Hoy llueve de forma torrencial. El agua inunda las calles y el parabrisas del coche se mueve veloz. Uno tras otro, los coches esperan que abran la vía. Llevamos parados minutos y da la sensación de ir para largo. En el retrovisor se reflejan mis ojos azules; un profundo cerco morado los rodea consecuencia del agotamiento acumulado. Cansado, deseo llegar a mi casa lo más rápido posible y deleitarme con el suave son de la música clásica; evadirme de todo, tomar ese descanso tan merecido al que aspiro hace un tiempo. Sin embargo, ella está en mis pensamientos: Marisa… ¿Dónde estará? ¿Qué habría sido de la dama de mis sueños? Hace tanto que marchó… La echo de menos y, con ansias, espero su regreso.
Cuando la conocí era un muchacho joven lleno de preguntas, ávido de conocimiento y con muchas ganas de vivir. Por entonces cursaba segundo de carrera, ambicionaba llegar a ser un gran investigador; de hecho, ahora soy catedrático de Historia Antigua. Recuerdo que la vitalidad y la emoción corría por mis venas empero estaba poco ducho en vivencias, por lo cual, lleno de ingenuidad. Me dirigía hacia una conferencia de Antropología: El Chamanismo en las Tribus. Interesante desde el punto de vista del conocimiento sobre creencias, mitos y formas de enfrentarse a la vida distintas a las nuestras. Me fascinó esa pasión con la que el conferenciante exponía cada uno de los puntos. En la primera fila estaba ella, sentada, tomando apuntes; por sus preguntas, interesada en lo paranormal. Eso me llamó la atención sobremanera. Me obnubiló su cabello castaño recogido en un moño grande y esponjoso y su voz suave me llegaba al alma. Algo saltó dentro de mí.
Un fuerte pitido me devuelve a la realidad. Los autos avanzan con lentitud hasta llegar a la rotonda más cercana en la cual giro en dirección a mi hogar. En ese momento, me parece ver unas luces detrás de mí. ¿Alguien me sigue? Quizá me lo he esté imaginando… Aparco a unos metros de mi piso y aligero el paso. La lluvia persiste; el agua cae por el paraguas creando charcos a mi alrededor que intento evitar. Cerca de la puerta del portal, una sombra se ciñe sobre mi cabeza. En mi costado, un puntiagudo objeto hace ademán de clavarse. Una voz bronca me invita entrar. Un encapuchado susurra: «Tenemos que hablar, profesor». Obligado, entramos en casa aceptando entablar esa conversación. Perplejo, descubro que aquel hombre amenazante se trata de un conocido. Matías, un compañero de excavación robusto y de modales rudos, es el atacante. ¡No me lo puedo creer! ¡¿Realmente, es necesario eso?! Tiene la mirada ida y una risa nerviosa denota su estado de excitación. Hace poco entró en una espiral peligrosa. Creo recordar que firmó un contrato con algún expoliador… No estoy seguro. Pero, desde luego, sí había empezado a consumir alguna sustancia lo que explicaría su actual estado.
—Te
preguntarás el por qué de esto —dice. Le contesto asintiendo pausadamente—.
¡Relajémonos! —continúa bajando el arma Hace unos años estuvo investigando un
caso muy particular que no terminó.
—Así
es. Hubo un incidente con mi compañera…
—No
debiste llevar a Marisa —corta
acelerado— Esa escultura está maldita… Sin embargo, eso no me importa. Quiero
encontrarla. Me pagarán muy bien por ella.
Intento negarme. Su cólera es tal que da pavor, está obsesionado. Así, decido ayudarle en su empresa aún sabiendo que iba derecho a la perdición. Con mi secuestrador pegado, recojo lo necesario para retomar una búsqueda sin éxito.
Precisamente, fue en mi época de estudiante cuando entablé una relación mucho más profunda con Marisa. Me fascinaba su sonrisa, optimismo y esa locura suya de investigar o, al menos, informarse sobre hechos extraños, propio de una futura parapsicóloga. Así lo veía yo. Jamás pensé que el afecto que nos teníamos llegase a ir más allá. Pero ocurrió. Fueron unos años maravillosos; llenos de proyectos, felicidad y amor. Todo ocurrió en la preparación de mi tesis doctoral. Llevado por la intriga, descubrí datos sobre un yacimiento remoto que encerraba una estatua casi olvidada por nuestros antepasados. Cuando le comenté la posibilidad de ir a investigar, de hallar la figura y ver el motivo por el cual la abandonaron, el entusiasmo se apoderó de ella suplicándome que la dejara acompañarme. Pensé que sería hermoso hacerlo juntos y no tuve inconveniente en ello. Los meses siguientes fueron intensos. Éramos dos ratas de biblioteca ensimismados en el estudio. Por desgracia, había poco acerca de ello. Sin embargo, encontramos los indicios suficientes como para aventurarnos a realizar una primera prospección a las afueras. Aquello era desolador: una zona árida sin apenas vegetación, solitaria. Detectamos algunos restos urbanos de época contemporánea y alguna pisada incrustada en el suelo de pies descalzos. Mientras que a mi compañera le fascinaba, a mí me extraño sobremanera; no era normal. Al acercarnos a los restos descubrimos una placa semienterrada. Se trataba de un viejo hospital de tuberculosos. Tras las ruinas, salía de la tierra el casco de una cabeza; ansiosos comenzamos a medir y calcular para una posible cata. Al ahondar en nuestro hallazgo apareció la esperada estatua. Era la figura de un hombre corpulento, de unos tres metros, de alabastro puro. Por su expresión, podía decirse, que se trataba de alguien con poder en la sociedad. De pie, puños cerrados, e hierática, recordaba la posición de los antiguos faraones. Pero nada tenía que ver con ellos. Nos disponíamos a marchar con las muestras necesarias para analizar, cuando una voz de ultratumba surgió del centro de la tierra. No distinguí qué decía, sólo su tono amenazante; sin embargo Marisa tuvo que ver algo que la paralizó, desplomándose después. Nunca me dijo qué fue. Aquello quedó en el olvido y ella decidió irse sin ni siquiera dar una explicación.
Ahora, este insensato me obliga a regresar a punta de navaja. Allí fuimos, de nuevo conduciendo en una noche en la que no paraba de llover. ¡Es descabellado! Mil pensamientos pasan por mi mente: si no nos matábamos por el camino, me mataría él. Al llegar, todo había cambiado. Las ruinas no estaban donde recordaba. ¡Podría jurar que ese era el lugar! Mi acompañante se impacienta y casi pierdo los nervios de desesperación empero, al caminar, volvieron a verse los vestigios de la desolación; no así la estatua. Un grito desgarrador me asusta en desmedida. Matías mira al frente con ojos desorbitados. La gran escultura avanza hacia nosotros con pasos torpes; sus ojos, inquisidores, fulminan todo a su paso. ¡Es una pesadilla de la que no puedo despertar! Un gran trueno cae sobre un árbol que arde. No puedo más que correr.
Al día siguiente los noticiarios anuncian el encuentro de un hombre muerto, en extrañas circunstancias, cerca del extrarradio, en una llanura árida y fría. La vida sigue su curso. El teléfono suena: una sorpresa me aguarda. Marisa retorna esta mañana.
Imagen de Dimitris Vetsikas en Pixabay
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