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Mientras duren los monstruos

De los gritos que nos han dejado las arengas y las turbas, uno de los más monstruosos es aquel de «Viva la muerte», con su apoyatura desafinada, henchido de vehemencia, y que en boca de Millán Astray desembocaba en una amenaza de muerte a la intelectualidad. Además, su discurso furibundo brotaba de un cuerpo mitológico: el uniforme militar con la manga izquierda plana donde el brazo que faltaba, la cicatriz en la mejilla como queriendo abrirse para ver, la cojera y el ojo de cristal, que en tiempos de la Guerra Civil y en la última película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, es un parche, un monóculo oscurecido al que miran los temerosos como si miraran el rostro de Medusa.

Los monstruos que nos deja la historia están de sobra catalogados: Hitler, Stalin, Franco, algunos más. Sin embargo, sorprende ver la ternura con la que recuerdan a Hitler quienes se escondían con él en el búnker berlinés en 1945: le describirán como a un hombre educado que les trataba con total amabilidad, pero jamás como un monstruo. Cerca de aquel búnker, pocos días antes de morir, Hitler saludaba a unos niños que se cuadraban ante él, les reconfortaba: les daba, de alguna manera, cierto cobijo anímico en aquel Berlín asediado. El Franco genuflexo que reza es el mismo Franco que ambiciona el poder y lo conquista en una guerra tan absurda como innecesaria, el que firma partes y sentencias con las mismas manos que apoya en los hombros de su hija en las fotos de familia. En una entrañable foto familiar, Millán-Astray sujeta a su hija de año y medio con el brazo y la besa con ternura. Ningún monstruo tendría simpatizantes si no tuviera un rostro amable que mostrar, un rostro humano y magnético.

Nuestra percepción de la realidad guarda más relación con la conveniencia que con la propia realidad. Decía Nietzsche que el hombre no detesta tanto el embuste como sus consecuencias perniciosas -no las consecuencias perniciosas del embuste, sino las de la información que recibimos, sea verdadera o falsa-. ¿A quién que no vaya a sufrir las consecuencias le importa entonces la realidad? La promesa de los sublevados en 1936 de restablecer el orden se convierte pronto en una misión de exterminio. La voluntad de reconstruir la Alemania de principios de los años treinta se convierte en una misión de limpieza étnica. ¿Cómo se sostiene semejante cambio de discurso si no es sacralizándolo, apelando a la fe en un valor abstracto y superior que, en el fondo, pierde contacto con toda realidad? Para eso sirve la parafernalia, parcial o totalmente religiosa, del fascismo; para eso sirve la cuenca del ojo tuerto de Millán-Astray: el mito necesita de la oquedad y viceversa.

En Mientras dure la guerra, el monstruo Millán-Astray crece, aparece en la película como venido de ultratumba para guiar hacia la muerte a un ejército de legionarios ya-muertos. «Nada hay más hermoso que morir con honor». Ve uno la película y se olvida de que ese hombre es en realidad el actor Eduard Fernández. Se mueve amenazante por los escenarios de Salamanca, pero tras él se escurre un hombre de apariencia frágil: Francisco Franco está aguardando su momento, busca aliados, sortea obstáculos. Hay quien le toma por timorato, recibe burlas por su debilidad, su corta estatura, su voz aflautada: franquito, paca, marica. Mientras él teje una red de apoyos. La realidad supera al mito y pronto Franco consigue ser reconocido en su bando como Jefe de Estado.

Amenábar le retrata tembloroso, dubitativo: no es un monstruo, es humano.

Me acuerdo de lo que escribió Leonard Cohen sobre Eichmann: «¿Qué esperabais? ¿Espolones? ¿Enormes incisivos? ¿Saliva verde? ¿Locura?». Cuando no se usan correctamente las palabras se pierde el contacto con la realidad, cuando se utilizan nombres erróneos la verdad queda oculta en una maraña de palabras sin sentido. Una de las habilidades de la propaganda es la distorsión de la realidad a través de las palabras, retorcer los nombres para que terminen por significar lo contrario de lo que significaban en principio o por no significar nada: “viva la muerte”, “izquierda nacionalista” o “liberalismo económico” son, en esencia, términos vacíos que en esencia se contradicen a sí mismos. Calificativos como populista, fascista o, tristemente, democrático, se han utilizado en los últimos tiempos de formas tan diversas que cuesta trabajo distinguir lo que con certeza es populista, fascista o democrático.

Nos queda por suerte la mirada de Unamuno, tan confundido y a la vez tan preciso, tan mítico a su manera, tan capaz de dotar de significado a las palabras, de recuperar las preguntas por encima de las certezas. Quizás cometimos el mismo error al llamar monstruo a quien solo era un hombre capaz de actos monstruosos. Y ahora no sabemos distinguir con certeza qué hombre de hoy será capaz de las monstruosidades del mañana.

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