Yo, para mi mal, sé de muchos, muchos, muchos de mis congéneres (que se las dan de duchos, de lo más puestos, vanguardistas y punteros, y que tanto presumen los muy soberbios de melómanos) que no soportan ni una sola nota, una, la música culta, que (nunca mejor dicho) les suena a algo rancio y viejo, trasnochado y de lo más aburrido, sesudo y cargante, cuando ni siquiera se paran a escucharla porque, en realidad –así se lo entiendo yo–, no saben hacerlo; ellos están tan infantilmente acostumbrados a subirse a la machacona locomotora del repetitivo y percusivo ritmo que (ahí se las den todas) no saben sobrevivir si se prescinde de tal, de su tan manida predictibilidad, de su facilón marcaje. Para tales, la música es más runrún o sintonía que música en sí, que son cosas muy distintas.
Yo ya va a hacer
dieciséis años que, descubriendo la ópera, decidí aventurarme en el
conocimiento en profundidad de la música culta; en un principio me interesaba
mucho conocer la que se hizo en el siglo XX, en tanto yo, tenía esa cultura, ya
conocía los más afamados hits de los más grandes de entre los grandes (Vivaldi,
Bach, Handel, Purcell, Mozart, Beethoven, Schubert… y poco más) e ignoraba
por qué derroteros iba ésta. La culpa de mi iniciación en la ópera la tuvo el
tema de Verdi titulado D’amor sull’ali rosee a cargo de María Callas, no
se me olvidará nunca, pues dicha pieza fue la que realmente supo decirme
«cuate, aquí hay mucho tomate».
La sensación que me
da cuando veo como desprecian los modernos la música culta es la de que la
reducen a la ecuación de estar compuesta por viejos carcamales, cuando se da el
natural hecho de que tales también fueron jóvenes en las épocas en que les tocó
vivir y que, a pesar de citarse en nuestro pasado, fueron mucho más
visionarios, rompedores y ambiciosos que el común de nuestros cacofónicos días,
en tanto se les dio el caso de que, a tenor de la tan escasa tecnología de sus
días, sus ejercicios debían ser más autosuficientes y completos y menos
suplidos que lo que hoy se hace y tanto se adorna y complementa con otros
recursos que se comprenden fuera de lo estrictamente musical (véanse, por
ejemplo, toda la parafernalia que cubren los videoclips), a fin de distraer su
pobreza y sus carencias. Aparte de que nada o poco tienen que ver los
compositores con los tarareadores, que son quienes más suelen triunfar en
nuestros días con sus tan pegadizos como vulgares temas tan amantes de las
poses y el snobismo, que no de la substancia.
Desde que descubrí
la ópera me propuse conocer de primera mano a los más grandes compositores y
más elaboradas piezas que, a lo largo de los tiempos, se hubiesen citado en
nuestro planeta; es decir, me propuse evolucionar en sus conocimientos, y lo
cierto es que puedo jactarme de haberlo conseguido, ya que tengo en mi haber y
muy escuchadas las obras integrales de los más grandes (Bach, Handel, Mozart,
Beethoven, Schubert, Wagner, Chopin, y Grieg), amén de una discoteca con más de
ochocientas referencias de los más principales sellos de música culta (Naxos,
Deutsche Grammophon, Brilliant, Decca, Emi, Philips y otros). Aparte de todo
ello, ya les he hablado en un artículo anterior de la ciberenciclopedia de
música clásica que me construí a fin de mejor aleccionarme. También dispongo de
enlaces y programas que recogen las principales radios de música culta. De
manera que estoy de lo más surtido.
Siempre que escribo lo hago bajo el paraguas de la audición de música clásica, bien conocida o no, de manera que durante tal ejercicio mato dos pájaros de un solo tiro; y es que a mí me satisface mucho aprovechar a tope este tiempo de mi mortal y única vida, y me da mucha grima dilapidarlo con fruslerías o propuestas de poca monta; lo cual no quita que, en otros momentos y en mis melómanos afanes, también me interese por otras músicas, aunque no con el mismo entusiasmo ni equivalente remuneración.
Me he tirado toda
la última década viviendo como un ermitaño, encerrado en mi pequeño pueblo y
dedicado a los cuidados de mi anciana madre y mi joven perro lobo, que he
sabido compaginar con mi profesión de literato y mi devoción por la música, y,
al fallecer mi madre. hace ya cosa de año y medio, y verme liberado de las
siempre amorosas y cotidianas atenciones que le prestaba, he vuelto a abrirme,
muy paulatinamente, a mis relaciones con
el mundo en la provinciana y muy cercana ciudad de Cáceres, y me he
llevado la ingrata y fría sorpresa de testar que la mayoría de mis
contemporáneos, en lugar de evolucionar musicalmente, se han vuelto nostálgicos
de las tonadas de las décadas de los ochenta y los noventa, y siguen siendo
rehenes de Radio 3 y ciertos programas de Radio Extremadura que parecen ser más
de sus antípodas, musicalmente hablando; con lo que he corroborado que apenas
si se han enriquecido sus criterios y hasta, acérrimamente, los han
infantilizado.
Tras beberme los
grandes nombres y las más insignes obras (que no vamos a enumerar porque si no
no terminaríamos nunca), decidí interesarme por aquéllos y aquéllas que, en sus
fulgores, habían sido sombreados por los/as primeros/as. Me ayudó y animó mucho
el programa de Radio Clásica conducido por Juan Manuel Viana y titulado «Los
raros», cuyos podcasts están todos almacenados en mi tan prodigiosa
computadora, y también los sellos discográficos Naxos y Brilliant, amén de mi
ciberenciclopedia, a la que, para mi mejor orientación, añadí una sección de
clasificación cronológica por nacionalidades.
Descubriría así
infinidad de nombres y de piezas que vendrían a enriquecer sobremanera mi
elenco y mi tan sediento cerebro y mi
tan agradecida alma; de modo que hoy, a pesar de mi carencia de formación
académica, soy todo un oyente de lujo y de lo más versado.
Recuerdo muchas
cosas, nombres y referencias, muchos hitos, y todo se lo debo a mi empeño y
tesón por hacerme a mi manera con toda una cátedra en lo referido al
conocimiento y disfrute de la música, ese lenguaje universal que tan bien sabe
amar y anhelar la mente humana. Mi fervor y mi culto a tales respectos
solamente caben compararse con mi amor por la panificación, la literatura y la
poesía, que son tres artes que sí que profeso, en tanto me ha sido dada la fortuna
de haber adquirido los lenguajes precisos para desempeñarlas. Mi gran
frustración es precisamente la de no saber leer, y sobre todo, escribir,
solfeo. Si yo conociese dicho lenguaje no digo que sería más feliz, pero sí que
mi expresión personal sería mucho más completa; claro que de poder ejercerlo no
habría podido haber desarrollado la literatura hasta los confines en que la he
llevado y llevo.
Decía el tan
visionario maestro Ludwig van que debería existir un lugar en el mundo en el
que los artistas pudieren depositar sus obras para que el público pudiere
acceder a la contemplación y saboreamiento de las mismas; hoy ese lugar se
llama Internet y yo agradezco infinitamente haber nacido en este fascinante
tiempo que me ha tocado vivir. Mi meta en esta vida es la de poder vivirla en
todas sus plenitudes sin hacer daño ni someter a nadie, y tal facultad me la
procuran la contemplación y el ejercio del arte –que profeso desde la
escritura– y las afortunadas relaciones humanas de altura (y cuando declaro esto
no me refiero tanto a las capacidades o destrezas mentales, sino al buen
corazón y proceder de las personas, cualesquieras que sean sus peculiaridades y
condiciones).
Mi maestría en la
panificación y el ejercicio de la escritura literaria, unidas a mi devoción por
la música culta y mi peculiar condición (que no enfermedad) de bipolar, me han
convertido –yo lo palpo a diario– en una especie de exótico personaje o rara
avis; y esto no siempre lo considero favorable para mi, pues el común, de
cuanto flipa conmigo y mis galanterías y afectaciones, tiende a situarme (y
ello me parece todo un exceso de muy mal gusto y poca educación) como en
vitrina para mejor contemplarme por aquí y allá, y eso que sé ser muy
campechano y bien avenido si no se me tocan las bolas; mas a mí, desde mis tan
privilegiadas atalayas, todo ello me hace sentirme como una especie de Einstein
que viviere en los tiempos de Copérnico, en tanto, con una pasmosa facilidad,
se me tiende a tildar de excéntrico y hasta de tarado o trastornado. Yo, a los
más cercanos, suelo decirles «sí, yo soy bipolar, sí; mas en cuanto a ti, que
de tanto te las das, lo único que ocurre es que a lo tuyo aún no se le ha
puesto nombre», porque entiendo que aquí nadie estamos libres de pecado y todos
cojeamos de ésta o aquélla pata, y no hay nadie que se libre de no estar por
entero en sus cabales o de tener ésta o esotra pedrada. Y es muy humano no ser
perfecto, y ya nos precisó Cervantes que «nada nos engaña más que nuestro
propio juicio».
De la misma forma
que me interesaba conocer a los compositores y sus obras, también cantantes,
orquestas, directores de las mismas e instrumentistas llegaron a desatar todo
mi interés y, por ejemplo, recuerdo perfectamente los días en que descubrí a
Kirsten Flagstad, para mí la mejor voz femenina de cuantas he escuchado, y a
quien se la conoció como «el cisne de
Hamar», a Jessye Norman (recientemente fallecida), a la propia María Callas o a
Astrid Varnay y Elisabeth Schwarzkopf; en tanto me pirran las voces femeninas
como nada en el mundo, con perdón de Hannu Jurmu, que es mi tenor favorito, y
de Boris Gmyrya a lomos de las canciones amorosas persas de Anton Rubinstein.
Luego me interesé mucho por las corales, que en los países nórdicos gozan de
muy especial devoción, y como vacío reseñaré que jamás me entró la zarzuela,
quizás por lo torpe y zote que soy para seguir y quedarme con las letras en
general de las canciones.
Solamente he podido
asistir en mi vida a dos sesiones de ópera, la primera fue Madame Butterfly,
de Giacomo Puccini, en el Gran Teatro de Cáceres, y la segunda El holandés
errante, de Richard Wagner, en la representación que se efectuó en el Liceo
de Barcelona en 2017.
La música culta del
siglo XX me ha sorprendido gratamente por sus muchas excentricidades y audaces
propuestas así como la del Nuevo Milenio. ¡Viva y viva y viva La Música! ¡Loor
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