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De mis sentidos y yo

De mis sentidos y yo

Luis
Brenia

Ha ya muchos años,
mientras era panadero, me escapé un fin de semana a Asturias y he de señalar,
pues importa, que no sabía muy bien adónde iba; quiero decir, que ignoraba por
completo cómo era el principado y lo que me iba a encontrar en mi escapada.
Recuerdo que era primavera y que yo tomé mi furgoneta mediana y, solo por
desconectar un poco de mi trabajo y mis rutinas, lo escogí como destino, en
tanto tenía mucha necesidad de rodearme de frescura y verde, a fin de aliviarme
de las calores del verano extremeño y sus tan pálidos como ya ennegrecidos
secos pastos.

La cosa es que, una
vez allí, me decanté por puro capricho por escoger los famosos Picos de Europa
como punto de destino. Era aquélla una tierra tan distinta de la mía… que en
mi turístico paseo no pude evitar filosofar a mis maneras sobre ello ¡Yo no
sabía lo que eran las montañas, y en cierto momento, al verme entre ellas, me
sentí tan sobrecogido, me entró tal sensación de claustrofobia que exclamé:
«¡Pero cómo se sale de aquí!», y recuerdo que, al pasar por Fuente Dé, me
encontré a la vera de la tan sinuosa carretera con una piedra tan altísima que
parecía perderse tanto en el cielo que no parecía tener fin. Y dicha piedra se
me ofreció como la más tajante expresión de un límite extraño que no se daba en
mi tierra, pues en Extremadura no se dan rocas tan altas. Un límite porque la
consistencia de la piedra no se podía traspasar y porque si quería acceder a
sus espaldas necesitaba dar, si fuese posible, todo un gran rodeo; y aquello
era algo que no sucedía en mi región. De manera que se me antojó que la
orografía marcaba necesariamente mucho la psicología y costumbres y la forma de
vida de los pobladores; y recuerdo que estaba yo contándole eso a un paisano
que estaba tomándose una caña con un desconocido forastero cuando, al terminar
mi narración, me dio por preguntarle a este último que de adónde era. «¡Pues,
precisamente… de Asturias!». «¿Y qué es lo que te pasa a ti en estos
inhóspitos llanos y páramos?» quise saber de primera mano. «¡Pues que se me
aburre la vista!».

Entonces yo lo tuve
muy claro: las características del entorno nos condicionaban sobremanera, como
nuestras percepciones de las mismas; y así recordé las peculiaridades de mi
caso, de esta persona que os escribe y que participa del mundo físico desde sus
condicionados sentidos, en tanto es desde tales desde donde humanamente
percibimos la fisicidad de la realidad.

De manera que me
paré a considerar las singularidades de mis sentidos y los fui estudiando uno a
uno a fin de entenderme mejor. Y de ello les hablaré en el presente artículo,
porque la cosa, ya verán, tiene su miga.

Mis sentidos más
desarrollados son el oído y el tacto; y no me atrevo siquiera a postular cuál
más y cuál menos, ya que ambos los tengo muy agudizados.

El oído, por mi
melomanía; y también porque a través de tal yo registraba muchas informaciones
capitales acerca de cómo iban las cosas en mi obrador, ya que, por ejemplo, el
sonido (que no ruido) que hacía la amasadora o la refinadora o la pesadora al
trabajar una masa yo me lo sabía traducir en datos con los que discernir de
lejos el estado del amasado, aunque la precisión de tales yo necesariamente la
debía de corroborar y afinar con el tacto, ya que era mediante las lecturas de
éste cómo sabía yo qué era lo que realmente había. Porque cuando los panaderos
tocamos la masa de pan leemos sus propiedades y conocemos el punto exacto que
tiene la masa; y así les haré ver que a través del contacto táctil nos es dado
leer las siguientes magnitudes: la textura, el grado de dureza, de tenacidad,
de elasticidad, de humedad, de adherencia, de compactación y de alveolamiento,
de temperatura, de fuerza, de peso y volumen, de extensibilidad, de
consistencia, de fermentación y de cuerpo. Es decir, de quince magnitudes
entrelazadas que conforman un acorde de parámetros que a los panaderos nos
revela qué es lo que hay exactamente y cómo debemos proceder, ya que la
elaboración del pan es absolutamente interactiva; quiero decir, cómo está
realmente la masa en tiempo presente; lo cual es vital para poder  hacer el pan y comunicarnos con él, a fin de
procurarle sus mejores condiciones de desarrollo, en tanto estamos trabajando
con un substrato evolutivo que además, al estar vivo, ya que contiene levadura,
es mutante. De modo que, por su tan crucial importancia en el asunto, y a fin
de afinar en lo posible la calidad de las lecturas, mi tacto está de lo más
desarrollado, de los millardos de millardos y más millardos de veces que habré
tocado en sus distintos estados las masas panarias a lo largo de mi vida. 

Con el oído me pasa
algo muy curioso, y es que si soy todo un águila para quedarme con las músicas,
soy la persona más zote del mundo para seguir las letras de las canciones en
nuestro idioma y quedarme con ellas; eso, ya lo he dicho en mi cuarto artículo,
explica mi animadversión por el género chico, la zarzuela. Digamos que los
protagonismos que adquieren las palabras inteligibles me destrozan y molestan
la audición por cuanto añadido esfuerzo me suscitan, requieren y suponen; de
manera que esto no me sucede con las piezas que escucho en extranjero, donde la
voz humana se ciñe a comportarse como un instrumento más.

Mis segundos
sentidos más o menos equilibrados, si se tiene en cuenta mi adicción al tabaco
y las adversas consecuencias que ello me puede acarrear a tales efectos, son el
gusto y el olfato; y, por tanto, no tengo mucho que decir sobre ellos. Degusto
y huelo en un grado al que estoy tan acostumbrado que se me ofrecen unos
sentidos medio adormilados o subliminales; pero en todo grado correctos.

Es la vista, mi
sentido más afectado, el que más miga tiene, ya que nací miope, con un ojo
vago, astigmatismo y rabiosa fotofobia; y dicho cóctel ya verán qué roles más
curiosos juega y que misnúsvalías y también qué destrezas me ha proporcionado.

A todo esto diré
que, visualmente, todos los recuerdos que guardo de mi generosa y linda
infancia están confinados en un radio de un par de medio nítidos metros, ya que
más allá empezaba lo borroso e inasible para mis ojos; es decir, una especie de
secundario submundo inapreciado y carente de interés práctico.

Yo no descubriría
lo que me pasaba en la vista hasta que fui objeto de una revisión que al
alumnado nos practicaron recién incorporados a la Universidad Laboral de Cheste
(y al que, fuera de toda duda, considero el mejor colegio del mundo, ya que
todo me fue muy bien allí durante los tres años que estuve internado). Y
recuerdo que al instalarme las lentes exclamé de lo más estupefacto y
sorprendido para mis adentros «¡así cualquiera!», porque, entonces me di
perfecta cuenta, yo albergaba y arrastraba los complejos de ser muy malo con
las escopetas de balines y también a la hora de encontrar nidos o de distinguir
entre sí las vacas suizas, a diferencia de los demás chiquillos con que me
juntaba en el pueblo.

Una consecuencia de
mi mala visión de nacimiento entiendo que ha deslizado en mí una cierta
distracción hacia lo visible como ámbito, una especie de pereza por la
captación de los detalles visuales, más ello, como se habrá de ver, lo he
sabido suplir con el entendimiento de otros lenguajes de «lo borroso».

Por ejemplo: cuando
yo era miope, astigmático, medio tuerto y fotofóbico y usted me paraba en la
calle a, pongamos, eso del mediodía, ocurría que yo tenía que escucharle
cabizbajo, pues a poco que alzase la testa el sol radiante me quemaba las
pupilas, y así yo, para preservarme, bajaba la cabeza. Y les advierto que en
todas las fotos de mi niñez aparecía con los ojos guiñados, y el bueno más que
el vago; y a nadie le salio de ojo ni tampoco se me dio el caso de, a fin de
medir o evidenciar mi miopia, me dijese «¿Ves aquello que está allí, a lo
lejos?».

Pero a lo que les
iba: cuando yo me mantenía cabizbajo mientras usted me hablaba y decía lo que
fuera, y yo con la cabeza baja y los ojos puestos en sus pies y las hechuras de
sus piernas, le escuchaba, yo, sin quererlo, adquirí, a modo de lo que a otros
se les pudiere antojar un don, un lenguaje: el de saber interpretar las
hechuras de las extremidades inferiores de las personas y los andares, el de
ver a su través con absoluta nitidez el perfil psicológico de mis
interlocutores, y sean quienes sean; solo con verles calzados y vestidos ya sé
quienes filosóficamente son. Tengo esa destreza, y ocurre que tanto nuestra
mitad inferior como los propios andares son mucho más difíciles o
involuntariosos de disimular que los gestos, o las arrugas o el peinado.

Y todo lo anterior
lo he adquirido en base a una minusvalía. Así yo sería un excelente experto en
Recursos Humanos ya que con ver caminar a un tipo y ver sus calzados pies
mientras me habla ya me basta para saber quién es; y no falla.

Luego, en lo demás
reconozco que soy un caso de lo más perdido. No sé ver, por ejemplo, un partido
de fútbol o una corrida de toros; no gozo de la propiedad física de poder
seguir con nitidez sus tan decisivos movimientos. O me da igual un roto que un
descosido. La cosa es que soy un desastre, pero no del todo, ya que esta otra
minusvalía ha redundado en la adquisición de otro Sentido Superior, del  que todas las personas gozamos, y quizás por
lo mismo, porque somos evolucionados humanos, pero que yo he desarrollado a
tope, y que es el Sexto Sentido.

Yo tengo un Sexto
Sentido de la leche. Las veo venir a astronómicas distancias; vamos, que me las
huelo a la legua y soy tan rápido como aquel veneno de aquella serpiente del
Medio Oriente que era tan mortífero que incluso te hacía efecto antes de que el
ofidio te picara. Es decir, mi Sexto Sentido carece de latencia.

Mi Sexto Sentido,
verán, me he parado lo mío a analizarlo, en aras de aprehenderlo, es muy
curioso, y es un reino en que se citan fundamentalmente la suspicacia, la
perspicacia y el instinto arrebujados, y más en un desordenado como lo soy yo.
También les advierto que uno de los fármacos que a diario ingiero es para
combatir y reducir la suspicacia inusual. Pero tengo la perspicacia de un
lince, y del detective Colombo, y el instinto de un monarca. A veces la
suspicacia y la perspicacia son difíciles de discernir entre sí y, a menos que
no sea por el instinto, que es una fuerza más clara, entonces uno yerra. Mas
cuando se produce el justo equilibrio entre tales puertas, y el instinto se
alinea, entonces ¡plas! se acierta.

También es cierto
que dichas puertas –la suspicacia y la perspicacia– no son en sí del mismo modo
permeables para los registros; unos cuelan, otros se desestiman y desechan,
requiriendo la intervención de uno.

 Porque el Sexto Sentido es un olfato finísimo,
un radar, una sensible membrana y una poderosa antena.

Y, como he
desarrollado tanto el Sexto Sentido, y me he entregado tanto a la reflexiva
escritura, huyendo del perejil de mis sentidos me nació otro nuevo en la
frente, y se me da el caso de que esto mismo también lo sé, y de pe a pa, desde
el grado de Gran Maestro Panadero que me distingue, actualmente he
desarrollado, y estoy llevando muy lejos, un Séptimo Sentido, que es mucho más
privilegiado, complejo, místico y virtuoso, de origen divino, al de llamaremos
Sentido de La Teopnéustia, que es la propiedad de saber desnudar la verdad a
través del espíritu; y que seguidamente me pararé a exponer.

Hablando desde la
propiedad que me confiere mi maestría como panadero –un experto en el gobierno
de inestables matrices borrosas flotantes–, desde mi máximo nivel he discernido
que detrás de todos y cada unos de los acordes registrados, y de sus mismos
conjuntos, y del último Gran Acorde que engloba a toda la obra, solamente queda
al desnudo el poliédrica alma del Compositor Único como Gran Auditor, con la
que el público, si es apto, se funde.

(Vean que les estoy
hablando de Música Celestial, de Inspiración Divina; no de cualquier cosa.)

Cuando escribo (y
como decía Onetti «yo no sé escribir mal».), entro desde mis alturas (porque
importa mi condición de halcón peregrino) en un trance singular, estado de
flujo total en vertiginoso picado, y hasta siento ser no más que un medium,
una mera puerta por la que salen las palabras que una entidad superior me
facilita, una entidad superior por la que Mis Musas me saben vindicar en
calidad de Gran Literato.

Dado que mi obra es
muy rica y extensa el Gran Poliedro Resultante da cuenta del que es Mi Gran
Acorde. Una figura muy hermosa y colorida. Una Gran Obra.

Cada línea que
escribo es una fibra más de Gran Poliedro Irregular, cada obra –acorde de
acordes– una cara más.

El Sentido de La
Teopnéustia es ultravisionario en lo referido a Las Causas Elevadas y en tanto
es capaz de discernir artísticamente el vehículo con que trasladarnos su magia,
el corpus de una obra, su estética y estilo, sus hechuras; su
resultabilidad.

Y ahora, una vez cerrada la exposición general de mis sentidos, se me antoja que, en relación a la grandísima importancia que cobra a la hora de gestionarlos, mi próximo artículo versará sobre el trabajo, y más aún sobre el trabajo por amor al arte, que es el que generalmente yo he profesado durante la mayor parte de mi vida y tanto me dignifica.

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