Hay un parque en Granada, considerado uno de los pulmones de la ciudad, llamado, en homenaje al escritor y poeta, Federico García Lorca. En él se alberga, entre otras cosas interesantes, la residencia de verano del referido artista, llamada la Huerta de San Vicente, muy admirada por los turistas que nos visitan.
El parque sirve de espacio de ocio de los granadinos que en
él pueden pasear, correr, disfrutar con los hijos de una amplia zona de juegos
infantil, gozar de una muy buena variedad floral, de su lago artificial o
simplemente sentarse en uno de sus bancos a ver la vida pasar. Por fortuna para
mí no vivo lejos del mismo, aunque confieso que apenas lo piso por falta de
tiempo. Sí es cierto que me acuerdo de él, de su poco más de un kilómetro de
perímetro, cuando por circunstancias presento algún tipo de lesión, normalmente
muscular, que me impide hacer el ejercicio que más me gusta que no es otro que
jugar al fútbol en una peña los domingos. Entonces sí retomo sus visitas, normalmente
nocturnas, cuando la marabunta que lo puebla en horas solares ha desaparecido,
y me sirve para hacer un poco de rodaje de piernas cuando ya considero que el
mayor peligro de las molestias ha pasado. Ahí me codeo con la créme de la créme
de los “desguaces”, como en broma me gusta decir a mí: corredores y corredoras
de paso tranquilo, sin abusar de distancias ni minutajes, muchos tan sólo
andando, conversando, aunque dotados de bastones y alguna parafernalia más, de
edades diversas, que simplemente van allí a pasar el rato, sin más pretensiones
físicas. Una vez que retomo mi estado físico tiendo a abandonar el parque hasta
nueva lesión pues me gusta más recorrer las calles de esta encantadora ciudad,
en donde además aumenta la carga de ejercicio por las cuestas que de vez en
cuando hay que superar.
Pues estaba yo en esas, dando la primera vuelta al parque,
cuando al pasar por la zona del bar, en donde hay un tramo de soportal,
descubrí varios pares de ojos que me observaban atentos desde el suelo, cubiertos
unos con una manta y otros resguardados ya en sacos de dormir, pues la
temperatura comenzaba a refrescar bastante. Serían unos 5 ó 6 vendedores
ambulantes, africanos supongo por la oscuridad de su piel, de esos que puedes
ver por el centro o por toda la ciudad durante el día, los cuales no tendrán
ningún lugar donde pasar la noche y ocupan ese antes del cierre nocturno del
parque. Aquello es como un mini campo de refugiados, con todas sus pertenencias
y mercancías ordenadas a su alrededor. No fijé mucho mi mirada, por vergüenza
hacia la situación y por respeto hacia ellos, pero no creí apreciar mujeres ni
niños, aunque me temo que como se expanda la existencia del lugar aquello puede
terminar siendo el caos que ahora se intuye.
Seguí corriendo, ese día y algún otro más que me hace falta
para recuperar fondo, y seguí pensando, dándole vueltas a la situación. Y nos
quejamos nosotros, con mejor o peor trabajo, comida, techo y cama, con familia
cerca, con ratos de ocio cuando se puede. Imagino muchos de ellos con estudios
agarrados por ahora al paraguas, la copia del bolso o zapatilla, o a los cd´s
que nos intentan colocar. Imagino la impotencia del que no puede aspirar a más
en un país extraño. Y aún así, los ves sonriendo, entre ellos, incluso cuando
te acercas a interesarte por algo que ofrezcan.
Y sigo corriendo, no ya para recuperar mi forma, sino para
huir de ellos, para no ver lo que nadie quiere ver, para seguir escondiendo,
ocultando, impidiendo, que se alcance la solución a todo este disparate que
suponen estas fugas sin rumbo, sin meta, sin saber que aquí no están sus
salvadores, que aquí poco podemos hacer por resolver el verdadero conflicto que
tienen en sus lugares de origen.
No me imagino en país extraño, sólo, en constante alerta
por lo que se mueva a alrededor, dependiendo de mafias, con un idioma distinto,
malmirado, prejuzgado, sin los míos, malviviendo en definitiva en donde no
quiero, comiendo de aquella manera y durmiendo peor. No me lo imagino.
Quiero pensar que lo que ellos buscan es mejorar su origen,
luchar por su tierra, hacerla crecer y poder vivir en ella sin más lujos, pero
en su tierra. Lo que falle allí, quien falle allí, sería lo que habría que
cambiar para que todos esos ojos que se vuelven al sentir mis pisadas corriendo
lo puedan hacer en su ciudad, en su barrio, en su país, sin temer que ese que
viene corriendo pueda hacerles más daño.
Termina mi carrera, llego al hogar caliente, me ducho y veo
mis posibilidades de cena, de descanso leyendo un libro o mirando un rato la
televisión, sabiendo que después me espera una cama cómoda donde dormir y me
quedo pensando. No es justo, no, pero me veo impotente y asqueado ante tanto
político inútil, ante tanto dirigente corrupto, ante tantas prioridades
superficiales, ante tanto egoísmo humano.
Sé que mañana la vida mía, y la de ellos, sigue su curso.
Que entrarán de nuevo en el olvido esos ojos alertas y que hasta que no vuelva
a correr no caeré de nuevo en la suerte que he tenido de nacer en el sitio
adecuado.
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