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Cuento de miedo (I)

Estaba yo un buen día, tan campante, lo juro, arrellanado en mi cotidiana realidad, como mi prójimo en la suya, cuando… ¡el lío fue chico! ¡la que se armó! Bueno, ya conocen la historia… el coronavirus entró en menos que canta un gallo, y que ni a mala hostia, marcando un antes y ojalá un después en nuestras vidas y nuestras formas de vivir las mismas.

¿Qué les voy yo a decir al respecto, cuando aquí cada quien goza de sus propios y ajenos testimonios? ¡Cada uno, de poder contarla, narrará la feria según le haya ido!

¡Nadie nos avisó! ¡Nadie lo vio venir y, aún menos, nadie lo quiso ver venir! ¡Se nos presentó, como quien dice, de la noche a la mañana y –lo supe por los mass media– se multiplicaron las cifras de infectados y se comenzaron a saturar los hospitales y las morgues! ¡En nuestras vidas habíamos vivido nada igual, ni nos lo habíamos imaginado! ¡No estábamos preparados para nada semejante! ¡Flipábamos! ¡Aquello, que tan fea pinta tenía, parecía como cosa de ciencia-ficción pura y dura o, acaso, de los remotos tiempos de María Castaña, pero no de nuestros días y estas latitudes!

¡Y, sin embargo, era real!

¡Era algo que estaba sucediendo aquí y ahora!

¡El minúsculo e invisible y tan desconocido bicho estaba entre nosotros repartido y en forma más rabiosa que en ninguna otra parte!

¡Nos confinaron!

A mí, la pandemia me pilló en mi pueblo, una aldea de cuatrocientos habitantes, donde venía haciendo mi ermitaña vida, habitando el decadente caserón familiar, con Ringo, mi perro lobo.

Me interné en el confinamiento con la lúcida filosofía de que aquello que no es posible eludir hay que buscar el modo de hacerlo lo más llevadero posible, tomándomelo como una continuidad de mis ermitaños días, de manera que me busqué mis fructíferas y provechosas tareas para distraer mi soledad, y, amen de ello, y más de lo usual, charlé por teléfono y chateé con gentes queridas y/o afines, llevando a este respecto una especie de flotante televida paralela, bajo la obscuridad de las nefastas noticias telemáticas que, si yo, en sus ratos, les daba sus oportunidades, me llegaban por doquier.

Al principio, y en tanto entraba con muy buen pie en el confinamiento, a fin de hacer tiempo, me di una zurra chica de trabajar, atendiendo ésta o esotra faceta o cuestión o dimensión de mi oficio de escritor y, asimismo, sostuve interesantes, entretenidas y animosas conversaciones con algunos amigos. La primera quincena del confinamiento, que luego se dictaminó prorrogar, se me pasó volando.

Aunque procuraba sacarle siquiera tres veces al día por algunas de las cercanas callejas que dan al campo, Ringo y yo hacíamos una vida perfectamente recogida, de escrupuloso confinamiento. Hacía la compra un par de veces por semana, surtiéndome de las tiendas del pueblo, y no recibía a nadie en casa, sino a través de la ventana, de manera que yo parecía habitar una burbuja profiláctica en la que todo era trabajar y trabajar mis correspondientes textos.

Le siguió a dicha febril etapa de laboriosas aplicaciones, una temporada en la que denoté el cansancio, más relajada, estéril, ida y confusa: comenzaba a echar de menos el contacto humano, la vida que hasta ahora me había traído; y me hice algunas nuevas e incómodas preguntas.

Cerré los ojos.

Las calles, otrora animadas por estas fechas de Semana Santa, en las que no se veía ni un alma humana, parecían minadas de recuerdos barridos por una desolada y vigente fantasmagoría de muy mal agüero.

Si me daba por levantar la vista hacia el futuro, entonces solo veía una especie de parabrisas hecho añicos. Por fortuna, toda la familia y las cuatro amistades estaban bien. Como era lo previsible, se volvió a prorrogar el confinamiento.

Aumentó la pesadumbre en las redes y el ciberambiente, y decayeron las conversaciones telefónicas. Yo, un poco para salir del paso, y a fin de sobrellevar mejor mis solitarios días, inicié un cuento de los míos, en el que se dejaba ver de través la siempre inoportuna como feroz pandemia.

Las cosas se estaban poniendo muy muy feas –jamás conocimos nada semejante, ni siquiera lo imaginamos–, y más que se nos iban a poner cuando se nos comenzase a pasar factura, si es que no se daba un rebrote. Nadie osaba vaticinar qué era lo que nos aguardaba, pero todos sabíamos que no cabía esperarse nada bueno; era una crisis mundial, la mayor que jamás se nos hubiese cruzado en nuestros caminos. ¿Qué curso seguirían nuestras sendas y particulares vidas? ¿Qué nos sería dado conocer? ¿De qué modo íbamos a vivir?

Entonces, a tenor de lo muy muy mal que, por cuanto les hubiese afectado la crisis, lo deberían estar pasando, por sus circunstancias, muchos ancianos, familias y sujetos, me sentí (y lo digo con un poco de vergüenza) dichoso y afortunado, porque a fin de cuentas para mí todo venía siendo atenerme a entretener mi rural confinamiento, nuevamente prorrogado, y nada más.

Desde mi discreta torre de marfil, oteaba en derredor, a través de los mass media, que no presencialmente, dantescos cuadros que dibujaban un panorama social nada halagüeño. Si gorda era la que estaba cayendo, la resaca –todos lo sabíamos– iba a ser de lo más peliaguda.

Ya nadie dudaba de cuan abocados estábamos, pero los que por suerte podíamos no nos lo queríamos creer. El mundo entero estaba pegando un vuelco de cuidado.

Nos enfrentaríamos a la crisis con las mejores tecnologías de todos los tiempos, en medio de la sacudida pobreza y un tejido social y empresarial descompuesto. ¿Qué canastos nos significaría?

De momento, los establecimientos se estaban adecuando a lo que se dio en llamar «la nueva normalidad», y la mayoría aún mantenía sus puertas cerradas a cal y canto.

Las razones económicas comenzaban a pesar sobre las estrictamente sanitarias, y mañana comenzaría la primera etapa de la desescalada, y el miedo, que hasta entonces había permanecido como hibernando en el confinamiento, saldría a las calles, tiñéndolo todo a su paso de raro.

¡Sálvese quien pueda!

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