¿Qué es la felicidad? La pregunta se podría contestar de tantas millones de formas como personas habitamos en el planeta. Cada uno de nosotros tiene una calibración del nivel de esa felicidad en la que los elementos requeridos para alcanzarla son de muy distintas categorías.
Como ya he comentado en alguna ocasión -y si no lo hago hoy para los lectores de nueva incorporación- en mi día a día intento sacar algún rato para estar junto a mi madre. Desayunar con ella o compartir el telediario de las tres de la tarde suelen ser los momentos más comunes que pasamos juntos. En esos instantes disfruto de sus recuerdos, de cómo cuenta anécdotas, sucesos, de cómo describe familiares, personajes o lugares que en su momento convivieron con ella. Confieso que antes no memorizaba nada de lo que me hablaba, pero, de un tiempo a esta parte, intento quedarme con más detalles para en un futuro no perderlos en el olvido.
Pues en una de esas tertulias estábamos cuando me contó un detalle que viene muy al hilo del título de esta columna. La peluquera del barrio, la que la peina cada semana, es una mujer acomodada, de un nivel medio, sin lujos pero sin mayores apuros para llegar a final de mes. Tiene contratada en la peluquería a otra mujer, algo más mayor que ella, que la ayuda en las tareas propias del oficio. Fue esta última la que atendió a mi madre en su visita semanal y, hablando con ella, como se suele hablar en todas las peluquerías que conozco, surgió la anécdota. Ella sí es una mujer humilde, que sí llega apretada para ajustar sus cuentas mensuales, con dos hijas adolescentes que ayudan poco pero exigen más, separada y sin más ingreso que su trabajo. Viven en un pueblo del cinturón de Granada, en una casa muy normalita de la que está muy orgullosa pues “la ha conseguido con el sudor de su frente”. Como se puede uno imaginar, comodidades justitas y lujos ninguno, al revés, cada vez más apreturas.
Pues contaba la señora a mi
madre, una semana antes, que el sofá de su salón estaba hecho una pena, con las
maderas ya visibles, la tela rajada por diversas zonas, mantas colocadas para
hacerlo más confortable y alguna pata desvencijada. De casualidad había visto,
en un rastro de segunda mano, uno que le vendría que ni pintado para sustituir
al roto, con sus cojines mullidos, todas sus patas equilibradas, de una tela
suave y un color “como el que siempre me habría gustado tener”. Soñaba con
poder tenerlo y en eso se ilusionaba.
Tras pasar una semana, al ver
a mi madre entrar por la puerta del establecimiento, corrió en seguida a su
encuentro recordando su conversación anterior. Le contó que el primer paso para
hacerse con el ansiado sofá lo había dado en cuanto regresó a casa tras haber
hablado de ello, pues el ánimo y el optimismo que mi madre le transmitió la acabaron
de convencer para ir a “regatear” con el dueño del rastro. Así consiguió
ajustar el precio a lo que tenía ahorrado, pero como el transporte no estaba
incluido, tuvo que convencer a unos amigos de sus hijas para que echaran una
mano para llevarlo a casa y sacar el viejo fuera para su posterior recogida por
el servicio del ayuntamiento.
Narraba la señora, con todo
tipo de detalles, cómo para celebrarlo prepararon, alrededor del nuevo elemento
del salón, una merienda a base de pizzas en donde todos, ella, sus hijas y los
amigos colaboradores, pudieron comprobar lo cómodo y bonito que resultaba el
mueble, terminando el relato de la historia con un “estoy muy feliz con mi sofá
nuevo” que dejó un silencio en la sala de peluquería que resultó de lo más significativo.
Las sonrisas en las tres clientas, entre ellas mi madre, y las dos profesionales,
hacía ver que su alegría lo había sido también para el resto como un buen
inicio del día que todas agradecían.
La que ella consiguió es una
felicidad temporal, concreta, sin más complicaciones, pero felicidad. Buscar la
felicidad total, permanente, yo entiendo que es una quimera, un imposible. La
vida debe de tener, y tiene, muchos momentos amargos, unos más lógicos, otros
más inesperados, que empañan nuestro día a día, que nos abofetean por si nos
queríamos acomodar en exceso. Pero esos momentos más tristes suelen quedar en
un segundo plano cuando obtenemos nuestra cuota de felicidad cuando alcanzamos
pequeños logros.
Los matices de la felicidad
tienen un amplio arco en cada individuo. Lo que para una persona supone el
éxtasis para otra puede ser una rutina sin mayor importancia. Yo mismo soy muy
feliz en múltiples ocasiones con pequeños detalles, pequeñas cosas o con un
simple gesto. Una canción, un libro, una mirada, la risa arrancada a alguien
querido, el mismo sabor de un trago de cerveza, pasear de la mano o encontrar
ese rato que te permita simplemente cerrar los ojos y reflexionar. También
entiendo que haya gente que aspire a
encontrar la felicidad rodeado de Ferraris, en mansiones de lujo en enclaves
paradisíacos y con cuentas en el banco de más de seis ceros, pero eso no es la
realidad.
Debemos aprender a encontrar
ese “sofá”, o hacer por encontrarlo de vez en cuando, que nos permita con poca
cosa, valorando lo que nos rodea y esté a nuestro alcance, obtener nuestra
necesaria dosis de felicidad que sin duda satisfará el conjunto de nuestra
vida. No exijamos muchos matices, seamos más humildes por mucho status que
tengamos y con toda seguridad seremos mucho más felices.
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