Llevo más de 22 años viviendo en la misma casa, en un bloque de ciudad, con dos escaleras y cerca de 80 vecinos en la comunidad.
Al principio, cuando llegamos, la media de edad era muy alta, hasta el punto de que era rara la semana que no aparecía en el portal una tétrica mesita, cubierta con un paño negro, con un libro y bolígrafo preparados para dedicar unas últimas palabras a un inquilino más que nos había abandonado. Alguna vez anoté algo, pero más por calmar mi conciencia que por conocimiento del difunto. Confieso que estuve dudando un tiempo si había sido un acierto abandonar nuestro antiguo piso, en una urbanización de un pueblo cercano, con el campo a unos metros, silencio mantenido a cualquier hora del día, sin problemas de aparcamiento y con un entorno residente mucho más coetáneo nuestro.
El lógico pasar del tiempo ha hecho, poco a poco, que los moradores se renovaran apareciendo, cada vez con más frecuencia, parejas jóvenes, o de edad similar a nosotros, que rejuvenecieron la plantilla actual. No quita que aún queden veteranos longevos, pero, por fortuna para todos, las mesitas aquellas tan fúnebres acabaron por desaparecer. Supongo yo que esa costumbre iría perdiendo adeptos e incluso alguno se permitiría ignorar el libro final para evitar evocar recuerdos que no son de mucho agrado. Visto con la ventaja que te da el tiempo, no creo que fuera una gran idea, lo de la mesita digo, por mucho que en aquellos momentos fuera un servicio más de las compañías funerarias. Hoy me imagino que sería impensable dada la tendencia de muchos jóvenes, y no tan jóvenes, a ver “mal rollo” en todo lo que huele a cementerio.
Volviendo a mis vecinos, hay que reconocer que la simpatía no es una cualidad que destaque entre ellos. Cuando llegué, lo dicho, hace 22 años, me propuse, como hago siempre en mi vida, saludar con el que me cruzara, preguntar cuatro gilipolleces cuando subiera en el ascensor con alguno, sujetar puertas en señal de cortesía y demás actos normales protocolarios de relaciones humanas básicas. Como el que oye llover. Eran contados los vecinos que correspondían con mínimos detalles, portero incluido, en lo que yo imaginaba era una trágica “pandemia” social a nivel de bloque. Llegué, en ciertas ocasiones, que aún repito según qué caso, a pasar por delante de quién sabía que no me iba a saludar soltando el “Buenas tardes, días o lo que tocase” casi a grito pelado, estimulando comentarios despectivos o silencios desagradables que, a mí al menos, me resultan graciosos. Esos actos, poco ortodoxos por mi parte, son una forma de castigo a la mala educación, una proclama metafórica contra las malas formas de algunos.
No obstante, hay excepciones, como oasis en el desierto, y es de una de ellas de las que quisiera escribir hoy. Esta columna va dedicada a una de mis vecinas, tal vez la única, que ha demostrado cierta cordura dentro de su locura. Me explico. Señora mayor, por encima de ochenta años, viuda que vive sola con sus dos perros. De carácter abierto de más, fumadora, puede resultar histriónica unas veces, dramática otras, teatresca en grado Premium algunas e infinitamente parlanchina siempre. Si te pilla en el portal o en mitad de la calle, como no andes espabilado, de veinte minutos no bajas asintiendo a todo tipo de conversaciones, mezclando churras con merinas, volviendo atrás para saltar la Alhambra si hace falta, ya llora, ya ríe, ya suelta tacos, ya habla con mesura. En fin, un espectáculo del que todos huimos si podemos o pasamos turno si algún conocido se cruza en el camino. Lo que sí estoy seguro es que puede ser lo que queramos menos tonta.
Pues esa vecina, por otras mil batallas que no vienen al cuento, ha pasado todos estos días del llamado “confinamiento” en el estado de alarma prácticamente sola. Miento. Alguna ayuda le da su hija menor cuando su vida y trabajo se lo permiten. Con muy buen criterio, y a riesgo de terminar tarumbas todos en casa, mi mujer se ofreció a echarle una mano en compras y, junto a mi hija, en sacar a sus perros de paseo, labor a la que se unió otra vecina que alternaba con nosotros. En este tiempo, con más roce, más tiempo de entenderla, de tratarla en diferentes estados de ánimo, a diversas horas de muchos días, de dejarnos incluso hablar cediendo el turno en contadas ocasiones, de reírnos con ella, de sus ocurrencias, de su montaña rusa en la visión del futuro, en definitiva, de conocerla algo más, he de reconocer que ha resultado toda una sorpresa. Una agradable sorpresa.
Graciosa, ofrecida, chistosa, ágil y nerviosa como sabíamos, tierna, cariñosa, disparatada pero coherente. Nos ha descubierto a una persona que, aunque intuíamos algo, nos faltaba por confirmar mucho. Y sobre todo, mucho bueno. A ello ha contribuido, no me duele afirmarlo, el despliegue increíble de platos de dulces con que nos agasajaba cada pocos días en señal de gratitud a nuestro comportamiento con ella. Pestiños, roscos, tartas de palomitas, tarta de piña y nata, churros, pastas, toda una batería de azúcares que recibíamos encantados para endulzar estos días algo amargos para todos. Era nuestra ilusión casi diaria, y aún lo es. Y la verdad es que es una repostera de primera división, la CR7 o Messi de la cocina pastelera.
Este último detalle no cambiará mi idea de ella que, lejos de sus discursos inconexos eternos, la tenía, y la tengo, como de las pocas personas con la que te cruzas y al menos te arranca una sonrisa. Tampoco rehúye ningún tema, lo cual te da bastante juego si alguna vez quieres debatir de algo y conocer su opinión.
Esta columna se la quería dedicar a mi dulce vecina, por lo que nos ha dado, por lo que le hemos dado encantados, por ser como es, tan peculiar, y por darnos una lección de vida cada día que la visitamos, a su modo, sí, pero de VIDA.
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