Sin quitar la mirada a la pantalla de mi primer celular, distraído del tránsito y el detino, llegaba caminando apresurado a la esquina sintiendo de repente un gusto extraño en la boca como si masticara un caramelo de metal fundido, queriéndomelo quitar instintivamente con la lengua con un efecto contrario, pegándoseme esa sustancia fría por las encías hasta la última muela. Esa sensación alcanzó el paladar y luego cerró mi garganta entrecortando la respiración. Mientras mis piernas seguían avanzando, mi cuerpo entraba en un pozo de baja presión previo al desmayo, y ya con un pie en la calle llegó por detrás a mis oídos un grito agudo suficiente para detenerme en seco, mareado y confundido evitando así ser atropellado por un colectivo que no disminuyó su velocidad en ningún momento. El espejo retrovisor del bólido impactó en mi rostro rompiéndome el pómulo izquierdo.
Caí sobre el cemento de la calle y quedé tendido envuelto de dolor viendo destellos de luces pequeñas volar frente a mis ojos cerrados. A pesar de todo, aún así, comprendí la voz finita de una pequeña niña que me habló al oído. “Hola. ¿Estás bien? Ya están llamando a una ambulancia. Hace tiempo pregunté qué te había sucedido. Primero dijeron que habías enfermado pero luego mi papá me dijo la verdad. Supe que el accidente iba a ser este día. Te vengo siguiendo durante algunas horas. Te ibas a morir, sabes. Vi un montón de fotos tuyas en tu computadora vieja y memoricé tu rostro. La abuela a veces me deja jugar también en tu compu. Yo nunca te conocí por eso vine a salvarte. ¿Estoy hablando mucho? Hoy cumplo siete años pero no acá ¿Entendes? Hasta entonces no sabré que te salvé, ni nadie. Va a ser un secreto. El día de mi cumpleaños hablaremos. Tu presencia será el mejor regalo. No quiero otra cosa. Me verás dentro de un montón de años pero yo en un abrir de ojos. Cuidate tío, porfa”.
La vi. Su cara blanca y su pelo rubio. De su boca había salido un grito que evitó que el bólido me diera de lleno al cuerpo. Una sonrisa se dibujaba en sus labios. Era apenas una niña con aire familiar arrodillada en el asfalto con las palmas de las manos en sus muslos, reclinada hacia adelante, mirándome, en muecas no muy distintos a los de un juego, observando mis gestos asegurándose que le haya comprendido sus palabritas. De modo involuntario mis ojos comenzaron a cerrarse nuevamente y la distinguí levantarse y saludarme con algunas palabras más. Otras personas llegaron para auxiliarme. Mientras ella se despedía me sentí flotar en el aire atravesando la ciudad y viajar por los campos a gran velocidad. En el momento que los médicos llegaron ya estaba inconsciente.
Los años transcurrieron de aquella tarde. Y en verdad siempre dudé un poco, pero sólo un poco. A medida que mi sobrina crecía se le parecía más a mi recuerdo, a aquella niña que evitó que me atropellaran en las calles de Rosario. Y a sus cinco años ya no había duda. Era ella. Tan igual a ese rostro que vi al abrir los ojos tendido en el asfalto, y esa dulce voz que relaja los nervios. ¿Cómo descargar mi ansiedad? A quién contárselo. Cómo contarlo. Descifrando el caso, analizando las probabilidades de que hubiera sucedido. Mis días de trabajo, mis fines de semana, día a día con la vista perdida pensando en quince años atrás cuando me salvaron sólo con un grito.
Y llegó el 12 de julio de las siete velitas. Me mantuve alejado del pastel. Ella estuvo muy seria durante el cántico de sus familiares y algunos amiguitos del colegio. Los aplausos aturdieron el recinto y cerrando sus ojos pareció concentrarse y pensar por unos segundos. Sus cejas se arquearon y sus gestos parecieron preocupados mientras soplaba las velas encendidas. Sentí de repente aquel sabor metálico en mi boca y una suave vibración en las paredes similar al paso cercano de un tren.
Ella abrió sus ojos y con aire de preocupación apresurada levantó la mirada buscando mi cara entre todos los invitados. Me encontró, y con sus ojitos al borde del llanto me sonrió.
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