En el
cielo camina una leve mariposa, suave, sutil e irreverente. Escala las más
rectas paredes, sobrevuela los minúsculos lagos, recorre las dehesas[1]
cubiertas por los ababoles[2],
mira con descaro a las nubes. La mariposa, se acerca a una polvorienta ventana
para posarse en su alféizar mientras mira de soslayo[3]
a través de su quebrado vidrio. Dentro,
aturdido por el indómito calor veraniego, se puede observar a un señor. Los
años ya pasan macilentos[4]
por sus huesos y se posan sobre sus débiles canas. El caballero se encuentra
rodeado de un centenar de fotografías: unas están sobre un inmaculado aparador
frente a la butaca donde se encuentra sentado, otras permanecen colgadas en la
pared de la habitación donde se paró el pequeño insecto y otro montón, se
encuentran esturreadas sobre la mesa de camilla que acompaña el asiento de
madera del morador del habitáculo.
El
bello insecto busca la manera de acceder sin dañar su beldad[5].
Revolotea inquisidor, olvidando los peligros y deseosa de responder a su
instinto por conocer qué es todo aquello.
Accede
a la habitación. Ilumina con su limpia luz, la que hace un momento era una
apagada instancia que emanaba vapores de negra
existencia. Observa con agudeza a aquel anciano que balancea, balancea y
balancea su esquelético cuerpo, mientras sus ajadas neuronas trabajan a alta
velocidad para rememorarle recuerdos de otros tiempos en los que fue extraño en
todos los lugares por donde pasó. Recuerdos atraídos también por aquellas instantáneas
provocando que sus arrugados párpados empujen cristalinas gotas de su rocío.
Con sus huesudos pero fuertes dedos agarra una fotografía sin apenas arrugarla.
La mira y remira y la vuelve a mirar para observar, sin perder el más mínimo
detalle, personas a quienes conoció y que tuvo que abandonar en un frío día de
Diciembre de hace más de cuarenta años.
Con un
inmenso mar rodando por sus estriadas mejillas recuerda como vivía en la feliz
pobreza de su amorosa familia. Comían a duras penas, lo que podían recoger del campo y sin
remilgos ni pesares, porque aunque el hambre habitaba entre ellos al menos se
amaban como una familia.
Sus
dedos juguetean entre aquel centenar de instantes plasmados en papel y no por
azar toma la fotografía de unos niños que jugaban con un balón. Todos sus
movimientos van acompasados con el tic-tac de un reloj, el cual hay que buscar
minuciosamente en la habitación. Aquellos niños cree que eran sus hijos,
quienes ya se marcharon en busca de prosperidad. Pero a su octogenario cerebro,
las viejas postales, rememoraron aquel momento: él jugaba con sus hermanos
mayores sin balón, ellos corrían por entre el césped natural y el frescor del
campo. Se subían a los árboles, jugaban a recolectar con sus padres. Y,
desgraciadamente, jugaban a pasar necesidades diariamente.
Aquel
señor, allí sentado, repite la acción anterior. Deja la fotografía de los niños
y remueve al son del reloj las demás instantáneas de la mesa. Parece que no
encuentra la que busca. Sus manos tiemblan como las veloces alas de la mariposa
que en silencio observa el nerviosismo de este señor que admira.
La
mariposa no sabe que es lo que sucede. En su inconsciente aleteo se acerca a
este hombre sin que advierta su revoloteo. Se aproxima tanto que los alambres
de sus patas rozan el rocío que la tristeza provoca en él. El insecto nota su
dolor. Pálido por el sufrimiento, el inmaculado insecto se posa sobre una
imagen en el extremo de la mesa. El anciano, distraído, hace caso omiso a su
grácil vuelo y se fija, cariacontecido[6], en
un trozo de papel donde se asoma vaporosa una mujer. En su mente confunde, con
implacable e inimaginable dolor aquella belleza. Pero dos cascadas amargas
exhalan sus ojos, mientras pega aquella imagen a su corazón como si quisiera
traspasar su decrépita piel para guardar esta ajada y sepia instantánea. La
fotografía plasma una señora mayor de inigualables rasgos. Sus húmedos ojos la
miran fijamente deseando que salga de la imagen y le cante la nana que de
pequeño le susurraba al oído para que descansase plácidamente.
La
beldad de aquella inmaculada mariposa, al entender el amargo dolor de este
inigualable anciano, comienza a tornarse en opaca obscuridad de negrura. El
insecto le mira, esperando su mirada de vuelta, como si intentase darle a su
ajado corazón un halo de esperanza. Pero el caballero no la mira, solo llora
amargamente por el tiempo pasado.
Otro
recuerdo, otra fotografía, pero esta vez brota una agradable sonrisa. Esta
nueva instantánea rememora en su cansado cerebro un agradable instante de su
vida: el primer día que entró en Europa. Aunque su alegría por la hazaña
conseguida se torna en desagradablemente tristeza por todo lo dejado. El señor
creyó que esto sería la liberación para su familia, pero fue la cárcel para él
durante un lustro de su ajetreada existencia. Pasó un centenar de penurias,
recibió vejaciones, faltas continuas de respeto, el insulto fácil del
desconocedor de su existencia, el beneplácito falso de aquellos que se creen
defensores de lo desconocido sin saber que la pérdida había sido mayor que la
ganancia. Caen en la cuenta de todos los que desaparecieron de su vida para el
mejorar la suya, sus tradiciones que dejó abandonadas en su cuna, sus
familiares a los que ya nunca volvió a ver y que murieron igual que vivieron, en
la más absoluta pobreza. Tanto recordar aquellos momentos infructuosos, tanto
ver imágenes que su cerebro había escondido, tanto pensar en las cosas que
desaparecieron de su vida por “mejorar” le habían hecho perder sus raíces.
Sus
ojos no pueden crear más lágrimas para exhalar tanto dolor. Su rocío que ya no
pasea, sino que corre por sus arrugadas mejillas no sabe reflejar el inmenso
malestar que su corazón rememora: los insultos por todos los países por los que
marchó, el miedo a que una banda de degenerados pudieran darle una paliza en
cualquier momento provocando innumerables noches de vigilia y pesadillas, los
días pasando hambre en la calle sin compañía para hacer menos amarga la espera…
No cree poder superar estos recuerdos, se apodera del octogenario un implacable
dolor que piensa que puede llevar a fin su ya decrépita existencia.
De
pronto suenan unos suaves golpecitos en la puerta de la habitación. La mariposa
vuela hacia la ventana y esta vez es seguida por las pupilas del caballero que
atónito no puede resistir fijarse en tan bello insecto. Los golpes se repiten
seguidos de una almibarada voz que le espeta: “¿Estás ahí?”. El hombre aparta
la mirada y mira el pomo de la puerta fijamente, mientras el alado insecto
observa desde fuera de la ventana. El pomo se gira lentamente, como si no
quisiese hacerlo. La puerta se abre levemente y una cabeza se asoma. Al verle
allí se le acerca, le coge la mano para robarle la última instantánea que había
cogido y le entrega otra. Mientras el señor la mira ella deja la imagen
anterior sobre la mesa colmada de otras muchas fotografías. Su esposa,
mirándole serena a los ojos, le pregunta:
—¿Conoces
a estos niños?
—¿Tengo
que conocerlos? —pregunta despistado.
—¡Claro!
Son tus nietos y están esperando para felicitarte por tu cumpleaños —.Le
advirtió su esposa.
Sin
más preguntas ni palabras, sin más miradas ni reproches, nuestro protagonista
se levanta de aquel sillón viejo de madera, se agarra al brazo de su mujer,
enjuga su llanto amargo y esboza la mayor de sus sonrisas. Siempre le había
pasado lo mismo desde el día que la conoció, cada vez que su dulce voz le decía
cualquier cosa, él sin pensarlo y lleno de candoroso sentimiento dejaba todo y
la seguía embobado y feliz.
[1] Dehesa: Gral. Tierra
generalmente acotada, llana, rica en pasto y, por lo general, con población de
encinas o alcornoques.
[2] Ababoles: Planta herbácea de tallo erecto, flores
grandes y semilla negruzca.
[3] Soslayo:
- loc. adv. Oblicuamente.
- loc.
adv. De costado y perfilando bien el cuerpo para pasar por alguna estrechura. - loc.
adv. De largo, de pasada o por cima, para esquivar una dificultad.
[4] Macilentos: adj. Flaco y descolorido.
[5]Beldad: f. cult. Belleza o hermosura, especialmente la de las personas y más particularmente la de la mujer.
[6] Cariacontecido: adj. coloq. Que muestra en el semblante pena, turbación o sobresalto.
Imagen de Adina Voicu en Pixabay
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