PRÓLOGO
Madrid. 10 de marzo de 1766.
Caía la noche en la ciudad de Madrid. Félix paseaba con su esposa por las calles de la recién remodelada ciudad. Acababan de encenderse las farolas. La iluminación de las calles también era algo novedoso, un intento de acercar España a la luminosa Europa de la Ilustración.
Félix observó que precisamente en una farola alguien había colocado un cartel. Miró alrededor. No era ése el único que había. Todas las paredes de las casas estaban igualmente empapeladas por lo que parecían ser edictos reales.
Soltó con delicadeza a su mujer, que paseaba asida de su brazo, y se aproximó hacia un cartel para leer su contenido. Tras estudiarlo detenidamente, miró a ambos lados de la calle para asegurarse de que nadie le observaba y arrancó el papel de un solo movimiento. Lo dobló, guardándolo en el bolsillo de su capa.
–Vamos, Manuela. Te acompañaré a casa. Tengo que ir un momento a la taberna. Me esperan allí unos compañeros –le dijo a su mujer, pasándole el brazo por encima de los hombros.
–¿Qué es lo que has cogido de la farola, Félix? ¿Es algo importante? –le preguntó Manuela a su marido.
–No, Manuela, tranquila. Una prohibición que afecta al vestuario de los hombres. Prohíben el uso de la capa española y el sombrero de ala ancha.
–¿Qué le molestará a la realeza la forma de vestir del pueblo llano? –Manuela se encogió de hombros.
Félix dejó en casa a su mujer y se dirigió a paso rápido hacia la taberna. Allí se hallaban sus amigos, bebiendo vino y jugando a los naipes. Sin mediar palabra, Félix desdobló el papel que portaba en el bolsillo y lo puso sobre la mesa.
–¿Qué es eso? –le interpeló uno de los jugadores.
–Léelo, a ver qué te parece.
El sujeto en cuestión, de nombre Javier, de unos dieciocho años de edad, leyó en voz alta el contenido del edicto:
«Mando, que ninguna persona, de qualquier calidad, condicion y estado que sea, pueda usar en ningun parage, sitio ni arrabal de esta Corte y Reales Sitios, ni en sus paseos ó campos fuera de su cerca, del trage de capa larga y sombrero redondo para el embozo; pues quiero y mando, que toda la gente civil, y de alguna clase, en que se entienden todos los que viven de sus rentas y haciendas, ó de salarios de sus empleos, ó exercicios honoríficos y otros semejantes, y sus domésticos y criados que no traigan librea de las que se usan, usen precisamente de capa corta (que á lo ménos le falte una quarta para llegar al suelo), ó de redingot ó capingot, y de peluquin ó pelo propio, y sombrero de tres picos, de forma que de ningun modo vayan embozados, ni oculten el rostro; baxo de la pena por la primera vez de seis ducados, ó doce dias de cárcel, y por la segunda doce ducados, ó veinte y quatro dias de cárcel.»
–¿Pero qué diablos es esto? Nos suben el precio del pan, del aceite, del carbón, del tocino, nos prohíben el juego, y ahora nos imponen la forma en que tenemos que vestir, prohibiendo el sombrero de ala ancha y la capa larga. ¡Claro! ¡Es que no estamos a la moda europea! Al ministro extranjero no le gusta nuestro atuendo. ¡Pues que se vaya de nuevo a Nápoles!
El joven se levantó de su silla, furioso. Todos los clientes de la taberna habían dejado de hablar para prestar atención en la lectura del edicto. Imitando al joven, se levantaron de sus asientos y se dirigieron hacia la calle, donde fueron arrancando los bandos uno por uno.
Durante los siguientes días, la historia se repitió en varias zonas de la ciudad. Los madrileños arrancaban los bandos, y en su lugar pegaban pasquines injuriando a Esquilache. Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, ya había sido ministro a las órdenes del monarca cuando éste era el Rey de Nápoles, donde había gobernado como Carlos VII. Con el nombramiento de Carlos III como Rey de España, Esquilache formó parte del grupo de administradores italianos que pasaron a la Península Ibérica. Fue nombrado Secretario de Hacienda y desempeñó también la Secretaría de Guerra. Esquilache no caía bien al pueblo español, el cual se aferraba a lo que defendía como su cultura y tradición. Los españoles no aceptaban cambios traídos del extranjero, donde comenzaba a tomar auge el movimiento de la Ilustración.
Madrid. 23 de marzo de 1766. Domingo de Ramos.
Tras la misa del Domingo de Ramos, Félix y su mujer regresaron a su hogar. No habían tenido hijos todavía, aunque ambos lo deseaban ardientemente. Durante la comida, Félix le anunció a su mujer:
–Manuela, he quedado en la taberna. Va a haber una protesta en la plazuela de Antón Martín, y voy a participar.
–A mí también me gustaría participar, Félix. ¿Puedo acompañarte? Yo también deseo que se oiga mi voz. Prácticamente ya no puedo pagar ni la comida. Nos están asfixiando.
Cuando terminaron de comer, ambos salieron juntos de casa para acudir a la convocatoria de la manifestación programada para ese día.
A las cuatro de la tarde, Félix y Javier paseaban provocativamente vestidos con las prendas prohibidas por la plazuela de Antón Martín.
–¡Alto! –exclamaron unos soldados del rey que estaban apostados en un cuartelillo sito en la misma plaza–. ¡Deténganse! ¡No está permitido portar esa vestimenta!
–¡No nos da la gana! –contestó irreverente Félix.
–No me replique. Voy a tener que detenerles.
–¡Ustedes no son soldados del rey, son bufones al servicio del ministro extranjero! –increpó a los soldados Félix.
Ante esta provocación, uno de los soldados se dirigió hacia los dos hombres con el objetivo de detenerlos. En ese momento, Félix sacó una espada y lanzó un silbido. A esta señal apareció en la plaza una gran muchedumbre, alrededor de dos mil manifestantes, ante lo cual los soldados huyeron despavoridos. Los amotinados asaltaron el cuartelillo, que había quedado abandonado cuando los soldados huyeron, y se apoderaron de fusiles y sables. Una vez armados, se dirigieron hacia la Plaza Mayor, insultando al ministro Esquilache, el extranjero que había ocasionado la subida en el precio de los alimentos, y ahora les obligaba a ceñirse a la moda europea.
La turba estaba cada vez más animada. Los manifestantes consiguieron romper las cuatro mil cuatrocientas ocho farolas que habían sido instaladas en la ciudad de Madrid. Los amotinados se dividieron entonces. Algunos saquearon la mansión del marqués de Esquilache, la llamada Casa de las Siete Chimeneas, y no dudaron en apuñalar a un servidor del ministro extranjero. Otros atacaron los palacios de otros dos ministros italianos, Grimaldi y Sabatini. El odio hacia todo lo extranjero se había instalado en la sangre de los madrileños, y estaban dispuestos a defender lo que consideraban la esencia española a capa y espada, oponiéndose al movimiento ilustrado que llegaba desde el exterior.
Madrid. 24 de marzo de 1766. Lunes Santo.
Tras una noche de disturbios en la Plaza Mayor, al día siguiente, festividad de Lunes Santo, una muchedumbre que había crecido en número y en confianza se reunió de nuevo para decidir qué hacer. Félix y Manuela acudieron temprano. Allí recibieron la noticia de que Esquilache se encontraba en Palacio con el Rey. Los manifestantes marcharon de forma decidida, con el objetivo de presentar sus reclamaciones al monarca.
–¿Seguro que quieres venir, mujer? –le preguntó Félix a Manuela–. No hace falta que me acompañes. Como ves, no voy solo –añadió con una media sonrisa.
–Félix, quiero estar contigo. Quiero participar.
Félix tomó la mano de Manuela, y ambos se introdujeron entre el gentío.
Cuando llegaron al Arco de la Armería de Palacio, pudieron ver que estaba defendido tanto por tropas españolas como por la extranjera Guardia Valona.
Félix y Manuela avanzaron entre la muchedumbre hasta alcanzar la primera fila. Por doquier se escuchaba vociferar a la multitud, coreando insultos contra los valones y contra Esquilache. Ante las continuas provocaciones, la Guardia Valona se preparó para atacar. Prepararon los fusiles, y abrieron fuego.
Félix intentó proteger con su cuerpo a Manuela, pero no consiguió anticiparse al disparo, que fue directo a la cabeza de su mujer, atravesándole el cráneo.
–¡Manuela! –el lamento pudo oírse claramente, incluso a través del ensordecedor disparo de armas y gritos de la muchedumbre.
La muerte de la mujer enfureció todavía más a los amotinados. La Guardia Valona continuó disparando, matando a otros nueve manifestantes y causando numerosos heridos. La turbamulta se abalanzó entonces sobre los guardias, sedienta de sangre. Diez guardias valones quedaron despedazados en el suelo, y por doquier se amontonaban los heridos.
Entre los manifestantes, un cura logró captar la atención de la muchedumbre, ofreciéndose a actuar como representante popular. Todos juntos redactaron una serie de peticiones. Las exigencias populares eran:
- Esquilache y toda su familia debían abandonar España.
- El gobierno español debía ser ocupado por ministros españoles.
- Disolución de la Guardia Valona.
- Reducción del precio de los productos básicos.
- Desaparición de la Junta de Abastos.
- Los soldados debían retirarse a sus cuarteles.
- Debía permitirse el uso de la capa larga y del sombrero de ala ancha.
- Su Majestad debía salir a la vista de todos para que pudieran escuchar por boca suya la palabra de cumplir y satisfacer las peticiones.
El sacerdote logró llegar hasta Carlos III, entregándole la carta. Obligaban al monarca a acceder a la petición. En caso contrario, atacarían el Palacio. Carlos III accedió y Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, fue destituido y obligado a irse de España. Éste, a propósito del pueblo de Madrid, escribió:
«Soy el único ministro que he pensado en su bien: he limpiado la ciudad, la he pavimentado, he hecho paseos, he mantenido la abundancia durante años de carestía. Merecía una estatua, y me han tratado indignamente.»
Aranjuez. Abril de 1766.
Tras los incidentes de los días anteriores, el Rey se encontraba en Aranjuez, donde se había refugiado con su familia y sus ministros.
Unos días después de su llegada, mandó llamar a sus consejeros de máxima confianza para tratar sobre la crisis que se acababa de producir. El monarca no quería olvidar el tema. Quería saber quiénes habían sido los culpables de los disturbios. Estaba ofendido y se sentía humillado. No quería que el acto quedara impune.
En las dependencias del Palacio se reunieron los obispos de Tarazona, Albarracín y Orihuela, y los arzobispos de Zaragoza y Burgos, el presidente del Consejo de la Mesta Pedro Rodríguez de Campomanes, el conde de Aranda y el abogado Moñino. Una vez todos reunidos, el monarca Carlos III comenzó a hablar:
–Les agradezco mucho su asistencia a esta reunión. Es un tema importante el que quiero tratar con ustedes. De todos es sabido el agravio al que me ha sometido el pueblo de Madrid, y tengo serias dudas de que solo haya sido un simple alboroto de plazuela.
–Hace bien en tener sospechas, Majestad. Particularmente opino que el pueblo ha hecho lo que otros más poderosos han ideado. La gente baja que se ha manifestado ha sido el instrumento de personas de otra clase social, más hábil, que ha sabido manejarlos a su antojo.
–¿Y, ustedes, quiénes opinan que puedan estar detrás de todo esto?
–Sería conveniente realizar una investigación, Majestad, pero es la Iglesia la que sin duda manipula el espíritu del pueblo.
–¡Pero nosotros no hemos sido! ¡Nada más contrario a nuestra voluntad que oponernos a la figura del Rey! –se defendió el arzobispo de Burgos.
–Bueno, particularmente me inclino a sospechar más de una rama de la Iglesia, que parece estar podrida. Mi modesta opinión es que los jesuitas se han visto implicados en este turbio asunto. Les recuerdo que la Orden ya ha sido expulsada de Portugal en 1759 y más recientemente también de Francia en 1764. Además, los jesuitas defienden la teoría del regicidio, y esto entraña un terrible riesgo para su persona, Majestad. Ellos han declarado que solo obedecen al Papa, y que si el gobierno no actúa en concordancia con la consecución de los intereses de la Iglesia, intervendrán para deponer al rey, aunque sea de forma violenta. Se consideran incluso con el derecho a matarlo. Parece más que claro que han sido ellos los instigadores del motín. Desde luego, el reformismo ilustrado que queremos para España no les beneficia en absoluto, pues son contrarios a todas las ideas de la Ilustración. Además, ellos parece ser que intentan conseguir poder en todas partes. Aquí se encargan de la enseñanza, donde inculcan sus doctrinas, y también en las Indias ya se empieza a hablar del denominado «Estado Jesuítico del Paraguay», pues ellos se han hecho allí los amos de las tierras, fundando lo que llaman reducciones, que les permiten seguir acumulando riquezas. Tienen a todos los indios trabajando para ellos. Según se comenta, guardan el oro dentro de las estatuas de las iglesias para que nadie sepa que lo tienen y así evitar pagar los tributos –añadió el conde de Aranda.
–Está bien. Formen ustedes un Consejo General Extraordinario que se encargue de la investigación. Nombro al conde de Aranda y a Rodríguez de Campomanes los máximos responsables. Que Dios guíe sus pasos para encontrar pronto a los culpables.
Unos meses después, el Consejo Extraordinario acusó al padre jesuita Isidoro López de haber sido el inspirador del motín apoyado por el marqués de la Ensenada, que deseaba optar a ser el sustituto de Esquilache. En calidad de cómplices, se procesaron tres personas más: Miguel Antonio de la Gándara, Lorenzo Hermoso de Mendoza y el marqués de Valdeflores, este último por su activa labor como escritor y difusor de los pasquines utilizados en el motín para ridiculizar al ministro extranjero.
Y comenzó a forjarse el odio hacia la hasta entonces polémica Compañía de Jesús.
CAPÍTULO 1
Reducción Santísima Trinidad del Paraná. Abril 1766.
Todavía no había amanecido cuando por fin se escuchó el llanto.
El padre Enrique elevó la mirada y la fijó en la puerta de la habitación que permanecía cerrada delante de él. Aunque en principio el parto se presentaba fácil, como médico que era sabía que algunas veces podían presentarse complicaciones. Era por ello por lo que había preferido pasar esa noche en la vivienda destinada a los indios.
La puerta se entreabrió entonces y tras ella apareció una mujer de mediana edad.
–Todo ha ido bien, padre Enrique –le dijo la india en idioma guaraní–. Es una niña. ¿Desea verla ahora?
–No, gracias. Ahora necesitáis tranquilidad. Falta poco para que amanezca. Con las primeras luces del alba avisaré al padre de la niña y a vuestro chamán. Me alegra que todo haya ido según lo esperado. Has hecho un buen trabajo.
Tras despedirse del sacerdote, la partera cerró la puerta y se dirigió hacia el lugar en el que se encontraban el bebé y la parturienta.
–Se le ve una niña muy sana. Y es preciosa –le dijo a la madre.
Ciertamente lo era. En ella se reflejaban todos los rasgos guaraníes: rostro ovalado, abundante pelo oscuro, naricilla pequeña y unos ojos negros y rasgados que ya comenzaba a entreabrir.
La joven madre colocó en su pecho al bebé, que inmediatamente comenzó a mamar.
La observó orgullosa. Era su primera hija.
Tal y como había prometido, al amanecer el padre Enrique entró en la habitación donde descansaban madre e hija. Le acompañaban un joven indio y un anciano que vestía únicamente un taparrabos. Su piel, no obstante, había sido decorada con pinturas rojas y negras, y lucía bonitos adornos consistentes en plumas en cabeza, brazos y tobillos, así como un ancho collar que le rodeaba el cuello y bajaba hasta el pecho, formado por huesos y dientes de animales. En su mano portaba un mbarake, maraca hecha del fruto Hyakua, con mango de caña y semillas secas por dentro que producían sonido. Eran consideradas maracas sagradas. Los chamanes, al sacudirlas, escuchaban e interpretaban su lenguaje sobrenatural.
El padre Enrique era consciente de que esta práctica guaraní no sería del agrado de la mayoría de sus superiores, católicos más conservadores, pero siempre había pensado que el religioso misionero tenía que tener clara su fe pero abierta su mente, pues convivía con culturas muy distintas a la suya. Debía intentar enriquecerse con ellas, y no negarlas sistemáticamente solo por ser diferentes. Además, consideraba que esta práctica suya no contradecía en absoluto ninguna de las instrucciones del fundador de las Misiones, Diego de Torres, que pedía a los misioneros que respetaran los usos y costumbres de los indios en la medida de lo posible, garantizando así su dignidad.
Asimismo, el padre Enrique conocía la importancia que para el indio guaraní tenía el hecho de dotar al niño de un nombre. Para los guaraníes, en el nombre radicaba la esencia de una persona, su alma, su historia y su destino. Incumbía al chamán realizar todos los esfuerzos posibles para obtener que el dios tutelar del niño revelara su verdadero nombre.
Eso sí, tras este rito guaraní y transcurridos los días necesarios para que madre y niño se recuperaran del parto, tendría lugar un bautizo según la religión católica, donde se le daría un nuevo nombre al niño, esta vez cristiano, que si bien no sustituiría al nombre original, sería el utilizado a partir de entonces en la comunidad de la que sería nuevo miembro.
El chamán bautizador de criaturas se aproximó al lecho donde descansaba la madre, que sujetaba en brazos a su bebé. Tras sacudir varias veces el mbarake, lo sujetó hábilmente entre los dedos de la mano izquierda, y con la misma mano tomó de una mesa el ykarairyru, recipiente con agua bendita preparada por las mujeres guaraníes a través de la maceración de la corteza de cedro. Al lado del ykarairyru y en la misma mesa descansaba también un hisopo de plumas, que el chamán tomó esta vez con su mano derecha y, ritualmente, introdujo el hisopo en el agua bendita y fue salpicando al bautizado de pies a cabeza mientras le revelaba a la madre el nombre de su hija.
–»Ibite». Ése es su Nombre de la Selva. El sagrado nombre de su Palabra-Alma. Significa «de otra tierra». Su nombre predice un destino viajero.
Empezaba a llover cuando comenzaron a repiquetear las campanas de la iglesia, llamando a misa de la tarde. Gabriel se asomó a la ventana de la vivienda que compartía con varios de sus familiares y tras comprobar el estado del cielo llegó a la conclusión de que pronto llovería con mayor intensidad.
–Vamos, Isabel. Si nos damos prisa en salir, llegaremos a la iglesia antes de que empiece la tormenta.
Isabel tomó a su hija en brazos, arropándola con una manta. Sonrió a su marido, que estaba colocándose encima de su camisa de algodón el poncho reservado para las fiestas y ocasiones especiales. Isabel se alisó asimismo su camisa y abandonaron la casa, cerrando la puerta tras ellos.
Los familiares con los cuales compartían el hogar ya habían salido previamente, ya que habían estado participando en las tareas de preparación de la ceremonia.
Gabriel e Isabel caminaron por debajo del pórtico que se extendía a lo largo de toda la fachada, proyectado en el frente de cada casa, agradecidos por poder atravesar así la distancia que les separaba de la iglesia sin necesidad de mojarse. Al llegar al final del pasillo bordearon el patio de la casa de los Padres, esta vez ya bajo la lluvia, y llegaron a la puerta de la iglesia justo cuando las campanas dejaban de voltear.
Isabel alzó la mirada y sintió emoción al verse ante tan majestuoso edificio. De estilo barroco, la iglesia era reflejo de un nuevo arte mestizo jesuítico-guaraní. El barroco hispano había incorporado elementos propios de la vida indígena, creando una nueva expresión artística que resultaba impactante para los que venidos de España visitaban las Misiones por primera vez.
Isabel sujetó fuertemente a su bebé con su brazo izquierdo, y con la mano derecha rodeó el brazo de su marido, disponiéndose a entrar en la iglesia, que era ahora el símbolo de su cristiandad.
El interior del edificio estaba oscuro, pero sus ojos pronto se acostumbraron a la falta de luz. Diversos candiles alumbraban tenuemente la estancia. Tanto los bancos donde descansaba la gente como el altar, estaban bellamente decorados con flores blancas. Rápidamente el joven matrimonio pasó a ocupar el puesto que les tenían reservado en los bancos más cercanos al altar.
Cuando los vio entrar, el padre Enrique se aproximó a ellos.
–Bienvenidos a la casa del Señor. Hoy es un día muy importante en la vida de vuestra hija –les dijo el misionero en lengua castellana.
Aunque con la mayoría de los indios los sacerdotes hablaban el idioma guaraní, había algunos que habían demostrado un especial interés en aprender español. Tal era el caso de Gabriel e Isabel. Pese a que en la escuela impartían la asignatura, el aprendizaje del idioma español no era obligatorio. Solo lo era en el caso de los hijos de los caciques, a los cuales, debido a su linaje, se les impartían asignaturas más cultas y de mayor dificultad, como era el caso también del latín.
Para la joven pareja, no obstante, aprender español no había revestido mucha dificultad. Ambos habían nacido allí, en la reducción jesuítica. Gabriel acababa de cumplir los veinte años, mientras que Isabel contaba con dieciséis.
Nacidos ya lejos de la selva de la que eran originarios los indios guaraníes, Gabriel e Isabel habían entendido muy bien las doctrinas sagradas, las habían incorporado a su estilo de vida, y se habían integrado a la perfección al modelo social que habían creado los jesuitas.
El padre Enrique sentía especial predilección por estos jóvenes guaraníes, pues los había visto nacer, crecer, y ahora también formar su propia familia. El sacerdote jesuita tenía cuarenta y cinco años, y había partido a las colonias hacía ya veinte, por lo que había dedicado a la Misión casi la mitad de su vida.
–¿Ya has decidido qué nombre le quieres poner a tu hija, Isabel? –le preguntó a la joven madre.
–Sí, padre. Me gusta el nombre de María.
–Es un nombre muy bonito, Isabel. Ojalá tu hija adopte con su nombre toda la fortaleza de la que disponía la Madre de Dios.
El padre Enrique se dio entonces la vuelta para dirigirse hacia el altar. Ese día sería él quien oficiaría la misa. Sería una misa ligera, como le gustaban a él. Utilizaría el idioma guaraní, para asegurarse de ser entendido por todos los indígenas.
Mientras esperaba el comienzo del oficio, Isabel miró al frente y alzó la mirada. Aproximadamente a unos diez metros de altura, observó el friso que siempre le llamaba la atención. Se trataba de un relieve decorado en la propia piedra que representaba treinta ángeles que tocaban varios instrumentos musicales.
A Isabel le gustaba contemplar esas figuras de ángeles. De hecho, ella no concebía la vida sin la música. Desde muy niña, antes incluso de ir al colegio, había descubierto el sentido de la musicalidad dentro de ella, y lo había perfeccionado en clase durante todos los años de estudiante. Su instrumento preferido era el violín, el cual tocaba a la perfección.
El padre Enrique le había animado a cultivar el arte de la música y ella siempre le agradecería la oportunidad que el clérigo le había brindado. Realmente, tenía mucho que agradecerle al sacerdote. Ella y toda la comunidad. El jesuita había luchado mucho por ellos y les protegía del destino que les hubiera tocado vivir en el caso de que las reducciones no se hubieran creado: la esclavitud, o la muerte.
Empezó a oírse una melodía. Observando el Friso de los Ángeles daba la sensación de que la música emanaba de ellos, pero no era así. La música provenía del coro de la iglesia.
Comenzó entonces la misa. En el sermón el padre Enrique les habló del Dios Padre, que acogía a todos los que acudían a Él a través del Sacramento del Bautismo. El agua les purificaría de todos sus pecados, incluido el pecado original en el caso de los recién nacidos, que era el primer pecado cometido en la historia de la humanidad, el de Adán y Eva, por el que fueron castigados y expulsados del Paraíso, y con el que todos cargamos en el momento de nacer.
Continuamente el sacerdote detenía su charla para dar paso al coro, que interpretaba bellas canciones relacionadas con el Antiguo y Nuevo Testamento.
Los jesuitas utilizaban la música como un «arma de conversión». Sabían de la atracción que los guaraníes sentían hacia la música y habían descubierto en ella un método de enseñanza. A través de los cantos les adoctrinaban, les enseñaban oraciones, y les daban a conocer la figura de Cristo y de los Santos.
Llegado el momento, Gabriel e Isabel se levantaron de su banco y se dirigieron hacia el lugar de la iglesia donde estaba situada la pila bautismal. El padre Enrique se dirigió hacia el mismo lugar. Portaba en sus manos un lienzo blanco y un recipiente que contenía un óleo perfumado.
Al llegar junto a los padres, situó su mano derecha sobre el recién nacido y dibujó con ella la señal de la cruz. Le pidió entonces a Isabel que acercara la cabeza del bebé al borde de la pila sujetándola boca abajo, y tomando un pequeño cuenco de madera que utilizaba a tal efecto, comenzó la celebración propiamente dicha del sacramento del Bautismo. Llenó el cuenco con el agua bendita de la pila bautismal y derramó el contenido sobre la cabeza del bebé diciendo al mismo tiempo: «María, yo te bautizo, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».
Después derramó de nuevo el agua por la cabeza de la niña, sin pronunciar esta vez palabra alguna. Este «segundo bautismo» era una práctica que el padre Enrique se permitía añadir, y que recordaba al indio guaraní que también existía un primer nombre, el indígena, el otorgado previamente por su chamán. De esta forma, y una vez más en este sistema jesuítico-guaraní, volvían a confluir las creencias de cristianos e indígenas, y se demostraba de nuevo el respeto y la deferencia por las costumbres guaraníes.
El padre Enrique secó entonces con un paño de algodón la cabecita de la recién nacida, que se había despertado y comenzaba a inquietarse. El sacerdote tomó un poco del óleo sagrado con sus dedos y trazó con él el símbolo de la santa cruz en la frente de la niña. Luego le entregó el lienzo blanco a Isabel, quien lo colocó suavemente sobre los hombros de su hija. El padre Enrique dijo entonces:
–María, que este lienzo blanco sea signo de tu dignidad cristiana, y que se conserve sin mancha hasta la vida eterna.
Y, tomando una vela, la encendió y se la entregó a Gabriel, diciendo:
–Esta llama representa la Fe. Iluminará siempre vuestro camino. Es vuestra responsabilidad mantener siempre vuestra Fe encendida.
Tras pronunciar estas palabras, indicó a los padres que lo siguieran, y se encaminó hacia una representación en piedra de la Virgen María, situada próxima al altar. Tomó a la niña en brazos y la elevó hacia la Virgen, en señal de ofrecimiento. Devolvió entonces a la niña a su madre, y abrazando a ambos padres les felicitó por el sacramento recibido por su hija.
–Enhorabuena. María ya pertenece a nuestra gran familia.
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