el momento en que el extraño mostró su rostro. ¡No era un harv! Pese a poseer un perfil similar, parecía estar formado por agua. A cualquiera se le habría helado la sangre al verlo, y Jeremar no fue una excepción. Aunque fue el tercer detalle el que sobrecogió el alma del druida. El misterioso ser, con su peculiar voz, dijo de forma apocalíptica:
—He venido a destruir tu mundo.
Jeremar no entendía cómo, pero su corazón supo que aquellas palabras eran ciertas. Pálido y sin poder pronunciar una palabra, sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo paralizando sus fatigados músculos y su capacidad racional para afrontar aquella dramática situación.
El ser líquido se giró hasta colocarse frente a Jeremar. Acercó su rostro a escasos centímetros de la cara del druida. Tras mirarlo a los ojos, dio un paso atrás y le escudriñó de arriba abajo. Parecía que algo le había llamado la atención; se trataba de la túnica que vestía Jeremar. El extraño cambió la expresión y le preguntó con un tono que denotaba confusión:
—¿Acaso eres el aniquilador harv que ha venido a comunicarme alguna nueva instrucción?
Jeremar reaccionó de forma instintiva, sin pensarlo, como le había enseñado la naturaleza. Las palabras que pronunció brotaron de su corazón, no de su aterrorizada mente:
—Así es. Debes detenerte —sentenció con firmeza para ocultar el temblor de su voz.
En ese instante, un golpe de viento agitó la túnica del extraño desvelando que no solo su rostro era agua. Se trataba de un ser íntegramente acuoso de forma antropomórfica. Contrariado, respondió suspicaz al druida:
—Sabes que eso no es posible, no podemos frenar lo inevitable. De ello depende la supervivencia de nuestro universo.
Jeremar continuó con el delicado diálogo intentando no delatar su subterfugio. Fingió seguridad:
—Lo sé, será algo temporal. Hay que aplazarlo, dado que un suceso que no nos puede ser revelado ha provocado este contratiempo.
El extraño se quedó pensativo unos segundos que se le hicieron eternos a Jeremar. Después, respondió con su inquietante voz:
—Entiendo; órdenes de la regencia xiliadora. Dime, ¿de cuántos ciclos estamos hablando?
El druida comprendió que el ser de agua estaba haciendo referencia a una unidad de tiempo desconocida para él, así que no le quedó más remedio que responder al azar y dejar que la suerte jugara su papel en aquella delicada situación. No quiso dar una cifra baja, ni una con dos o más dígitos, así que tomó la decisión de elegir un número intermedio; además, era su favorito:
—Cinco —respondió de manera escueta.
Para alivio de Jeremar, el extraño asintió y, susurrante, cerró la conversación:
—Me parece razonable. Dentro de cinco ciclos regresaré para completar mi misión como aniquilador de mundos: destruyendo Arnemuq.
Después, la criatura de agua se alejó abandonando el claro para adentrarse en el bosque hasta desaparecer entre la cortina de agua y las sombras de los tupidos árboles. Nadie en Arnemuq fue consciente de cómo aquella breve e intensa conversación había salvado, al menos de forma temporal, al planeta.
Jeremar se encontraba aterrorizado, desconocía el tiempo real del que disponía para intentar detener el terrible destino que le esperaba a su mundo. Al menos sí que sabía dónde podría pedir ayuda. Acudiría con la mayor celeridad posible al gran consejo de los druidas. Los más sabios de su orden, solo ellos podrían ayudarlo ante un suceso de esta envergadura. En lo más profundo de su acelerado corazón, era consciente de que quizás sus líderes no tendrían respuesta para solucionar esta catastrófica situación, pero necesitaba aliviar la carga que encogía su alma.
Jeremar corrió sacando fuerzas de flaqueza, impulsado por el miedo y la responsabilidad de portar tan crítica información. El bosque, al que durante años había estado protegiendo, pareció ayudarlo facilitando el camino. La lluvia limpiaba de obstáculos el sendero, el viento soplaba a favor y las ramas que se desprendían no lo hacían frente a él. Cuando en alguna ocasión perdía el rastro del camino, aparecía algún pequeño animal que corría huyendo de la lluvia, indicándole la dirección correcta. El druida, por unos instantes, pudo obviar la gravedad de la situación y se emocionó ante tan maravilloso acontecimiento; mezclaba lágrimas con gotas de lluvia que resbalaban por su rostro. La ayuda del bosque le dio aún más fuerza y nunca en la historia de Arnemuq se vio correr a un druida a tal velocidad. Por fortuna para él, el gran consejo de los druidas no se encontraba demasiado lejos.

Universo Heklo. Sistema Imn. Subsistema Hisinm. Planeta Blanco. Ciclo 328 del segundo vuelo.

Mientras tanto, en ese mismo instante, sucedía algo que conectaba de forma directa con el encuentro de Jeremar y el extraño. Un grupo de seres de piel albina finalizaba una reunión secreta atendiendo a las palabras del único de ellos que estaba de pie.
De pequeños cuerpecitos asexuados, ninguno levantaba más de un metro de altura. Atendían inmutables con sus enormes ojos negros bien abiertos, que destacaban en su rostro de diminuta nariz y una boca sin labios de grandes proporciones. De cráneos ovalados, carentes de cabello ni rastro de vello corporal, se encontraban sentados en taburetes cilíndricos de mármol blanco en torno a una descomunal mesa ovalada de cristal. Adornada con extrañas inscripciones realizadas con una tinta negra que reaccionaba cuando alguien se apoyaba sobre la mesa moviéndose caprichosamente entre las vetas de aquel vidrio incoloro como si tuviera vida propia. Se trataba de una doble capa de cristal donde se habían cincelado pequeños surcos que permitían desplazarse a la tinta sometida a presión, creando este cuasi mágico efecto visual.
La sala, de estructura abovedada y casi cinco metros de altura, apenas contaba con ornamentos. Sus paredes, recubiertas de planchas de un dúctil mármol blanco, contaban con seis ventanas de madera oscura, dispuestas de forma irregular a lo largo de la sala. Cerradas por completo, no dejaban atisbar ni un solo rayo de sol ni permitían que los sonidos de la ciudad más importante de Heklo llegaran hasta lo alto de la torre principal, lugar donde se encontraban reunidos y desde el que se gobernaba el Universo Original.
El aire era frío y las palabras resonaban con eco. Su líder, quien hablaba, era el único que usaba algo de ropa: un sencillo jubón blanco que no llegaba a alcanzar la cintura. Hizo una deliberada pausa para captar aún más la atención de sus congéneres. Rompió el silencio mirando uno a uno a los participantes en la reunión mientras afirmaba de forma imperativa:
—Los aniquiladores han empezado su cometido. En unos pocos ciclos, estarán de vuelta y todo debe estar preparado para el éxodo.
Sus subordinados asintieron sin pronunciar palabra ni emitir sonido.
Instantes después, el grupo abandonó la sala por el único acceso que tenía. Tan solo uno de los mhidnos se entretuvo acercándose a una de las ventanas que abrió de par en par. Asomó la cabeza para divisar el cielo. La torre era un edificio de más de veinte metros de altura de forma rectangular, cubierta de mármol blanco. En medio de la noche, podían verse con nitidez multitud de estrellas y diversos planetas en aquel misterioso universo. Tanto él como los congéneres que habían abandonado la sala sabían que dentro de poco quizás aquellos astros dejarían de existir. Sin embargo, Tarsidian, que así se llamaba este mhidno, miembro de la más inteligente de las razas que poblaban este universo, no podía imaginar cómo los acontecimientos provocados por un insignificante individuo podrían alterar el curso de la historia de Heklo, el Universo Original.

Frontera de Heklo. Mundos profanos. Planeta Arnemuq. Ciclo 328 del segundo vuelo.

Jeremar atravesó a la carrera un pasillo natural formado por colosales árboles de diferentes especies que formaban un arco uniendo sus ramas a lo largo de más de cien metros. Conocido como el Portalón de los Árboles, era la entrada a Essencia, el poblado donde se encontraba el consejo de los druidas. Llegó sin aliento hasta la llamada Gran Cabaña, un impresionante edificio que se alzaba en lo más alto del claro destacando sobre un centenar de cabañas menores. Era la residencia del gran consejo, construida con madera muerta, cortezas caídas de los árboles y barnizada con una particular savia derretida en fuego.
Los druidas tenían prohibido dañar cualquier forma de vida, y habían desarrollado una ciencia basada en la reutilización de los residuos forestales. Para los protectores del bosque, era sagrado cerrar el ciclo de la vida regenerando o reciclando estos elementos; lo llamaban el círculo perenne.
La Gran Cabaña constaba de cuatro alturas; cada una de ellas representaba uno de los elementos: empezando desde la planta baja, el fuego, el agua, la tierra y, coronando el edificio, el aire. Cuatro venerables druidas gobernaban el consejo, cada uno de ellos vinculado a uno de los elementos. En aquel instante, dormían de forma plácida bajo el amparo de la noche. Solo dos vigilantes, ataviados con elegantes petos de cuero reforzado y armados con contundentes ramas en forma de maza, custodiaban el acceso a la Gran Cabaña. Se trataba de una imponente puerta cuadrada de más de dos metros formada por gruesos listones de roble cincelados con sobrecargados motivos florales.
Cuando la pareja de vigilantes vio llegar al renqueante druida, no tardaron en reconocerlo. Jeremar, exhausto, fue incapaz de emitir una sola palabra inteligible. Sin embargo, su rostro desencajado fue suficiente para que los guardias entendieran la gravedad de la situación. Sin mediar palabra, cargaron con él y accedieron al interior del edificio. Jeremar fue guiado hasta una sala donde le acomodaron en un tocón hueco relleno de hojas secas que hacía las veces de sofá. Y, mientras uno de ellos le ofrecía agua y mantas de lana, el segundo vigilante fue raudo en busca del harv conocido como el Búho del Crepúsculo.
Se trataba del máximo rango en Essencia cuando la noche bañaba con la luz de las estrellas este sagrado poblado. El inmenso druida de piel de ébano, el más alto y corpulento de la comunidad, mostraba una larga cabellera rizada recogida en varias trenzas a las que daba un aspecto tribal mezclándolas con agua y cera. Su espesa y rizada barba, por el contrario, no era demasiado larga. Lumo, que así se llamaba el formidable guardián nocturno, superaba la treintena larga, y no solo era distinguido por su físico. Su túnica, pese a ser verde como la del resto de hermanos, añadía numerosos símbolos cosidos con ribetes en forma de estrellas.
Ante el inesperado aviso de la llegada de Jeremar, abandonó la lectura en la que estaba absorto y entró de forma apresurada en la sala donde el joven druida aguardaba con la mirada perdida. Jeremar intentaba recuperarse del esfuerzo al que había sometido a su cuerpo, pero su mente era incapaz de dejar de rumiar en torno al encuentro con el extraño y su demoledor mensaje. A la luz del candil, las sombras que se proyectaban sobre el rostro de Jeremar acentuaban, si cabía más, su lánguida y atemorizada expresión.
El Búho del Crepúsculo se inclinó y, agarrando con suavidad a Jeremar por los hombros, observó durante unos instantes aquellos ojos almendrados de color miel inyectados en sangre, inmóviles, que denotaban el pánico que sentía. Lumo intentó tranquilizarle:
—Calma, muchacho, ya estás a salvo. Estás en casa con tus hermanos.
Hizo una breve pausa, sonrió para transmitirle seguridad y añadió:
—Dime, Jere, ¿qué sucede? Cuéntanoslo con detalle, queremos ayudarte.
El estilizado druida, con el cabello empapado por la lluvia y el sudor, parecía un niño asustado que despertaba de una pesadilla acurrucado en el tocón junto al gigantesco Lumo. Jeremar tragó saliva y desvió la mirada hacia un punto indefinido recordando con nitidez la silueta del extraño ser acuoso. De forma súbita, salió de su estado catatónico y rogó nervioso:
—Por favor, ¡corre, guardián! ¡Hay un enorme peligro que se cierne sobre Arnemuq! ¡Inimaginable! ¡Necesito hablar de manera urgente con el consejo!
Los vigilantes y el Búho del Crepúsculo se miraron alarmados sin saber muy bien cómo reaccionar. Lumo cogió aire, resopló y, asumiendo las consecuencias, tomó la difícil e infrecuente decisión: despertaría a los cuatro venerables druidas para que dieran audiencia extraordinaria a Jeremar. Para el Búho del Crepúsculo era evidente que algo grave sucedía, porque el joven, pero experimentado protector del bosque era un individuo tranquilo y racional. Si se encontraba en ese estado tan alterado, algo serio tenía que haberlo provocado.
La pareja de vigilantes llevó a Jeremar a otra sala en la misma planta donde se encontraban. Encendieron varias lámparas que colgaban a lo largo de la estancia, una habitación circular de madera roja con detallados motivos en forma de tapices y relieves: simulaban llamas en suelo, paredes y techo. La propia sala parecía inspirar la forma de un volcán; no en vano se trataba del salón del Fuego, una de las cuatro estancias donde el consejo druida mantenía sus encuentros. Jeremar cerró los ojos unos instantes, intentando memorizar con detalle la situación vivida con la criatura de agua. Un nuevo escalofrío recorrió su cuerpo al recordar la sentencia: «He venido a destruir tu mundo».
Arropado con las cálidas mantas de lana de oveja, el joven no se percató de la llegada de los cuatro venerables que, con evidentes señales de somnolencia, miraban inquietos a Jeremar. Cuando Lumo puso su mano en el hombro del tembloroso joven para sacarle de su trance, este abrió los ojos y vio cómo frente a él esperaban expectantes los ancianos druidas. Aguardaban sentados en sus tronos personalizados, tallados en madera y gruesa corteza, coronados con bajorrelieves del símbolo elemental correspondiente. Portaban largos y barnizados bastones de roble cuyos extremos superiores también hacían referencia al elemento que representaban con talladas y realistas esculturas: una llama, una ola, una roca y un tornado. Fue el druida de la tierra, de larga y canosa barba, quien se pronunció en primer lugar:
—Hermano Jeremar, protector del bosque de Dürk, sé bienvenido a la Gran Cabaña. Hemos convocado este consejo de urgencia para atender tu petición. Por favor, cuéntanos qué te perturba.
Jeremar, pese a temblar de frío y miedo, trasladó con detalle el misterioso encuentro y las terribles revelaciones que le hizo el extraño ser de agua. El gran consejo y Lumo intercambiaban miradas entre ellos sin mostrar gestos que delataran cómo estaban digiriendo el relato del joven.
Una vez finalizó su narración, los cuatro venerables se quedaron en silencio durante unos incómodos segundos. Lumo los observaba inquieto, era incapaz de predecir cuál sería la reacción del consejo ante una revelación tan difícil de creer. En Arnemuq los únicos seres parlantes eran los harvs y jamás se había escuchado nada sobre criaturas de agua que vistiesen túnicas. Jeremar esperaba la respuesta de sus líderes, se tambaleaba presa de la fatiga que sufrían sus castigadas piernas.
Fue el venerable druida del agua, de larga melena plateada, quien, sintiéndose aludido por la naturaleza acuática de la extraña criatura, se pronunció. Su tono despectivo expresó el sentir del consejo:
—Protector del bosque de Dürk, este relato es… —Hizo un breve silencio midiendo sus palabras antes de continuar— absurdo, carente de sentido y producto de la mentira, la locura o la imaginación.
Jeremar sintió cómo su alma se desmoronaba mientras caía de rodillas. El golpe que suponía aquella respuesta iba más allá de la humillación, no podía creer que ignoraran su advertencia; la supervivencia del planeta estaba en juego. El reproche del druida del agua, a quien le gustaba expresarse de forma grandilocuente, continuó:
—Arnemuq no alberga criaturas antinaturales como la que nos has descrito. La Madre Naturaleza fue sabia en su creación y no permitiría que el agua se transformara en una blasfemia con forma de harv. No es nuestro mundo el que corre peligro, sino el bosque que protegéis, que parece haber quedado en manos de un tarado mental.
El druida del fuego, de mirada feroz, oscura melena y barba triangular, arqueó sus pobladas cejas angulosas añadiendo con ironía:
—¿Quizás eres presa de los efectos generados por el abuso de una alimentación basada en hongos?
Los otros tres venerables sonrieron, en parte condescendientes, en parte burlones. Después, mostraron su desaprobación retirándose a sus aposentos para retomar el sueño, molestos por aquella interrupción. Los vigilantes, enfadados con Jeremar, regresaron a sus puestos murmurando maldiciones con la sensación de haber sido estafados por un compañero en quien confiaban. Lumo, el único que se quedó junto al desangelado druida, le susurró al oído:
—Mañana me espera una complicada justificación ante los venerables. Creo que la cordura te está abandonando, hermano. Deberías habérmelo contado antes a mí; nos has metido a ambos en un buen lío, muchacho.
Al día siguiente, el castigo no se hizo esperar. Jeremar fue relevado del cargo como responsable de su amado bosque. El consejo consideró que un hombre con tales alucinaciones podría ser un peligro para la Madre Naturaleza, para la comunidad druídica y para sí mismo. Lumo sería el encargado de velar por el bosque de Dürk, manteniendo además su función como Búho del Crepúsculo. El vigilante nocturno de Essencia sufría así una sanción de forma colateral. Le esperaba por delante una época con pocas horas de sueño.
La noticia sobre la esperpéntica historia que Jeremar contó al consejo se extendió días después entre la comunidad druida, para mofa de algunos y pena de otros tantos que conocían en persona al amable joven. No era el primer caso de un hermano que había perdido la razón. Algunos de ellos terminaban sus días como ermitaños, lejos de la comunidad, sin cordura y cayendo en el olvido.
La repercusión de este inusual acontecimiento llegó más allá de los bosques colindantes con Dürk, hasta en el lejano puerto de Ropto, la última ciudad civilizada al oeste del continente de Goshia. Allí se encontraba el único individuo que confió en la veracidad del relato de Jeremar.
Fue en la taberna del Buitre, donde un grupo de marineros borrachos reían a carcajadas contando leyendas ridiculizándolas de manera grotesca e irreverente. Llegó el turno del más bufón, quien, cada vez que hablaba, provocaba la risa del grupo. Comenzó a narrar jocoso el encuentro entre el druida del bosque de Dürk y la descripción del extraño ser de líquido mientras se derramaba una jarra de cerveza por encima de su cabeza, para deleite y ataques de risa de su rudo público.
Sentado en un taburete alto, al final de la antigua barra tallada a partir de un enorme mástil, un apuesto noble bebía con calma una copa del perfumado vino blanco de Ropto. Al prestar atención al cómico relato del marinero, sintió cómo su corazón daba un vuelco al escuchar la descripción del ser acuático ataviado con una túnica verde. Abandonó la copa y se acercó con disimulo a los marineros ebrios para prestar atención a cómo continuaba aquella burla. Cuando el cómico grumete, en tono burlón, trasladó las apocalípticas palabras sobre la intención de destruir el mundo de Arnemuq, se bajó los pantalones para orinar sobre el suelo como si se tratara de un destructivo poder. Varios marineros cayeron al suelo desternillados de la risa, a la vez que el solitario noble abandonaba con celeridad la taberna dando un portazo a su salida. El momento que tanto tiempo había estado esperando había llegado. Era el momento de actuar.
Durante muchos años, Amaj-Fou había permanecido oculto cambiando de identidades. Nadie en Arnemuq se había percatado de que este hombre llevaba cientos de años viviendo entre ellos. Su apariencia no era la de alguien mayor a unos cuarenta años, tenía canas asomando entre su espeso y enredado cabello oscuro, unos intensos ojos verdes y curtida piel cobriza. De poderosos hombros y en un evidente estado de forma física más característico en alguien veinte años más joven que él, se apresuró a ir a su residencia para recoger los enseres imprescindibles. Llenó dos alforjas y desplegó sobre sus hombros la gran capa negra de terciopelo bordada con hilo de plata y un falso escudo heráldico. A continuación, bajó por última vez aquella escalera de piedra pulida cerrando a su paso el grandioso portalón de entrada. Atrás quedaría otra falsa identidad; abandonó el alejado caserón donde había disfrutado de lujos y comodidades durante los últimos tres años.
El supuesto noble aristócrata subió de un ágil salto sobre su montura y partió cabalgando a hacia el lugar donde el relato ubicaba al druida humillado: el bosque de Dürk. Su sangre bullía ante aquel indicio. Años atrás, había sido testigo de diversos acontecimientos determinantes en la historia de Arnemuq. Sin embargo, se había comprometido a no interceder; debía mantener su rol de mero observador…, salvo que tuviera que ver con la aniquilación.
Durante las centurias que Amaj-Fou había vivido en aquel mundo, esta era la primera señal que indicaba una clara relación con el dramático acontecimiento. Mientras abandonaba aquel bullicioso pueblo portuario, sin mirar atrás, dejó escapar entre dientes una frase producto de sus pensamientos:
—Ha llegado el aniquilador alian… Todo parece indicar que temen la llegada inminente del tercer vuelo.

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