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Saber leer

De siempre (y así lo he defendido
reiteradamente a lo largo y ancho de mi producción literaria) he considerado al
Lector, en sí, no como alguien ajeno, sino como un habilitado constructo
propio; de tal modo que cualquier tercero que pretenda serlo, sólo tiene que
consentirse plegarse al mismo y dejarse llevar; de manera que una de mis
grandes responsabilidades como escritor es la de archidotar suficientemente a
dicho constructo personal para que, con todas sus proyecciones, pueda ser
perfectamente asumido por cualquier mente hábil que a él se confíe debidamente;
esto es, atendiendo a los cánones meramente lingüísticos y metalingüísticos.

Conseguir esto (es decir, que dicho
tercero se sujete al constructo) no es del todo competencia mía, en tanto que
la lid que en el mismo se trabe a la hora de ajustarse es asunto de él y no
mío. Mía, es garantizar la eficiencia de la lectura, y no, así, la lectura
ajena misma que, por serlo, queda fuera de mi jurisdicción y pasa a quedar
dentro de la suya.

Obviamente, como todos los de primera, soy
un escritor exigente que requiere que cada palabra empleada sea comprendida,
cada signo de puntuación respetado y cada estructura asumida; en aras de que mi
maquinita lingüística pueda hacer libre y hábil y enteramente sus veces.

Fotografía del Autor de Nicolás Campos
Boogaloo Café, 13 de noviembre de 2018

De producirse la correcta lectura,
garantizo (como no podría ser de otra manera) la resultable operatividad del
texto en la mente ajena; en tanto que de no acaecer, no puedo responsabilizarme
de nada, ya que no se me ha atendido debidamente, ni respetado, ni dejado
hacer.

Evidentemente, los esfuerzos y recursos de
los que dicha mente ajena deba echar mano para asumir mis textos son asuntos de
la misma (por ejemplo, el desentrañamiento del significado de una palabra que
tal ignore) y entiendo que son particulares de cada cual y forman parte de su
personal aventura, empeño y codicia.

Ahora bien, las dificultades que tal mente
ajena pueda encontrar a la hora de plegarse a mi discurso y dejarse llevar por
él no son de mi competencia, ya que ni siquiera me corresponde considerarlas (y
si en algún caso, por lo que sea, lo hago es por pura clemencia y no por
flaquezas lingüísticas propiamente dichas en las que yerre), cuando yo (que
también he sido mi propio Lector ajeno al escribir y releerme) bien me he
cuidado de cumplir taxativamente con el catolicismo léxico y gramatical (o
agramatical, que, siempre que lo sea intencionadamente, de todo puede darse; y
saltándome a la torera así ese principio del Zen de Python –un lenguaje
de programación de alto nivel– que reza “los casos especiales no son lo
suficientemente especiales como para infringir las reglas”), a fin de que
resulte tal y como pretendo.

Saber leer, por tanto, comporta el
desprenderse de prejuicios, clichés y manías personales, a fin de atender, en
todo punto, al texto en lo que escuetamente es. A este respecto, y mayormente a
título anecdótico, deseo referir lo curioso que resulta ser leído por primera
vez por una persona conocida, cuando, en realidad, ésta, en vez de mantenerse
ecuánime al respecto, recae en la falacia de pretender encontrarme en el texto
no ya a mí, sino a la idea que de mí tiene y, gracias a sus descuadres, se
lleva la gran sorpresa de que, al descubrir dimensiones ignotas, no la halla,
quedándose un tanto a cuadros. Entonces, confundida y como si, a pesar de la
flagrante evidencia, no pudiera darme crédito, me suelta “¿Pero esto lo has
escrito tú?”. Lo cual me resulta especialmente gracioso, ya que, haciendo un
poco de estómago, prefiero no considerar lo patético de la otra cara del
asunto.

Un recurso del que echo mano con bastante
frecuencia en mis textos, y mi acuñada forma de escribir, es el de concederle
al Lector (como persona ajena, y no tanto como constructo propio) sus propias
parcelas de explayamiento y complementación, de las que sabiamente me aprovecho
para poder brindarle su propia lectura, siempre intransferible, en tanto que es
personal en su totalidad y cuerpo. Sin embargo, esto no quiere decir que, por
mi parte, conceda una sola fibra a la aleatoriedad en la interpretación, sino
que, como un reglado caos funcional se lo traslado para que como tal obre y se
ejecute, resolviéndose en su mente como algo tan personal que ni siquiera cabe
que me figure, en tanto que no soy él ni él es yo.

Compartimos, ¡evidentemente!, nuestra
singular condición humana; y de ello me valgo, y a ello me confío, sirviéndome
de las polivalentes palabras y cuantos juegos y alcances permiten.

A todo esto, quiero considerar ese tópico
de “no escribir para tus contemporáneos, sino –como también lo hizo
particularmente Beethoven con la Fantasía coral Opus 80  (que, por cierto en su tiempo, a fin de
desvirtuarla –¡menudo pecado–, se consideró una obra menor )– para La
Posteridad”. ¿Qué significa? ¿Qué comprende? Obviamente, la consideración por
parte del Autor de la incapacidad de los lectores de su tiempo para desprenderse
de arraigados clichés y amarras que le imposibilitan o autocondicionan la
libertad de confiarse a la lectura y, por ende, de desentrañarla debidamente;
que es algo que, de hecho, se da de facto en todos los campos del Arte.
¿Cuantos Artistas han sido considerados a posteriori y no en vida?
Basten como ejemplos que ahora se me ocurren, el famoso caso de John Kennedy
Toole con La conjura de los necios (cuando el Autor se hartó de llevarse
calabazas de editoriales, decidió quitarse de en medio y, años más tarde,
gracias al tesón de su madre, se publicó y se tradujo en un todo éxito de
magníficas proporciones) o el convulso estreno de La consagración de la
primavera
de Igor Stravinsky.

Aquí, aunque no tenga que ver expresamente
con lo que vengo tratando, y un poco sí, quiero pararme a considerar  cuanto se deriva de los aspectos que, per
, caracterizan a lo vanguardista, en tanto que suponen una ruptura con
las visiones arrastradas y/o admitidas y la proposición de novedosas acepciones
que requieren de nuevos ojos para su captación y goce, ya que entiendo que se
comportan como recursos jamás vistos, que saben propinarnos un fuerte golpe
bajo, un deslumbrante destello, toda una receta concebida para despertarnos y
llegarnos. A este respecto, me viene a la cabeza el anecdótico conocimiento de
que Richard Wagner diseñó aposta la incómoda sillería del Bayreuther Festspielhaus, a
fin de que nadie se le durmiera mientra sonase su música, del mismo modo que,
atendiendo a lo mismo, pero de muy distinto modo, en alguna de sus
composiciones, se permitía licenciarse la sorpresa un imprevisto fuerte golpe,
o (como también lo practica, y la mar de espectacularmente, el georgiano y
minimalista Giya Kancheli) un brusco cambio dinámico, tras una lenta cadencia,
a fin de vindicarse explosivamente.

¿Soy un Autor Vanguardista?
¡No, y sí! No, cuando no lo entiendo preciso; y sí (que es muy a menudo, e
incluso, en algunas obras, de cabo a rabo), cuando concluyo que no me queda más
remedio. Sin embargo, mi gran pretensión es la de quedar como un Clásico de Mi
Tiempo.

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