Me gusta, y
muchísimo, ser, a mi ya tan entrada edad, un hombre rural, puesto que,
habiéndola vivido la mayor parte de mi vida, en calidad de panadero artesano,
estoy muy hecho a esta peculiar forma de vida, tan rica en humanidades,
gracias, consentidas y amigadas soledades y también muy avenidas compañías,
pues me llevo con toda la vecindad de mi enano pueblo, que cotidianamente
cuenta con solamente cuatrocientos pobladores, aunque en verano y los períodos
vacacionales podemos llegar a ser cerca de tres mil, dado que muchas familias
que emigraron en la década de los setenta regresan, y yo lo sé más que bien
porque acorde a la demografía yo debía de ajustar la producción de mi tahona.
Hoy,
fundamentalmente con el acceso a Internet y demás tecnologías, la vida rural ha
cambiado, y para mejor, mucho; y se puede sostener que en los pueblos, a pesar
de los pesares, se vive muy bien en términos de calidad de vida. Yo, por
ejemplo, no sé en mi rutina qué demonios es un guardia urbano, o un abogado, o
una cola de espera, o un paso de cebras, o una multidud atolondrada, o un
ascensor, o la inseguridad ciudadana, o la contaminación acústica, o un atasco,
o una mierda de casa de apuestas o qué sé yo cuantas cosas más.
Cierto es que vivo
en un pueblecito que tiene la ciudad de Cáceres, como se dice, a tiro de
piedra, y no es un pueblo perdido allende en sus condenados aislamientos, ahora
que tanto se habla de la España vacía.
Sé, en cambio, qué
es ver a un/a paisano/a y reconocer en su persona a todas unas generaciones de
antepasados y, si los hubiere, descendientes; a sus animales de compañía o de
trabajo; su casa, su voz e inquietudes, su humor y sus manías, sus gracias y
desgracias, su forma de vivir, su estilo, sus anhelos; en fin, infinidad de
cosas y detalles que se me escapan por completo cuando, por ejemplo, voy a la
ciudad y me disfrazo de anodino urbanita.
Sé qué es salir al
campo, contemplar las tierras de éste o aquél, ver en silencio las rapaces
surcar los cielos, y las ramas de las encinas u olivos mecerse, escuchar el
croar de las ranas en la laguna y el relajante cricrí de los grillos, observar
crecer el trigo y las especies silvestres, en la compañía de mi buen Ringo –un
precioso perro lobo que en abril cumplirá, el tío, los siete años y que jamás
me ha dado un disgusto–, ir como Pedro por su casa al bar o a la tienda
(incluso de fiado, si no me llegan las perras) y encontrarme con mis gentes y
quererlas desde mis alcances; sé qué es solicitar o hacer un favor de mil
amores, contemplar la paz de las estrellas por la noche y pensar que ellas poco
saben de los convulsos disturbios que nos traemos en este tan lindo planeta la
estúpida humanidad, cruzarme con tío Julián –que a sus noventa años ya ha
reemplazado su bastón por un moderno andador de los de ahora–, o vérmelas con
el gamberro de David y reírnos sanamente de cualquier anécdota, ayudar a la
señora Teresa a bajar los escalones de la iglesia, o escuchar cantar a los
albañiles en sus faenas, o apreciar las flores que Manuel Méndez tiene en su
ventana, o interesarme por la operación de Santiago y ver cómo opina él que va
a cambiar el tiempo por lo que le duelen las coyunturas, o comerme los churros
en el Hogar del Pensionista, o alegrarme de que los cuatro niños que viven acá
disfruten con sus juegos en el parque, o entristecerme porque a la señora
Emilia le acaban de diagnosticar un cáncer y ya no sale de casa, o visitar a
los ancianos en la residencia geriátrica, o recordar en el cementerio a tantas
almas que en vida fueron mis clientes o los de mis padres, o echar unas manos
al dominó con Pedro, Juan y Ventura, o escuchar el pregón que da el alguacil, o
aceptar unos huevos que de sus gallinas me regala Isaac con todo el amor del
mundo, o pensar en escribir este mismo artículo mientras me recreo con las
cosas de mi pueblo, o…
¡Me gusta ser un hombre rural!
Sé convivir con las inherentes soledades que me supone este tipo de para much@s trasnochada forma de vida, algo que es muy distinto de los ostracismos que pueden sentir quienes viven en las megápolis, donde nadie conoce a nadie. Y es que, primero por haber crecido en la nocturnidad propia del oficio de panadero, y luego por venir desarrollando el oficio de escritor (que cabe considerarse como el más solitario de cuantos existen), se más que bien apañármelas por mí mismo, amén de que tengo una muy afable relación primero conmigo y luego con mi prójimo. Es muy importante estar, y saber estar, en paz consigo y, también, a solas.
¡Me gusta mucho, ya
digo, ser un hombre rural!
Aquí, vaya como
vaya (el hábito no hace al monje), soy Luis Brenia; o, mejor, Luis el panadero,
o, sencillamente, Luis a secas; del mismo modo que mis convecinos son también
para mí ellos mismos, y no hay trampa ni cartón que valga; somos quienes somos
y no hay vuelta de hoja. En cambio, en la ciudad todo es un soterrado carnaval
de mierdas, donde bien se ve que buen coche y lustroso gabán bien saben y se
ocupan de encubrir mucho mal. Aquí no. Aquí, como dice Gabriel Celaya, nosotros
somos quienes somos, basta de historias y cuentos… Por todo ello y, como
se habrá de ver más, a mí me encanta ser un hombre rural del siglo XXI; sí, y
lo tengo súper claro.
Que no me vengan a
mí con amañadas fórmulas de cortesía y/o civismo, con dudosas maneras
encubiertas, con paripés y/o monedas, con sambenitos provincianos ni otras semejantes
gaitas; no, que no me vengan, no, con extras, que ya soy muy mayorcito y no
soporto en el prójimo cuando no son necesarias las muletas ni los ambages ni
triquiñuelas, sino con llaneza, verdad y franqueza, que a mí no me van los
títeres ni los funambulistas ni los fantasmas si no son de una pieza, si no son
católicos sino gentes aviesas; y como pueden apreciar en este párrafo hasta he
sabido ser con mis rimas poeta.
¡Me flipa hasta los
tuétanos ser un hombre rural!
Cuando veo cómo se
vive en las ciudades (y más si son descomunales) se me cae el alma a los pies,
y me digo que eso de que «la ciudad hace al hombre libre» no es más que una
falacia, pues entiendo que lo que de verdad nos hace libre es la propia
verdad, y ésa cabe encontrarse hasta en un
simple grano de arena si es que se sabe llegarle.
Las ciudades son
para mí no más que un vasto escaparate de constantes distracciones; y a mí no
me gusta que se me distraiga, a menos que sea para sosiego de mi espíritu. De
tal manera que no envidio para nada a los urbanitas, ni se me pasa por mis
mientes la idea de arrendarles siquiera sus pertrechas ganancias. ¡A otro perro
con ese hueso! ¡Donde esté un buen pueblo como, por ejemplo, el mío que se
quiten cien mil ciudades!
En general, la
gente de los pueblos, si estos son medianamente regulares, y no ya inhóspitos o
crudos, emigra o suele partir en busca de El Dorado, de su idolatrada idea del
mismo, la cual suelen cifrar en esos prometedores y cegadores petrodólares a
los que sin mayores escrúpulos venden el único tiempo de su única vida y que,
tal y como está de cara, raramente les da para llegar con juego a final de
mes). Una vez alcanzan las selvas de hormigón y asfalto e hipnóticas luces
artificiales y gentío extraño y, sí, oportunidades, no pueden ni saben ni
quieren olvidar su amado pueblo, con el que tanto se identifican y les entra la
morriña y, haciendo de tripas corazón, malviven porque es lo que hay y ellos no
saben cómo cambiarlo de cuanto les supera y puede. Mas no viven en dichos
antros por gusto sino por que no les queda otra, rehenes como son de esos
dioses tan pobres que veneran.
¡Vamos que a mí me
dicen que me vaya con todos los gastos pagados a, por ejemplo, Washington, y, como Dios pintó a Perico, que, en menos de
lo que canta un gallo, les mando a hacer puñetas o muchas y buenas! ¿Pero qué
os habéis creído, mamelucos? ¡Yo soy un hombre rural al que le fascina serlo! Y
bien se dice que pájaro viejo no entra en jaula; que mientras en casa me estoy,
rey me soy.
Es sabido que la
mayor parte de la humanidad se congrega en las ciudades, y que se pronostica
que dicha malhadada tendencia se acusará aún más en breve. «¡Pues qué mal
rollo», me digo, qué faena, por que si, por ejemplo, se me diese el caso de que
a mí me encerrasen en una urbe, sé que una bestial depresión se iba a encargar
como una menoscabante lima de fastidiarme y carcomerme en tanto sería como si
me cortasen mis siderales alas. ¡Anda que no me iba a acordar de mi pueblo ni
ná! ¡Cómo iba a echarlo de menos! «¿Y a esta mierda es a lo que llaman
“progreso”? ¡Pues me río yo del progreso! El progreso para mí, amén de crecer
literariamente, es mantener mis rangos de libertad, y sé que justamente eso es
lo primero que me habría de cercenar si viviere en una ciudad. ¡Anda que no estoy
yo a gusto en mi pueblo! ¡Que cuando quiero salgo, que cuando quiero entro!
Y es que en mi
pequeño pueblo, sito en la zona más deprimida de Extremadura, que a su vez es
la región más olvidada de Europa, es donde, dentro de lo que cabe, más y mejor
puedo vivir en mi solícita anarquía, y eso no lo cambio yo ni por cien mil
comunismos, ni por trescientas fanegas de socialismo, ni por tres yardas de
capitalismo. ¡Mi libertad es mi libertad, y mi libertad es sagrada!
Aquí, en mi pueblo,
mi bendito Hinojal, escucho a placer la mejor música de todos los tiempos y
latitudes, leo las mejores novelas que sé escoger, los más ínclitos poemas de,
por ejemplo, mi amadísimo Dante, contemplo los mejores lienzos o fotografías
que mis amistades me saben trasladar, palpo el límpido aire que, por mi tanto
vicio, sé ensuciar con el dichoso tabaco, y me nutro de platos y víveres que
nada tienen que envidiar a los de cualquier hogar de Móstoles o La
Conchinchina, maldigo la televisión cuando me doy de bruces con ella y, para mi
bien, me llegan nítidas la ondas de Radio Clásica…
Entonces… ¿Qué
mierda de moto se me está pretendiendo vender? Yo soy un hombre rural y me
encanta serlo, y me voy a callar ya de lo claro que lo tengo, y, como se dice,
a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga, y punto pelota.
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