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En ruinas

Lo único que resalta entre la bruma y los bloques de cemento caídos es la remera verde. Un toque de aire fresco al paisaje gris y polvoriento (polvoriento de pólvora, de esa suciedad de muerte que existe después de una guerra) de la ciudad en ruinas.

Ni habitantes ni turistas, deambulan por la ciudad con un dolor genético de tal vez ser parte de algún bando. O de los dos. O de ninguno. Con las manos en los bolsillos, apretando el forro del pantalón a modo de protesta angustiosa, Marko camina entre los escombros que forman un museo de arte de Colosos, un panteón del Caos, el orígen de un nuevo mundo.

La ciudad en ruinas, la ciudad abandonada, la humanidad rota. Los altares sin dioses, los dioses sin fieles, los fieles sin poder creer en nada. La nada se apoderó de la ciudad y llenó todos los huecos con un vacio frío, misterioso, nostálgico. Recorrer lo que queda de la ciudad, querer ir de una punta a la otra es una invitación al parkour, a jugar a ser niños saltando obstáculos, pero con la inocencia perdida. 

Sebastian entra y sale de las casas desvastadas;  mira el cielo desde los edificios abandonados, derruídos. La luz del día que cae empieza a jugar entre las hendijas de las paredes, las grietas y los agujeros de las metrallas, del tiempo, del abandono. Las partículas que se levanta con los pasos y se deja ver con la luz del sol parecen polvo de hadas. O de Hades. Allá, a lo lejos, en el imaginario de la historia, todavía se escuchan las hordas del infierno dejar sus huellas. Las que rompieron la ciudad primero, las que la decoraron con graffitis después.

Hay casas en las que las que parece que el tiempo se congeló: ahi seguro hubo un cuadro; más allá algún artista dejó un techo lleno de firuletes. Algún religioso corrió dejando atrás un altar para que alguien lo ocupe con más tiempo y menos miedo.

Sebastián y Marko caminan en silencio, cada uno buscando algo que despierte su curiosidad de niños. Estan sueltos en un parque de diversiones abandonado, tal vez haya algún tesoro oculto, olvidado. Tal vez solo haya olvido. Y silencio.

Hay momentos en que el silencio es necesario, sobretodo después de muchos días de ruidos molestos, como las bombas, las metrallas, los gritos, los llantos ahogados en bombas, en metrallas… O los propios pensamientos llenos de pasos andados por ruinas.

Pero cuando llega el de silencio está ese momento de incertidumbre de si va a ser por un rato (un impasse de las hostilidades) o si va a ser para siempre (la muerte, el fin). Y lo peor: ¿es ese silencio producto de una sordera? ¿los oídos dejan de escuchar concientemente, hartos de tanto tiro, tanto derrumbe?

Ese silencio de abandono, de nada, de no-vida invade los edificios abandonados. Se escuchan algunos grillos que se animan a tomar la ciudad antes del atardecer; hay un cerco sin alambres, un símbolo de libertad, justo ahí, donde empieza el pasto amarillo y se ven los árboles de pie.

Ahi, en ese atardecer naranja, un violín entre los escombros se salva del olvido. Y empiezan a sonar notas de nostalgia que cortan el silencio. Suena a requiem. Quiere ser un sonido dulce pero la distonía de la guerra desafinó por completo el sonido al que estaba destinado.

Marko toca suave, rasga las cuerdas casi acariciandolas. No quiere lastimar más nada de ese lugar, ni con el sonido, ni con las manos. Hasta los pasos que dio para llegar a ese punto fueron cuidados.  Sebastián escucha el sonido y se sienta en el borde de la ventana y escucha. Allá, sobre la pila de bloques de cementos, detrás de lo que podría haber sido la ventana con la vista más linda de la ciudad, está Marko tocando el violín, de espaldas a la ciudad en ruinas, de frente al cerco sin alambres.

Un requiem a la libertad perdida. O una oda a la libertad en ciernes.

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