Una oficial, como las de las grandes estrellas de Primera División que veía en la televisión. De esas que había visto a otros chicos del barrio llevar, orgullosos de tenerla, vacilando con tan solo mostrarla bajo su brazo. Una pelota de las buenas fue su pedido en la carta a los Reyes Magos, y ellos, como siempre tan cumplidores, la habían dejado a los pies de su cama con su caja de cartón que no dejaba duda de ser la auténtica, nada de copias de mala calidad.
Nada más abrir los ojos, y ver que la claridad del día
invadía su habitación, Luzbel saltó de la cama buscando su ansiado regalo
quedando petrificado, con una amplia sonrisa, ante la visión del mismo. Como
cualquier niño de ocho años, no tuvo la paciencia que se debe para poder
extraer la pelota sin destrozar las paredes del envoltorio. Trozos de cartón
saltaron por los aires mientras los gritos alegres de “mi pelota” rebotaban por
las paredes hasta liberar el esférico. Sus padres contemplaban la escena
compartiendo su alborozo. No prestó atención al resto de regalos: un
videojuego, varios comics de superhéroes, una mochila nueva para el colegio y algunas
prendas de ropa. Tampoco nadie reparó en una pequeña porción de la caja que
cayó en una esquina de la mesa del niño y que tenía un pequeño dibujo de un
tridente reconocible por aquellos aficionados a lo esotérico.
Durante el desayuno Luzbel no soltaba su nuevo regalo ni
para llevarse a la boca un sorbo de su chocolate. Estaba exultante pensando qué
dirían sus amigos del barrio y del colegio cuando vieran su pelota. Cuando
llegó la hora de morder un trozo de roscón de Reyes, clásico de este día, no se
dio cuenta de que justo donde daba el bocado asomaba una figura en forma de
Niño Jesús. De inmediato, como sacudido por una fuerte descarga eléctrica,
estiró hacia atrás la cabeza a la vez que su cuerpo rígido emitía un alarido
inhumano, para acabar cayendo de bruces contra el suelo desde la silla donde
estaba sentado. La pelota se escapó de sus manos rodando hacia el pasillo
mientras dejaba una tenue estela de humo negro en la que nadie reparó pues la
atención estaba centrada en el chico.
-¡Luzbel, Luzbel, hijo mío!- gritaba su padre alterado
mientras lo agitaba sin entender bien lo que había ocurrido. Se fijó extrañado en
un pequeño tridente que había aparecido en el labio superior del crío. Cuando
al cabo de breves segundos los ojos de su hijo se abrieron reprimió un grito de
terror, a la vez que su mujer apretaba su brazo tapándose con la otra mano la
cara. Aquellos ojos marrones, de niño, se habían convertido en ojos de pupilas
ovaladas, felinas, y de iris rojizo, brillante, que desafiaban sin temer a
nada. Un zumbido a sus espaldas los hizo a ambos girar la cabeza sin tiempo
para más que recibir el impacto de la pelota en plena cara, a una velocidad tal
que cayeron inconscientes fruto de los golpes.
Luzbel mantenía la sonrisa que llevaba toda la mañana
esgrimiendo, solo que ahora la adornaba con unos dientes afilados que clamaban
venganza. Observó cómo su nueva amiga botaba suavemente delante suya, como
saludándole y esperando que el juego comenzara cuanto antes. Armó la pierna el
niño, tal y como lo harían los grandes futbolistas a la hora de lanzar una
falta, y pateó con todas sus fuerzas la pelota que, orgullosa de su protegido,
le quiso mostrar de lo que era capaz una vez invitada a la acción. Inició una
serie de rebotes imposibles que derribaban lámparas, sillas, rompían cristales,
arrasaban con el Belén y el árbol para finalizar mandando a varios metros de su
ubicación la televisión de plasma de 82 pulgadas que era la joya del salón.
Ante tamaño despliegue de poder, Luzbel asentía complacido
a la batalla campal que allí había ocurrido mientras miraba la redondez del
arma de destrucción en que se había convertido su deseada pelota. “Estamos
preparados” le susurró mientras aquella daba unas vueltas a su alrededor como
el perro que llama la atención de su dueño. Se miró en el único trozo del
espejo de la habitación que quedaba en su sitio para confirmar que el tridente
de su boca estaba aún allí, y si cabe más marcado. Se agachó, tomó a la pelota
bajo su brazo y se dirigió a la calle a cumplir su ritual sin siquiera
cambiarse de ropa.
Descalzo, en pijama y con temperaturas bajo cero no era
normal ver pasear a un niño por las calles. Un ciclista, de ruta por la zona,
hizo el amago de regañarle y Pelota hizo su función. En cuanto sintió la patada
de su amo voló para chocar contra la bicicleta, haciéndola volar en mil
pedazos, saliendo su ocupante despedido hasta caer dentro de un contenedor de
basura del que no volvería a salir.
Dirigió sus pasos hacia la casa de Martín, un compañero de
clase algo mayor que él, que le hacía la vida imposible por la diferencia de
estatura. Vivía en un chalet enorme, a tan solo cinco minutos de la casa de
Luzbel. Este iba recordando la de veces que el mencionado Martín se había reído
de él, en el patio del colegio, asustándolo con balonazos que él y sus amigos
le dirigían a su cuerpo. Las casualidades de la vida hicieron que este y su
padre estuvieran en el jardín de la entrada probando un dron que le habían
traído al niño sus Majestades. Al verlo llegar, ambos rieron a carcajadas
mientras dirigían el aparato volante hacia su encuentro.
La primera patada a la pelota tuvo como consecuencias ver
explotar el regalo de Martín sobre sus cabezas para luego caer como una bola de
fuego sobre ellos. Padre e hijo lograron esquivar el impacto principal, pero
sufrieron heridas de metal por todo su cuerpo. De inmediato, asistieron
atónitos a un nuevo golpeo de la pelota, esta vez dirigida hacia la puerta de
la casa que se encontraba abierta. Pelota desapareció por ella y lo que a
continuación llegó a sus oídos fue una sucesión de ruidos que delataba el
estado en que estaba quedando el interior de la vivienda. Hasta el perro salió
despedido por una ventana, huyendo despavorido sin control alguno en cuanto
pudo recomponerse. También fueron escapando como pudieron, por otras ventanas y
puertas de servicio, la madre de Martín y dos personas que al parecer
trabajaban para ellos.
Terminada su misión, Pelota volvió a los pies de Luzbel
preparada para lo que le mandase. Este armó de nuevo la pierna a la vez que
rompía en carcajadas dirigidas al cielo, aunque sólo fue eso, un amago que
sirvió para ver cómo de rápido era capaz de desaparecer de su vista aquella
abominable familia a los que jamás volvería a ver.
De regreso a casa, fue dándole pequeños toquecitos a la
pelota, tal y como hacen los profesionales cuando los presentan sus equipos.
Eran pequeñas caricias con las que le mostraba su agradecimiento por los
servicios prestados. En uno de esos golpes midió mal y la pelota fue a saltar
la valla que limitaba el jardín de Don Horacio. Aquello entrañaba peligro, pues
este señor era conocido en el barrio por su mal carácter y peor trato a todo lo
que se relaciona con los chiquillos. Luzbel, por primera vez esa mañana,
comenzó a sentir frío. Frío y miedo. Frío, miedo e indefensión, pues su mayor
protector estaba fuera de su alcance, a pocos metros, sí, pero separados por un
limitante obstáculo.
-¿Ya van a empezar este año?- escuchó bramar a Don Horacio
al que pudo ver entre los pinos que pegaban a la valla, dirigirse sin más
contemplaciones, y armado con unas largas tijeras, hacia la pelota. Antes de
que el grito misericorde de su amo pudiera clamar clemencia, Pelota fue
ensartada de punta a punta, liberando toda la presión que llevaba dentro a modo
de borbotones sanguinolentos que para nada coincidían con lo que su asesino
esperaba. Con evidentes signos de asco fue arrojada de nuevo a la calle donde
cayó a los pies de un Luzbel lloroso, débil, tembloroso, que con los ojos
cerrados no se atrevía a mirar el cadáver de su amigo.
-¡Luis Miguel! ¿Se puede saber qué haces aquí, jugando al
balón sin zapatos y sin ropa con el frío que hace?- escuchó a su madre
regañarlo con dulzura -. Anda, coge la pelota que tenemos esperando el roscón
de Reyes para desayunar –le comendó mientras lo tapaba con una manta corta y lo
cogía en brazos.
El chico, aún conmocionado por los acontecimientos,
obedeció sin rechistar sorprendiéndose del estado perfecto que su pelota
presentaba. En ese momento, se cruzaron con Don Horacio primero y con la
familia de Martín luego que les saludaron como si nada hubiera pasado. Su
tridente en la boca también había desaparecido.
Pero dentro del roscón esperaba una sorpresa…
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