1
Entonces ya era demasiado tarde: los días más fríos del invierno se estaban acabando, cada anochecer contábamos los minutos que se alargaban las tardes, faltaba menos de un mes para el equinoccio, había nacido la pequeña Emma y nosotros hacíamos cambios en la casa, movíamos muebles, ordenábamos estantes, limpiábamos despensas, atendíamos a los niños. Yo a veces cocinaba y me habituaba a andar con lentitud cuando salía a hacer la compra, sin la urgencia de tener que coger un tren a punto de partir. La casa había vuelto a oler a ese gel que usan los bebés y a algo que tú vigilabas en el horno. Óliver aprendía a vivir una nueva vida que se iba llenando día a día ya de una nostalgia en la que se mezclan la alegría de los niños y la pena de los mayores —cuida de Emma, la besa con mucho cuidado en la frente antes de ir a dormir, también la envidia cuando la ve en tus brazos—. Creo que ha sido estos días cuando ha aprendido a estar triste, esa tristeza que provoca el crecer. Mientras nosotros nos ocupábamos de esta caverna en la que la televisión brilla como un hogar neolítico y las ventanas calientan los días luminosos, el mundo seguía su curso, el paso de los trenes por las vías que se ven desde casa, la pulsión de los mercados que todo lo pueden, el ineluctable rodeo solar del planeta.
Escribo esto porque es importante saber cómo sucede la historia desde dentro, no las cifras, ni los discursos, sino lo que ocurre en el interior del tiempo, en los intersticios de los periódicos y los titulares, cómo cambia el mundo piel a piel en el espacio en el que no hay mapas que valgan ni relatos construidos, sino un retazo de vida astillada que subsiste como una pequeña familia de líquenes en un muro. El aleteo de una mariposa desata un huracán en las antípodas y sus efectos se sienten el salón de esta casa. Aún es incalculable la onda expansiva del gesto del vendedor furtivo que cocina un animal infectado en un mercado chino. Ahora que nos deslizamos hacia el porvenir, lo que vivimos desde hace unas semanas forma ya parte del futuro inmediato. No es el presente, que apenas alcanzo a ver, lo que me preocupa, sino el día de mañana, lo que ya está sucediendo sin que ni tú ni yo nos demos cuenta mientras Óliver juega con un tren con vagones de colores y Emma, que acaba de cumplir dos meses, abre los ojos alzando mucho la cabeza, con un esfuerzo sobrehumano, queriendo ver más allá.
Todas las llamadas a permanecer unidos en la moral, como una infantería romana en formación de tortuga, fueron inútiles. Ya entonces nos habíamos condenado a nosotros mismos. Una extraña gripe había aparecido en China y en el Telediario veíamos imágenes de una especie de lucha remota: hombres plastificados que fumigaban estaciones, residencias, calles; drones que rocían desinfectante sobre las aceras y las calzadas como napalm contra una suerte de enemigo invisible. Avanzaban en formación ocupando toda la amplitud de una calle. Ahora, algunas madrugadas escucho un camión que avanza lento por la calle regando las aceras con un agua espumosa, una especie de arma, extraña como un platillo volante, contra un enemigo invisible. La epidemia de los chinos era remota y sobreactuada, no había que preocuparse: nos lo decían los gobernantes, nos lo decían los periodistas, lo sabíamos nosotros prestando una atención frívola a las mejores informaciones. Era febrero. Esta especie de gripe sólo es letal en personas con patologías previas o de muy avanzada edad. Fue entonces cuando nos condenamos, cuando decidimos romper toda red posible de solidaridad y seguir viviendo nuestras vidas normalmente porque no nos afectaba la lejana gripe china. Sólo ellos, los otros, los viejos y los enfermos tenían motivos para preocuparse, no nosotros.
Fuimos aprendiendo poco a poco acerca de la biología del virus mientras se extendía: Corea del Sur, Irán, Italia. Se llama coronavirus por la forma que presenta visto al microscopio electrónico, una circunferencia dentada, una especie de engranaje, pero en los modelos en tres dimensiones es una esfera perfecta de la que surgen protuberantes proteínas en forma de pinchos que recuerda a esas viejas minas navales de la Segunda Guerra Mundial. No es ni siquiera un bacteriófago con aspecto alienígena o el icosaédrico VIH, sino una esfera de proteínas con ácidos nucleicos que habitaba en murciélagos, una casta milenaria de microorganismos que de cuando en cuando, por azar, muta y salta de animal en animal al ser humano —todos los seres tienen individuos con la vocación nómada de ir a otra parte, viajar es una cuestión de supervivencia—.
2
Hace dos días las noticias ya sólo narraban el horror. Los enfermos que buscan atención en las Urgencias del Hospital Infanta Leonor se quedaban en el pasillo, a un lado, como hojas caídas. Tumbados sobre mantas, algunos directamente en el suelo, los pacientes esperan una cama y una habitación que puede tardar días en llegar.
Óliver y Emma nacieron en ese hospital. Hace tan solo unas semanas, de madrugada, recorrimos los pasillos que van de la entrada de urgencias a los paritorios. La penumbra y el silencio eran acogedores. Recuerdo también la primera noche de vida de Óliver: nos despertábamos continuamente para asomarnos a la cuna en la que dormía, se asustaba entre sueños como si fuera a caerse y estiraba mucho los brazos buscando algo a lo que aferrarse, comprobando que ahora a su alrededor estaba el espacio inmenso del mundo, y entonces yo lo cogía en brazos y dormíamos juntos, él tranquilo y yo alerta por temor a que se me cayera. Las enfermeras y las matronas nos hablaban con dulzura, en un tono muy bajo, a ti porque eras el centro de atención de la habitación, pero a mí también porque me sabían torpe y nervioso.
Y ahora los telediarios difunden la imagen movida, tomada con un móvil, de los enfermos alineados en el suelo de la sala de urgencias, en los pasillos, junto a la pared, al otro lado de la línea roja que hace de guía para los pacientes de consultas y que se ha convertido, como en una película de Lars von Trier, en la línea que delimita la habitación de alguien que aún no se sabe si va a recuperarse o morir. En las residencias de ancianos los viejos conviven con cadáveres porque mueren tan rápido que no da tiempo a recoger sus cuerpos. Evito pensar cómo será despertar y ver muerto a tu compañero de habitación. Muerto por falta de atención, por falta de previsiones, porque alguien confundió lo improbable con lo imposible y de repente ha sucedido lo que sólo parecía una imaginación para el cine. He escuchado decir a alguien en la radio que las funerarias tienen que trabajar como si cada día se estrellara un Boeing 747 en Madrid. El Palacio de Hielo ahora es una inmensa morgue que ya se ha quedado pequeña. Los enfermos mueren a solas, aislados. Sus familiares no tienen ningún contacto con ellos: la única pista de la muerte es una llamada de teléfono, una condolencia y la promesa de que el cadáver será incinerado y enviado lo antes posible, incluso se han dado caso de cadáveres perdidos y reencontrados en otra localidad.
3
El otro día una caravana de vehículos militares salió de Bérgamo en Italia con sesenta y cinco cadáveres que ya no cabían en el cementerio. La tierra ya no pude con tantos muertos, como cuando de tanto llover la dehesa ya no empapa y comienza a encharcarse. Angelo Giopponi envió un correo electrónico a las autoridades sanitarias de Bérgamo el 22 de febrero: había identificado un núcleo de casos de Coronavirus y advertía de la necesidad de desalojar varios hospitales y emplearlos exclusivamente para pacientes de coronavirus. La respuesta que obtuvo fue «llevamos tres días sin dormir y no queremos leer tus tonterías».
El virus es un veneno silencioso: en muchas ocasiones infecta sin enfermar al huésped y esto facilita su transmisión, se extiende con sigilo antes de que la población comience a mostrar síntomas. Se aloja en la faringe desde donde puede viajar hacia nuevos huéspedes, se replica y desciende lentamente a los pulmones. Hay una lucha microscópica: las defensas del cuerpo luchan contra el virus, los macrófagos devoran las partículas infecciosas y de los restos de esta lucha se genera un detrito, un légamo de desechos cansados que inunda los alveolos y los va ahogando. Lo he visto en forma de niebla neumológica en una tomografía, un fluido lechoso que parece cubrir la masa oscura del pulmón. Era un silencio que ya nos asfixiaba a principios de marzo mientras seguíamos haciendo vida normal.
4
Pero nosotros vivimos al margen de lo que sucede. Estamos confinados en casa con los niños, jugamos con ellos. Veo cómo enseñas a Óliver algunos números, algunas letras, y le imagino ya leyendo carteles y señales por la calle en un futuro en el que podamos volver a pasear por nuestro barrio. Nos lavamos las manos revisando cada centímetro de la piel y evitamos acercarnos a los vecinos que vemos cuando sacamos a la perrita Luna. Mientras los médicos, enfermeros, auxiliares, trabajan sin descanso y sin protecciones nosotros esperamos protegidos a que la epidemia pase como pasan las tormentas o quizás a que termine con nosotros.
Hace unos años, cuando yo trabajaba en casa tú y yo pasábamos todo el día juntos, cada uno en su escritorio, viviendo confinados pero sin que nos hubiera ocurrido llamarlos así: desayunábamos juntos, almorzábamos juntos y al llegar la noche cambiábamos nuestro estudio por la sala de estar y charlábamos hasta la hora de irnos a dormir. La dureza de lo que sucede, para nosotros, es tan solo psicológica, una intuición de lo que pasa fuera y de la que conseguimos evadirnos para hacer vida. Tememos por los niños, eso sí, no sólo porque enfermen como por enfermar nosotros y no poder hacernos cargo de ellos. Quizás fue un error quedarse en Madrid, quizás deberíamos habernos ido antes de que nos confinaran como hizo tanta gente, pero no podemos saber si somos de ese tipo gente que porta y difunde el virus sin padecer síntomas, vectores biológicos que transmiten la infección sin notarlo —y empiezo a pensar que nunca lo sabremos, desde luego no pronto—.
Nuestros vecinos de la puerta de al lado se han auto investido en una especie de Reyes Magos y cada medio día tocan al timbre y dejan en el pomo de la puerta de casa una bolsa con un pequeño juguete para Óliver, un dinosaurio, un coche, un libro. Es casi nuestro único contacto con personas del exterior además de los cajeros del supermercado. Ellos vieron venir la epidemia mucho antes que nosotros. A principios de febrero ya habían hecho acopio de mascarillas, de latas de conserva y sobres de sopa. Todo lo que compran lo desinfectan con una máquina de ozono y lo pasan por una luz ultravioleta. Al fin del mundo hay que ir preparado.
No dejo de pensar que Óliver necesitaría pasar tiempo con otros niños. ¿Cómo le afectarán tantos meses encerrado en casa?. Hacemos careras con sus coches, jugamos, matamos el tiempo, resistimos. Resistir es ganar. ¿Resistir para qué? Pienso a veces que no sabré vivir cuando se levante el estado de alarma, que no veré el sentido de volver a la vida que tuve hace tan solo un puñado de semanas —es quizás el influjo de otra clase de virus que sólo yo puedo sentir, que se ha inoculado con un sigilo si cabe más peligroso: un pensamiento patógeno—. Antes de esto habitaba otro confinamiento: uno de espacios más amplios pero de tiempos más encorsetados, el confinamiento de las oficinas y de los trenes de cercanías, el de la prisa histérica por cumplir con las obligaciones. No sé si la vida me gustará cuando tenga que volver a ella.
Pero quién sabe si habrá luz al final del túnel. Nadie puede asegurar nada. Las estadísticas muestran una curva según la cual el ritmo de contagios se frena pero los medios relativizan los números: hay quien dice que las cifras bajan porque se hacen menos tests, que los criterios en el conteo de muertos varían, que el virus no es tan letal porque hay cientos de miles de casos asintomáticos, aún por descubrir, y las víctimas en su mayoría eran mayores o enfermos. De alguna manera hemos aprendido a dar ya por perdidas las vidas de los que no gozaban de una salud recia y tan solo cuando ya llevábamos un tiempo con cientos de fallecidos al día nos dimos cuenta de que estábamos dejando morir a los más desfavorecidos, de que nos habíamos traicionado a nosotros mismos como sociedad y como especie y que eso ya era una derrota. Leo proyecciones matemáticas que dicen que los contagiados podrían ser millones —lo que tiene algo de esperanzador, porque favorece la inmunidad de grupo—. Antes creía en los números. Eran una ventana a la realidad, una máquina de precisión que permitía medir la verdad sobre todas las cosas, un lenguaje perfecto. Veo a los ministros pronunciar discursos falaces con la actitud rendida de una gacela que sabiéndose ya apresada por su depredador no hace más que dejar consumar los hechos sin saber cómo escapar.
Con esta realidad de la epidemia contacto solamente cuando salgo a hacer la compra. Muy temprano, un grupo de ciudadanos silenciosos y solitarios se congrega en fila india a la puerta de los supermercados, apenas hablan entre ellos porque todo lo amenazante está en la calle, en lo ajeno, en lo otro: alguien que tose a cinco o seis metros de mí se convierte en un sospechoso al que miramos de reojo, un hombre que no lleva mascarilla ni guantes se sitúa en la frontera de lo temerario, quien enciende un cigarro acercándose demasiado a la cara las manos, cubiertas por unos guantes con toda probabilidad contaminados. También lo inerte se ha vuelto pernicioso: el plástico que envuelve las pechugas de pollo es un tejido de polímeros que puede estar salpicado de diminutas gotas de líquido pulverizado y cargado de viriones, y el tirador del frigorífico del embutido, el envase del jamón de york y el cartón de leche. Al tocar las agarraderas del carro de la compra quizás yo también me estoy contaminado y así mis manos se convierten en las principales sospechosas y todo lo que toco se convierte en veneno. Para cuando llegue al lavabo de mi casa habré sembrado de trampas epidémicas todos los pomos de las puertas del portal, la botonera del ascensor, las bolsas de la compra, mis gafas, la cremallera del bolsillo donde llevo las llaves y las llaves mismas. Si no me lavo las manos con minucioso cuidado una microscópica parte de la epidemia se irá quedando en mis bolígrafos, en el teclado del ordenador, en el mando del televisor. El teléfono móvil es ya seguramente una reserva natural de coronavirus. No he sabido memorizar ninguna de las especulaciones acerca de la capacidad de supervivencia del virus según el tipo de superficie, sin embargo recuerdo cosas que toqué hace horas, o incluso ayer, el cuchillo del pan, el salero, un tomo de los diálogos de Platón que estaba leyendo, y si vuelvo a tocarlas vuelvo a lavarme las manos resistiendo con estoicismo a una leve pero súbita sensación de picor que siento en la cara cada vez que sospecho que mis manos no están suficientemente limpias.
Todo se sigue complicando: las UCI se llenan de pacientes que pasan allí varias semanas. Aparecen informes, ensayos, modelos matemáticos que proyectan cifras, que predicen curvaturas en las gráficas estadísticas. Con la habilidad que tenemos para enterrar la realidad bajo abstracciones, el Ministro de Sanidad habla de llegar al pico de la curva como un primer objetivo. Los números, que se han vuelto opacos, ahora son la única manifestación de la realidad: ya no parece importar la epidemia, sólo aplanar la curva. Somos el país, dice en una mentira desesperada, que más tests está realizando.
El personal sanitario construye sus protecciones con bolsas de basura, recibe donaciones de personas que fabrican pantallas protectoras en casa, pasan varios días utilizando la misma mascarilla y luego la lavan para volverla a utilizar varios días más porque no hay suficientes para desecharlas. Cuando enferman son enviados a casa sólo en ciertos casos, frecuentemente continúan trabajando con cierta medicación sin llegar a someterse al test. En el New York Times los llaman “médicos kamikaze”. En el gobierno los llaman héroes pero el respeto o la admiración no es más que un discurso. En nuestra vorágine de especialización radical los gestores políticos se han convertido en máquinas de hablar diciendo poco o nada, con la misma capacidad de actuación que una radio mal sintonizada. Dan palos de ciego mientras la gente se muere, cifras y más cifras: número de contagiados calculados sin apenas tests, fallecidos que se refieren sólo a casos confirmados sin tener en cuenta los efectos colaterales del colapso hospitalario, el montante millonario de una operación de compra de materiales que resulta no valer nada porque están defectuosos o en mal estado. Las cifras no significan nada, parecen números calculados al azar con una vocación artificiosa, el relleno pseudocientífico de la homilía que desde hace semanas se repite. Ayer un cirujano se desmayó medio asfixiado en el quirófano mientras realizaba una operación; se le obligó a trasladarse del hospital en el que trabaja al hospital que le corresponde como paciente para hacerse el test. Dio positivo.
Están indefensos porque la defensa de lo público era sólo un discurso, no una estrategia sólida, no un pilar básico del estado del bienestar, sino propaganda electoral que estalla cuando una parte del sistema se tambalea y se derrumba causando miles de muertos. Los protocolos fallan, los recursos escasean. Los enfermos que van al hospital improvisado de IFEMA son trasladados en autobuses nada apropiados para su estado. La UME terminó un hospital de campaña en Getafe pero no se pudo poner en marcha de inmediato porque no había personal que pudiera ir allí a trabajar. Las administraciones discuten acerca de las homologaciones de ciertas protecciones mientras las acciones brillan por su ausencia. En algunos centros, al principio de la epidemia, se daba la orden de no utilizar mascarillas para no generar alarma. La recompensa para los que caen enfermos cuando se ha acudido como refuerzo sanitario a atender la cantidad escandalosa de pacientes que se acumula en hospitales, casas, hoteles, es la pérdida del empleo: a los trabajadores enfermos de la sanidad no se les renueva el contrato. No hay monos de protección. No se suministran medios de prevención para una enfermedad para la que aún no hay cura. El estrés al que están sometidos se vuelve agónico: no se les aísla de sus familias, y ellos mismos se convierten en parte de la amenaza. La única respuesta que saben que van a tener por parte del Gobierno es una bajada de sueldo, un ajuste presupuestario.
Los medios de comunicación, la televisión, las radios, los periódicos en Internet, relatan lo poco que pueden ver y lo edulcoran después con historias de esperanza: el anciano que se se recupera, la reducción en los porcentajes de incremento de casos diagnosticados —porque ya no se habla de la epidemia, sino de la “curva” a cuyo pico queremos aproximarnos como escaladores improvisados—. La curva se ha convertido en una medida de incrementos: es la curva de una curva, una abstracción sobre la abstracción. No hay muertos ni enfermos a los que se les deja morir, sino curvas lineales y curvas logarítmicas, gráficos de barras, videos de gente que baila en el balcón grabados con un móvil. Se tardó demasiado en conseguir que el Gobierno aceptara preguntas durante las rueda de prensa. Todo llega tarde. El gobierno, con Fernando Simón incluido, animaban a salir a la manifestación del 8 de marzo a la vez los rebaños asistían a partidos de fútbol, llenaban los estadios, vitoreaban a los fascistas.
López Obrador recomendaba a las familias que salieran a disfrutar de una buena comida en un restaurante. Bolsonaro organizó manifestaciones en contra de la paralización del país. Donald Trump y Boris Johnson negaron categóricamente el impacto del virus: era un virus extranjero. Estos mismos gobiernos abren morgues masivas, nichos improvisados, fosas comunes. En Guayaquil recogen a los muertos de las aceras donde son dejados por los familiares a la espera de sepultura.
5
Quizás pensé unos días, al principio de todo esto, que sólo se podría solucionar o mitigar con la colaboración y la solidaridad. Ahora veo ya el hastío y el surgimiento de la mala baba. Cuando Ortega-Smith dijo que sus “anticuerpos españoles” luchaban y vencerían al “virus chino” estaba incurriendo con la habitual sorna de mal gusto de los fascistas en un arrebato de racismo jocoso por el que tuvieron que pedirle explicaciones después los diplomáticos chinos. Donald Trump también hizo un comentario similar y se le recriminó en el momento, pero insistió: incidía en el origen chino por una cuestión, según él, de precisión en el lenguaje, como si el virus tuviera en su genoma un número de pasaporte o un delirio nacionalista, una bandera, un estandarte. En realidad, como ante toda amenaza, fuimos capaces de establecer rápidamente una otredad ante la que la que establecer barreras asépticas: primero fueron los chinos, que sufrieron el desprecio racista durante el mes de enero y febrero —hasta que cerraron sus tiendas y se ocultaron—; después surgieron las primeras grietas entre la izquierda y la derecha, esa falsa alternativa que nos obnubila mientras lo radicalmente esencial sucede en un eje diferente; por último, las estadísticas autonómicas comenzaron a inspirar una desconfianza dentro del país, desde Cataluña se criticó con acierto aunque sin argumento la gestión del gobierno, en Andalucía y Extremadura se miraba a Madrid con desconfianza porque la capital se convertía a la vez en un demandante de recursos y en un foco de contagios que esparció sus esporas por todo el territorio nacional. Cada uno en su mismidad fue identificando otredades: españoles del centro y de la periferia, europeos del norte y del sur, gente de izquierdas y de derechas, correligionarios del neoliberalismo, lectores de panfletos de nostálgicos de la comuna, ministros tan arrogantes como fallidos que aseguran no tener nada de lo que arrepentirse. Cuando todo esto acabe quedará tan solo el poso de la indignación y el convencimiento de todos los demás se equivocaron, será difícil encontrar la unidad necesaria entre los trabajadores sanitarios y las fuerzas del estado, pero también junto con los maestros que han adaptado sus métodos para salvar los restos del curso académico, los funcionarios que mantienen en marcha, aunque sea bajo mínimos, los mecanismos burocráticos del estado, los transportistas que pasaron madrugadas viajando y maldurmiendo por carreteras desiertas y estaciones de servicio a medio cerrar, los que al margen de las opiniones y disputas ególatras del parlamento siguieron trabajando y deberán emprender juntos una verdadera revolución en defensa de lo público, una protesta que limpie de una vez por todas los intereses públicos del espurio propagandismo político.
Mientras esto sucede, alguien ha encontrado una correlación entre el despliegue de la red 5G y la mutación del coronavirus que le permite saltar al ser humano. Es una lástima que nos nublemos con teorías de la conspiración cuando hay causalidades mucho más obvias que estudiar: la deforestación masiva de los hábitats de ciertos animales les hace emigrar para sobrevivir a zonas pobladas por humanos, y esta convivencia aumenta las posibilidades de contagio —se ha visto que así sucedió con el ébola—. Los mercados de animales vivos aúnan a especies que no se hubieran encontrado jamás en la naturaleza y facilitan que un virus salte de unas a otras. La globalización, la posibilidad de viajar a las antípodas en unas pocas horas, permiten a un virus perfeccionarse, mutar más rápidamente.
Hay señales que apuntan al ser humano como causa de sus propios problemas y potencial solución. Se ha comprobado, que la enfermedad es más grave en lugares con altos niveles de polución. Como si el planeta quisiera decirnos que nuestro tren de vida es inviable. La contaminación de los canales de Venecia ha disminuido y se han vuelto a ver bancos de peces que nadan en sus aguas. Gracias al confinamiento en Brasil más de un centenar de huevos de tortuga carey han eclosionado aprovechando la ausencia de turistas. Estos días de buen tiempo, con las ventanas abiertas, llega de la calle el canto de los pájaros que yo nunca había escuchado en este barrio. El dióxido de nitrógeno se reduce y la limpieza del aire ha ampliado el horizonte que se ve desde la ventana del salón: allá a lo lejos había unas colinas que hasta ahora eran invisibles a causa de la nube de polución. Desde Alcalá de Henares ya se divisan los rascacielos de Chamartín.
El mundo se acaba y nosotros nos hemos encerrado aquí. Ahora vivo feliz en la casa: se ha ido convirtiendo en un caparazón hecho a mi medida o yo me he acostumbrado a ella como esos cangrejos ermitaños que se acomodan a una caracola que no les pertenecía. El tiempo se ha detenido sin un mañana al que acudir, al menos no uno distinto al hoy que ya se acaba. Salgo a la calle a pasear a Luna, llevo una mascarilla. Es medianoche. Escucho el silencio. Se deja notar una especie de paz trágica mientras florece sigilosa la extraña primavera en la que el mundo vuelve a respirar. Con el ser humano aletargado, en estado de hibernación, el planeta sigue su órbita serena. La epidemia éramos nosotros.
Un escrito lleno de mucha información, nostalgia de una vida diferente, ansiedad por el futuro incierto, impotencia ante autoridades negligentes, un puñado de letras que nos muestran la cara de este coronavirus, como parte del desarrollo humano, que nos enseña la clase de individuos que somos, y el daño que hacemos a la creación.