Tal y como se dice
que cada maestrillo tiene su librillo, pretenderé en este artículo
desnudar la letra pequeña del mío, a la hora de hacer ver aquello a lo que hace
referencia el título del artículo. Una forma de escribir que arrastro desde que
comencé a darme a los favores y desafíos de la pluma.
Como precisa Carlos
Morcillo Santero, el gran dibujante y poeta, en un reciente post «no se puede
crear sin antes soñar», porque en los prolegómenos de todo proyecto siempre se
da una especie de ensoñación o borrosa concepción (que, de prosperar, luego se
verá madurada) que nos cita como mediums. Y es cierto que habría que
pedirles cuentas al cielo por todos esos conatos que se nos terminan evaporando
y que no por no ser trasladados al papel son menos hipnóticos o prometedores a
la hora de obtener un texto de tales, pero somos humanos y, por ende, limitados
y es natural que se nos esfumen muchas y muchas cosas.
Lo primero que me
sucede tras la ensoñación (y que es como distinguir borrosamente lo que se me
ofrece como una remota galaxia) es la meditación acerca de la ultravisión,
hasta que me siento ya plenamente citado o convocado por las arduas musas
y el siempre atractivo objeto en
cuestión y comienzo a buscarle sus vueltas, como si acaso se me ofreciese como
todo un polígono irregular, a fin de procurar discernir en mi mente la forma en
que se presta a ser trasladado al papel desde la tinta a través de un profundo
y extraño ejercicio de reflexión.
Mas sé que no es lo
mismo trabajar en derredor del texto que pretendo levantar que en el mismo
(cosa que también es muy muy necesaria), es decir que sé muy diferenciar lo que
es ver el toro desde las gradas a desde el ruedo. Entonces, y siempre en
calidad de borrador, me pongo a escribir lo mejor que entiendo que sé y
corresponde, y de una forma enteramente lineal, o sea, peldaño a peldaño; es
decir, que no soy como otros escritores que escriben de corrido su obra y luego
proceden a revisarla. No, yo nunca he hecho tal cosa, sino que mi proceder
consiste en ir labrando el campo a hecho, es decir, surco por surco, aunque se
me pueda dar el caso de que cuando esté, por ejemplo, en el quinto deba
retroceder al tercero u otro anterior para resolver algún detalle o interceder
alguna puntual corrección o realizar algún ajuste. De manera que lo que es la
impronta y línea del texto quedan definidas desde el principio.
Tampoco trabajo con
ningún esquema paralelo, aunque sí que puedo hacerlo con debidas chuletas que,
tras estudiármelas a fondo, entiendo me pueden venir bien o ser muy útiles. El
correspondiente esquema o la idea general propiamente dicha anidan en mi
abierta mente como si fuesen un manto de rocío, y cuando digo esto me refiero
tanto a los relatos como a las novelas, aunque, como es lo dable, los primeros
son más herméticos, precisos y cerrados que las tan permeables segundas a la
hora de resolverlas, ya que son proyectos a vencer a más largo plazo.
Un delicioso
momento del proceso creativo literario es la reencarnación en los personajes y
especialmente cuando nacen, y sobre todo tratándose de el protagonista. Uno se
desdoble en su favor, le hace un hueco en su mente, les deja participar. Y a
nivel literario, el personaje se convierte en un aliado/a, ya que muchos de los
pasajes él solo y un poco por su propia cuenta los escribirá con las que sean
sus participaciones.
Asimismo he de
señalar que cada trabajo es en sí toda una aventura de lo más singular, por lo
que tampoco tengo ninguna dinámica establecida que no se la de escribir todos y
cada uno de los días, si bien es cierto que suelo tener más de un proyecto
abierto a la par, para curarme en salud y poder concederme la oportunidad de
que si no estoy para el uno pueda estarlo para el otro o los otros.
Cierto es que hasta
que no coloco la palabra «Fin» todo está a mi servicio en plena calidad de
borrador, o sea, expuesto a cualquier cambio o modificación que bien vea
practicable u oportuna, de manera, y que cuando doy por terminado un texto es
porque, al colocarle la plomada y el nivel, me cercioro de que está
perfectamente equilibrado en sus particulares ambiciones, y hasta que eso no
ocurre, como si yo fuese un perro de presa, no lo suelto ni a la de tres.
Quiero señalar
también que siempre escribo con la misma fuente y en un formato de seis por
nueve pulgadas y que mis textos siempre se cuidan de estar orientados a su arte
final, de manera que cuando termino de liquidarlo todo es pasarlo a PDF y…
¡listo!
También destacaré
(aunque ya lo he hecho en el artículo titulado «De la música culta, la plebe y
yo») que siempre siempre escribo bajo el paraguas de la audición de música
culta de fondo, y tanto conocida como nueva. Y, asimismo, que siempre escribo
desde mi optomecánico teclado y nunca manualmente, salvo para tomar apuntes
cuando no los registro en mi grabadora de mano.
Cuando escribo entro en pleno trance y el mundo desaparece en mi derredor y solo existimos Las Musas, el propio texto y lo mejor de mí.
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