Ya sé que no es más que un bello sueño, pura fantasía y utopía neta; pero no, por ello, y con el ánimo de establecer una parábola, lo desestimo.
Resulta que si, detrás de La Literatura, La Buena Literatura, hubiera una industria tan poderosa como la que cobija a la cinematografía y, como la Academia de Las Artes y Las Ciencias Cinematográficas, La Academia de Las Artes y Las Ciencias de La Escritura concediese sus estatuillas a los distintos Agentes de Relevancia (como, por ejemplo, Mejor Argumento, o Mejor Protagonista, Mejor Personaje Secundario, Mejor Descripción del Entorno, Mejor Empleo de La Subordinación, Mejor Construcciones Gramaticales, Mejor Mejor Léxico, Mejor Estructuración, Mejores Efectos Especiales, Mejor Etcétera…), sin duda, la adjetivación se llevaría una de las más codiciadas, por cuanta es su potencialidad y la capital importancia que, en tanto puede y se habilita, juega, en primera línea, en toda la relojería del texto.
A no ser, que sea aposta, que de todo puede haber, un texto sin adjetivos es un texto medio muerto, insulso, soso, vago e impreciso; ya que el adjetivo es el amo por excelencia de los detalles; y éstos, La Madre del Cordero, los dientes de las llaves, los quids.
Hablando con La Propiedad de mi doble maestría en los campos de La Panificación y La Literatura me conceden, he de declarar que soy especialmente cuidadoso y súper exigente con el cuidado de los detalles y, en especial, de la adjetivación; cuando decido manejarla, siempre siento que estoy disponiendo cruciales poleas y contrapesos, que conduzco un timón, que soy el relojero de la decisiva letra pequeña de sus latitudes.
Quizás, aparezca primero el destello de la siempre remota galaxia en bruto –la rúbrica del argumento–, pero enseguida éste, cuando, a fin de estudiarlo, nos lo acercamos, sabe encontrar preciosos aliados en la adjetivación y realzar, desde sus guiños y aires, preciosos brillos sin iguales.
Quizás, se precipiten los conceptos antes, que se arman y eslabonan con los predicados, acorde a los signos de puntuación, pero enseguida los adjetivos se vuelven harto necesarios, y casi nunca es bastante sin sus perspicaces aportaciones; y, en muchos modos, principalmente una vez en el corte, dichas determinaciones resultan ser de lo más capitales.
Por todo ello, considero a la adjetivación un campo de lo más decisivo; y así, como en La Panificación mis obediencias, encuentro en el cuidado de la adjetivación la misma importancia que en La Panificación concedo al mimo de los detalles de cara a procurar coronar la más perfecta posible calidad de la narrativa última, aquella que comienza al ser engullida por Los Consumidores para hacer de las suyas en sus ávidas mentes, paladares y corazones.
En cuanto a la legibilidad, he de defender que le aporta calor y carisma, contribuyendo a crear un feeling personal del que resulta más fácil conseguir que brote La Magia.
Sin embargo, la adjetivación es un conjunto de tan sincronizados resortes que se vuelve especialmente delicada a la hora saber de usarla. Una adjetivación atiborrada puede llegar a molestar, en tanto que si resulta equilibrada la acogemos de muy buen grado. La flaqueza es, asimismo, sinsabor.
Unos escritores adjetivan más o menos; o así o asado. No voy a entrar en eso; aunque me encuentro apto para calibrar a Flaubert o a Bradbury, temo desmerecer a otros y pecar de ignorancia en mi pronunciación; por eso en mucho me he remitido en mis declaraciones a degustaciones de mi propio Cosmos; donde, aun abundando, entiendo que sabe cuidarse tanto del exceso como del defecto; es decir, está muy compensada y, como cada diente de las coronas de un reloj obedece, tanto a su inmediatez como a la coordinada y precisa holística mayor en que se ve inmersa.
En la ruda habla coloquial, la adjetivación es tremendamente pobre, comportándose como un endiablado demonio al que se suele reducir al extendido uso de polivalentes estereotipos, las más de las veces como coletilla y sin intercalarse; dejando, por tanto, a la voluntad del escuchante (lo cual puede llegar a constituir una gran irresponsabilidad, cuando no una temeridad) todas las matizaciones precisas que cupieren en la omitida adjetivación, como si fuere un patán código de silencio argüido ante lo que se ofrece demasiado inmanejable o peliagudo, o acaso, lo cual es bien triste, se desprecia.
Pero, esto es importante, la adjetivación no se reduce al uso de palabras adjetivadoras, sino que puede perfectamente erigirse en frase, párrafo o cuanto pretendamos darla de sí; pudiendo cobrar cuantas funcionales dimensiones consideremos; y ello le vuelve verdaderamente interesante y potente.
Amén de sus precisiones, una buena adjetivación es, a la lectura, pura fragancia.
Quizás por eso la ame tanto.
¡Y de seguro que ustedes también!
Curiosamente, es harto frecuente verla desterrada de los títulos; sin embargo, siempre me quedaré con la estupenda patada que supo pegarle al tópico nuestro amado Gabriel García Márquez con La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada.
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