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Memoria del paraíso

Un suburbio. Sur de Madrid, 1954…: ¿Puede la mirada de un niño convertir el infierno en Paraíso? Mosaico costumbrista fascinante, duro y conmovedor a la vez, que el joven protagonista va describiendo, en un Diario escrito entre los once y los dieciséis años, en el que una caterva de personajes de muy distinta índole, deambulan, entrañables o abyectos, luminosos o sombríos, en un retrato realista trazado con extraño primor. Un diario que es un canto a la amistad y a la vida con un paisaje de sordidez y adversidad como fondo, purificado por la mirada virginal y fervorosa de una edad en la que cada pensamiento se convierte en una oración. El contrapunto realista a la visión infantil lo pone el mismo autor, ya maduro, treinta y cinco años después, desde el recuerdo “evocador y justiciero”, pero evitando siempre tanto el “ajuste de cuentas vengativo como la sublimación sentimental”: Toda la dureza de la emigración sin horizonte, ¿De qué infierno vienen estos fugitivos de la penuria, que creen arribar a un mundo mejor que el que atrás han dejado y van llegando al suburbio como una manada de ganado hambriento?, que sin embargo no es capaz de eclipsar la inocencia y la alegría sin causa de una infancia ávida de vida, remanso cercado por la desesperanza adulta.

“Entre las razones que me llevaron a escribir Memoria del Paraíso, sin duda, la primera de ellas es la de mi implicación biográfica y mi compromiso ético, madurado durante muchos años, de rendir homenaje a aquella generación de niños, de distintas edades, emigrantes del campo a las ciudades en los primeros años de la posguerra. Pero, al mismo tiempo, me repelía la idea de hacerlo a través de una novela más de corte clásico. Al final, encontré una solución que no me desagradaba: Que fueran los propios personajes los que crearan la trama argumental.

Me incliné por dotar al libro de una arquitectura compleja, pero tan sutil que al lector le pareciera simplicísima, casi inexistente. Para ello, los personajes debían de tener ante todo autenticidad, raigambre, de tal forma que, al echarlos a andar, ellos mismos, con su pasión de vida, sus miserias y esperanzas, fueran creando la urdimbre de su propia novela y presentársela al lector sin la intermediación del autor.

Además, tenían que ser vistos desde su propia altura, es decir, retratados y analizados por uno de ellos, pero de mirada limpia. Toda la historia debía pivotar, pues, sobre la misma idea: ¿Puede la mirada de un niño convertir el infierno en paraíso?”

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