Cuántas veces nos sentimos extraños en mitad de un proyecto, en medio de una conversación o al descanso de un esfuerzo por no estar afrontando el momento de la manera correcta o de estar haciéndolo de una forma improvisada, incluso viendo a otros errando convencidos. Cuántas veces pedimos que se abriera la Tierra bajo nuestros pies y nos engullera para siempre sin saber muchas de ellas el cómo o el porqué de haber llegado hasta allí. Otras, muchas, a veces demasiadas, ni nos damos cuenta de nuestros errores y son otros los que nos reprochan o frenan en nuestro mal tino. Y las más, creo que por faltarles importancia, pasan de largo sin que nadie se dé por aludido, se sienta ofendido o necesite debatirlo. Políticos, religiosos, deportistas o músicos son sólo unos ejemplos a los que muchas veces una frase puede golpear con realidad marmórea para recordarles que Dios sólo hay uno y la VERDAD con mayúsculas, sin otras posibilidades, sólo la ostenta Él, o al menos así siempre lo hemos creído.
Desde que nacemos iniciamos un recorrido de aprendizaje que
cada cual toma, dentro de sus posibilidades, con distinto interés y seriedad,
siendo ambas cualidades imprescindibles para llevar a la práctica esos
conocimientos en tiempo y forma de tal guisa que no desentonen en su uso. El
principal problema es que esos conocimientos, en múltiples ocasiones, son
sobrevalorados por el poseedor de ellos de forma diferente en las diversas
etapas de la vida, dando resultados similares la mayoría de las veces.
Durante la niñez, digamos hasta los 8-9 años, nuestras
opiniones y acciones no son tomadas en cuenta pues son fruto de una obcecación
egoísta en la que lo único que importa soy yo, sin raciocinio ninguno, en donde
no hay zapatero y los zapatos son sólo los que tengo delante de los ojos sin
más discusión. Aunque nuestras habilidades aún están por venir, no son pocas
las ocasiones en las que el desconocimiento y la falta de calibre del miedo,
peligro y/o dolor nos hacen protagonistas en acciones que ni por asomo podemos
augurar su final, dando lugar a resultados de todo tipo, hasta mortales.
Más adelante en nuestra vida pasamos un período menor,
preadolescente o pubertad como les gusta llamarlo a los entendidos, que
abarcaría hasta los 13 años, incluso 14, en donde suele predominar la timidez y
prudencia en nuestras acciones, no por nada sino sobre todo por el miedo al
ridículo gratuito que una decisión mal tomada, una opinión desacertada o una
actuación puntual pueda generar en la personalidad inmadura. Callamos mucho,
aunque los hay que inician su fase activa de curiosidad por todo avanzando más
aquellos que logran dominar el aburrimiento que ese lento aprendizaje le pueda
afectar. El zapatero aún está en embrión y los zapatos apenas asoman o son
difusos.
En la adolescencia, que la podríamos encuadrar en el
período que va de los 15 a los 19 años, tal vez 20, y en alguna/o es eterno,
las hormonas, amistades y familia condicionan el molde de nuestra futura personalidad
iniciando la formación de nuestro futuro zapatero que realmente no tiene claro
cuáles serán sus zapatos y se mete en todos los que encuentre por su camino, no
adaptándose a las hormas ni a las normas por su clara rebeldía propia de la
edad. Todo es un proyecto con mil posibilidades que se irán estrechando para
quedar en un ramillete que dependiendo del individuo, actitud y valía se
concretarán en la siguiente fase, se modificarán de forma impredecible o, en el
peor de los casos, nunca se acabará el zapatero pensado ni tendrá zapatos
suficientes como para defenderlos con firmeza.
La juventud, con o sin su divino tesoro, la encajaría entre
los 20-25 años y hasta me atrevería hoy en día a prolongar ese margen hasta los
30 ó algo más. El zapatero normalmente tiene un proyecto ya basado en todo su
esfuerzo anterior y con un abanico de zapatos tomando horma a los que dedicará
la mayor parte del tiempo. Los charcos ya se ven venir algo más nítidos
saltando a ellos con la seguridad de la formación, aunque aún con margen de
resbalar en ellos. El que tenga su uniforme de zapatero entallado, probado y comenzando
a circular en esta época tendrá muchos pasos ganados al resto.
La fase adulta vendría a continuación a pesar de que más de
una/o parece que jamás la logre alcanzar. Sería la etapa más larga de nuestras
vidas y podría abarcar un período de tiempo muy variable y discutible, aunque
yo la encuadraría hasta los 50 años. En ella el zapatero cree estar ya hecho,
capacitado para sentar cátedra llegado el caso y argumenta todos sus zapatos
con total firmeza. La soberbia es la peor enemiga en estos casos pues hace
perder razones (y zapatos) a quien las cree tener, manejándose con soltura el
que domina la humildad y atiende otras opiniones que le permitan convencer con
más argumentos de sus acciones y pensamientos. Suelen ser los años de bodas, maternidades
y crianza de hijos, durante la cual se da uno muchas veces de bruces con la
“locura” del camino recorrido, visto ahora desde cierto pedestal de experiencia
que nos hace reír en innumerables ocasiones, viendo en el crecimiento de ellos
las meteduras de patas nuestras pasadas. Se juntan, o se debieran de juntar,
los proyectos de zapateros con el ya teóricamente consumado, los miles de
planes de futuros zapatos chocando con los acabados que ya comienzan a tener marcas
de uso.
Luego llega la madurez prolongada hoy, con nuestras
esperanzas de vida, hasta prácticamente los 65 años. Aquí el zapatero y sus
zapatos están muy marcados y son conocidos, con lo que cuando los sacamos del
tiesto es por voluntad propia y objetivos claros muy fijos pues en raras
ocasiones sabremos ya que por ahí no debiéramos entrar o seguir. Tanto el
zapatero como sus zapatos son apreciados en su medio y campos de alcance,
siendo solicitados como referencia por aquellos que los valoran y mejor conocen
para solucionar o corregir situaciones por él dominadas.
Y acabamos este recorrido vital del zapatero y sus zapatos
en la fase final, en la vejez que, pudiendo ser la etapa de nuestra vida
realmente más larga, tiene el hándicap de ser la más frágil de salud en el caso
de que lleguemos a disfrutarla pues no son pocos los que se quedan en algunas
de las anteriormente descritas. Esa fragilidad mencionada será la que
condicionará mucho las veces que nuestro veterano zapatero meta o no sus
zapatos, con más o menos frecuencia y mesura, en lugares a los que nadie los
llamó, en acciones que nunca fue invitado, en opiniones en las que no fue
citado. En un “aquí vale todo” habrá ancianos acertados, prudentes, juiciosos e
inmejorables consejeros frente a otros que nos podamos encontrar amantes de la
disputa, irrazonables, maleducados, déspotas y contestatarios de todo a los que
la edad les cree poseer la VERDAD absoluta que nadie les puede rebatir.
Complicado este zapatero a tus zapatos pero interesante su
capacidad de evolución a lo largo de nuestra vida. ¿Alguna vez podríamos dar al
zapatero por acabado en su formación y al conjunto de sus zapatos por cerrado
sin mayor posibilidad de ampliación? Supongo que eso depende del interés y
capacidades que tenga cada cual para cerrar la persiana del aprendizaje, algo
que, por ahora, me la van a permitir mantener abierta a mí, al menos hasta
mañana.
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