Tumbado bocarriba en la cama de la UCI es cuando me di cuenta de lo importante que es el aire que respiro. Intubado, aislado, doliéndome todo el cuerpo y con fiebre alta he pasado sedado demasiados días cara a cara con la muerte. En un box individual,separado de otros pacientes por mamparas sólidas que me impedíanverlos aunque sintiese alejadas sus toses, sus ahogos, sus respiraciones forzadas. Sin más visión que el techo blanco, sus luces y lo poco que podía abarcar con un leve movimiento lateral de la cabeza. Así horas y horas, un día y otro, temiendo acabar asfixiado en soledad. Soledad rota a cuenta gotas por las revisiones periódicas que Mónica y Julio, los enfermeros encargados de mí, junto a Eulalia, un encanto de médico, me hacían con disciplina férrea.
Aún recuerdo aquella noche en la que, tras pasar una tarde con fiebre, algún cuadro de tos y mal cuerpo, decidí sobre las nueve y media acercarme a la farmacia a por paracetamol. Todo el mundo decía que era lo indicado, junto a reposo y líquidos. También mi mujer, y algo menos nuestra hija, presentaban síntomas de lo que nadie quería nombrar. Conforme bajaba las escaleras, camino de la calle, notaba la presión aumentar en el pecho, con una mayor falta de capacidad pulmonar que achacaba a la mascarilla que llevaba puesta, la cual arrojé con furia al primer contenedor que encontré para ver si me liberaba un poco. Cada paso camino a mi destino me costaba más y tampoco entendía la rapidez con que aquel malestar me estaba abrazando, apretando, generando una ansiedad que todo lo empeoraba. La oscuridad de la calle, la soledad de mis pasos y la sensación de mareo se juntaron para hacer que, a pocos metros de la entrada de la farmacia, cayera desplomado, sin fuerzas, totalmente desordenado,terminando con la cara pegada a la fría acera y la mirada perdida.
No sé el rato que pasé en esa posición, sin ayuda, agarrándome a la vida por el hilo de aire que alcanzaba a respirar. Imágenes pixeladas de una joven con su perro saltan hoy en mi memoria como flashbacks. A pocos centímetros de mi cara, el can no cejaba en su empeño por despertarme a ladridos mientras la chica, manteniendo la distancia, hacía llegar, gracias a una llamada con su móvil, una sirenaanaranjada familiar que pudiera hacer algo por mí. Siluetas con monos, guantes y mascarillas blancos se encargaron de asegurar que llegara con vida al complejo hospitalario más cercano, procurando durante el trayecto tomar los primeros valores de mi estado real.
-¡Mala pinta tiene! – es la única frase que logré captarpues el resto eran una serie de calibraciones que iban obteniendo y transmitiendo en un informe.
Precisamente esa misma tarde estuve pensando que, de ocurrir algo similar, no las tendría todas conmigo, pues estaba en una edad que podría ser un hándicap en caso de dudas médicas. Abandoné ese pensamiento que retomé borroso en mitad del caos que eran las urgencias donde la ambulancia me dejó en manos de una chica joven, con pijama azul de enfermería y apenas protección contra nada. Una héroe que, con sonrisa nerviosa y mis informes en una mano, empujó la silla de ruedas en la que yo estaba con la mayor rapidez que pudo por mitad de la desorganización que campaba a sus anchas. En esas me vi superado y perdí la consciencia.
-¿Cómo estás?- me preguntódulcemente una cara protegida con un traje EPI a la vez que una salva de aplausos, procedentes de ocho ó diez sanitarios próximos, me sonaba a gloria -. No puedes hablar, todavía, pero ya estás con nosotros –anunciaba con tono emocionado mientras a sus espaldas siguieron los abrazos y lágrimas. Así conocí a Eulalia, mi médico en la UCI, y a su increíble equipo que,por fin, celebraba algo en esos tiempos de malas noticias constantes. Habían pasado once días desde que ingresé, poco menos que desahuciado, aunque con la suerte de disponer de un respirador para mí y la confianza de todos en la fortaleza que aparentaba.
Yo apenas me daba cuenta de la situación mientras ella me hablaba despacio,haciéndome preguntas rutinarias, de respuesta monosílaba, para confirmar mi despertar. “Once días”, me repetía a mí mismo al enterarme, mientras muy lentamente mi cabeza iba ordenando piezas del puzzle que tenía dispersas anárquicamente en mi cerebro.Sentía la algarabía y comenzaba a reconocer voces sin acertar a concretar de qué. “Moitoagarimo” (mucho cariño en gallego), resalté lo primero entre todas, lo que uní de inmediato a “enfermero galleguiño”. Sabía que era Julio y su frase preferida repetida hacia mí una y otra vez en esos días mientras me asistía. Comenzaba a razonar y recordar. Supe que había estado todo ese tiempo sedado, con el tubo liberando mis vías aéreas para asegurarme el oxígeno, alimentado por la sonda nasogástrica y bombardeado constantemente por todos los acrónimos de moda: UCI, EPI, RCP, COVID y otros que les perdí la cuenta. No podía hablar, tan sólo mover algo la cabeza. Lo intenté pero me mandaron parar.
-En seguida te quitamos el tubo y vemos si lo vas a necesitar más o no, ¿de acuerdo? – negociaba conmigo la doctora para que no fuera tan deprisa como yo quería. Asentí levemente aunque moría por saber de mi mujer y de mi hija, de mi familia, mis amigos y de mi perro “Punki”, del mundo en general, pero me sentía muy débil. Recuerdo el momento de la extracción sin mucho reparo, tal vez aún bajo cierto efecto sedante, pero con unos segundos de espera, eternos para todos, hasta que comencé mi respiración espontánea normal. La sonrisa de la enfermera cuando le devolví el pulgar hacia arriba provocó una nueva traca de risas, abrazos y aplausos que no entendía bien en aquellos instantes, pero que hoy están más que justificados visto el rastro de muerte de esta pandemia. Quise amagar con decirle algo pero me mandó callar mientras me asegurabala máscara de oxígeno externa que continuaría la misión.
-Confía. Disfruta la vida – me susurró mientras sus compañeros iban retomando sus tareas lanzándome unas últimas miradas de ánimo -. Sé lo que quieres pero ahora debes tener paciencia infinita. La familia es el tesoro más preciado del mundo, es la mayor fortuna junto con la salud. Debes tener fe. La fe mueve montañas y esto debe quedar como un mal recuerdo. Ayúdanos tú. Estamos juntos en esto ahora, mañana y el tiempo que necesites -. Sus palabras, la paz con que las transmitió, me permitieron relajarme cuando me volvieron a dejar en ese añorado silencio que tantas veces deseamos en nuestro día a día.
Recuerdo aquellas primeras horas de consciencia, esos primeros intentos de ordenar la memoria para alcanzar una estabilidad y control del presente. Cerraba los ojos para concentrarme en los diferentes trailers que se proyectaban por mi cerebro y asistía a mi particular sesión cinematográfica. No sé porqué me acordé de Almuñécar, de la puesta de sol cerca del chiringuito sentado en la arena junto a mi mujer. En libertad, sin ataduras biológicas. Otrode esos trozos de película que evocaba me hablaba, en boca de un paciente que evacuaban a planta, de “su Cádiz”, de las tapas de atún de Zahara que prometía invitarme, “En agosto, ¿eh? Que no se te olvide”, seguía a lo suyo a pesar de ir traspasando puertas en su traslado. Y es que la felicidad está en las cosas pequeñas, en valorar lo más simple de la vida, los detalles que despreciamos de rutina cuando son los que dan calidad a nuestra existencia. Un libro al atardecer, un paseo caminando juntos con mi perro o, como alguna vez escuché a mi hija con sus amigos, “ir a un mirador con una litrona de Alhambra a reflexionar sobre la vida”. “Muy románticos estos jóvenes” me sorprendí sonriendo solo por primera vez.
Durante otros dos días más me mantuvieron en la UCI, sin fiebre, apenas toses anecdóticas y liberándome de los restos de dolor general que me atenazaron en mi ingreso. Durante esos dos días no dejé de preguntar, de rogar información de mis seres queridos. Mónica y mi “agarimo”, apodo con el que ya se quedó Julio, siguieron centrados en evitar cualquier recaída“mintiéndome piadosamente” sobre todo lo relacionado con el exterior. No del todo. Sabía que estaban bien, pero hasta que uno no ve las cosas desconfía del mensajero. Aparte que el encontrarte mejor, más lúcido, poder ya comer y recuperar fuerzas te hace querer más y más. Entendía que tuviera que estar aislado, pero mi cabeza y mi corazón pedían subir de nivel emocional.
-¿Te apetece ver una película? –me preguntó Eulalia, tras la cena, cuando acababa el último reconocimiento en mi teórica última noche de UCI. Tras haber visto ya suficientes en mi cabeza en esos días no me parecía una gran idea. Aparte de que estaba seguro que no era el sitio adecuado para eso, por muy enchufado que a estas alturas pudiera estar. Me chocaba que Mónica y Julio estuviesen allí junto a ella, lo que no era muy habitual. Sin dejarme responder, extrajo con dificultad, por los guantes y el equipo EPI, un móvil que reconocí al instante. Si me hubieran medido la tensión en ese momento, o tomado la temperatura, seguro que me mantendrían allí un tiempo más. Todo se disparaba al ver que en la pantalla del viejo móvil de mi esposa había una flecha en el centro para iniciar la reproducción de un vídeo -. ¿A que ahora te apetece más? – confirmaba ella mientras los dos acompañantes peleaban por ser el autor del arranque de las imágenes más deseadas por mí en este tiempo.En apenas un minuto Sandra, mi mujer, me dedicaba un saludo “muy especial” desde detrás de su propia máscara de oxígeno, tranquilizándome por su estado, por el del resto de la familia y emplazándome en breve para, según sus palabras, “una cita de enamorados”. El silencio de todos al concluir el mismo hablaba por sí solo de la emoción presente. Los ojos vidriosos del equipo confirmaban el acierto del vídeo -. El amor lo cura todo, Miguel. Descansa – fue la despedida de quien está orgullosa de haber logrado salvar una vida. Los que realmente te quieren no te lo dicen todos los días, te lo demuestran cada día. Y ellos lo hicieron. Los iba a extrañar cuando me fuera.
Ahora, han pasado dos días desde que estoy en mi habitación de aislamiento donde comprueban que todo evoluciona como es debido. Cuando llegué, por falta de espacio por el número de ingresos que no cesan de aumentar, compartí la misma con un anciano de noventa años que era difícil de explicar cómo había superado la enfermedad. Ha sido el protagonista de la planta hasta su alta, hacía un par de horas, en donde salió cual estrella de Hollywood entre aplausos de todos, pacientes y sanitarios, no sin antes dejarme una frase que me pareció muy acertada: “Añoro un abrazo de los queahora están fuera de mi mundo, pero en casa tengo todo lo que necesito para ser feliz”. Y para casa iba. Un fenómeno Don Vicente.
Me quedé mirando relajado por la ventana cómo primero llovía ligeramente, para luego asomar entre las nubes unos rayos de sol.El sol y la lluvia juntos ofreciéndonosel arco iris más espectacular que recordaba. Lo podía ver como con los ojos de un niño, como si fuera un mago que no vive en el mundo, sino que el mundo vive en mí. Faltaba que sonara “Somewhereovertherainbow” de fondo y, puestos a pedir, el mar, un mojito y una hamaca…pero la realidad es bien distinta, mucho más triste. Pasamos por una etapa mundial en donde el universo nos está poniendo a prueba, no nos hemos portado bien con él. La naturaleza es sabia aunque siempre saca sus escrituras lo cual, a ratos, me hace tener miedo…mucho miedo.
Pero sé que todo continúa, como las olas del mar. La solidaridad, la comprensión, la diversidad que por fortuna gozamos, valores como la amistad y la familia, todo ello es lo que nos debe hacer fuertes y unir esa fuerzas para salir de este negro presente, de esta película de terror jamás imaginada.
Y, como dice la canción, volveremos a juntarnos, volveremos a brindar, a disfrutar de un concierto, del teatro o de un paseo por el campo verde. Estoy seguro que podremos dar un mundo con futuro, donde cuidemos los detalles, donde, ¡ojalá!, mi nieta nazca bien, y que sus padres y hermanito sean felices para siempre olvidando esta pesadilla.
Es la hora. Se acerca la ansiada cita pendiente desde la UCI. Por fin nos van a permitir vernos, algo aislados y no mucho tiempo, pero vernos. Aparece Silvia, la enfermera de planta con su pobre equipo de protección. La he recordado, de algún rincón de mi mente, acelerada mientras corría conmigo en mi ingreso. Hoy está más relajada, más contenta y acompañada por quienes no se perderían este momento, cómo no, mis queridos Mónica, Julio y Eulalia.
-Con tu mejor pijama, Miguel – se ríen de mí -. Ponte derecha la mascarilla a ver si se arrepiente tu señora – continuaban la broma.
-Un hombre no puede ir a una cita sin una flor que regalar – me sorprendió Mónica con una rosa de plástico, bañada previamente en gel hidroalcohólico, que sostuve en mis manos enguantadas, e igualmente bañadas, mientras salíamos la comitiva encabezada por mi silla de ruedas.
Era la primera planta, en una pequeña sala con ventanas que daban a la calle, donde estaba nervioso, esperando sentado, cuando apareció, después de unas dos semanas muy duras, la razón de mi vida desde hace casi cuarenta años. Siempre he sido yo el “cabra loca”, el de los disparates, el que rompía todos los silencios, hasta los necesarios, con tal de animar cuando creyera conveniente. Pero hoy, con algunos kilos de menos, sin afeitar, demacrado y débil, no me salían las tonterías que otros días fluían sin esfuerzo. A ella la traía una pareja de enfermeros, que supuse eran unos de los responsables de que estuviera allí, que se apartaron junto a mi cortejo para dar una mínima intimidad. Nos habían aconsejado no abrazarnos, ni besarnos, por protocolo y así cumplimos con lo pactado. Tan sólo, cuando estábamosal famoso metro de distancia, nos animamos a extender nuestros brazos, le di la flor entre risas cómplices y entrelazamos moderadamente nuestros dedos enguantados, y más que desinfectados, para poder sentir, por fin, el uno al otro, aunque fuese con esa goma de por medio, mientras nuestras miradas no se desviaban. Estaba delgada, cansada, con el pelo recogido en un gorrito de esos de hospital, pero para mí estaba más guapa que nunca. La belleza sin inteligencia es solo decoración y precisamente por ahí es por donde caí enamorado.
-Y ahí están los invitados que nos faltaban – anunció suavemente una de las enfermeras de Sandra rompiendo el hechizo que flotaba. La miramos y, con un gesto de su mano invitándonos a asomarnos por el cristal, nos acercamos hasta el mismo. Antes de que nos pudiéramos dar cuenta de lo que se trataba, un fuerte ladrido muy familiar nos acabó de sacar las lágrimas que ambos habíamos tenido contenidas bajo nuestras máscaras. Justo debajo de nosotros estaba “Punki” con Sofía, nuestra hija, ambos dando un espectáculo de saltos y gritos descontrolados que llamaban la atención de los pocos viandantes que pasaban por allí, así como de pacientes y personal de otras habitaciones. Apretamos aún más fuerte el enlace de nuestras manos agradecidos a la vida que nos daba una maravillosa bola extra que sin duda no vamos a desaprovechar.
Autores:
JulieGarcia, Rocío Noseque, Mª Angeles Conejero, Laura León, Luife, Javier Simón, Eli Rodrigo, Trini Castillo, Aracely Cirujano, María Carmona, Belén Jiménez, Susana Carrascal, Julia Sánchez, Pablo, Esperanza Benayas, Alicia Martín López, Juan A. Infante, Miguel Angel G G, Raúl Montejo, María Mar Soler, Magda Robles, Anto Álvarez Miró, Sara Navarro, María Ferluq, Inma Martínez Siles, Rocío León Más, Ángela García, Rosa M Parajó, Margarita Gómez Caballero, José Manuel Navarro, Concha Valverde Linares, Eulalia Álvarez Miró y José Luis León.
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