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Gajes del oficio

Aquella tarde de la que hacía nuestra tercera semana de confinamiento, que yo estaba pasando solo en Hinojal, recibí, entre otras, una extraña llamada telefónica desde Barcelona de mi amigo y discípulo literario Felipe Gutiérrez Macarrilla, Guti, en la que, muy preocupado, me decía que, a diferencia de como yo lo creía, El Proyecto Moodus –su inédita novela con la que, tras sintonizar lo mío, yo le había minuciosamente revisado, y que tenía por una especie de sobrina mía– era una obra incompleta, o remendada, que hubo de abreviar para salir del paso.

–¿Qué quieres decir exactamente? –le inquirí, por saber mejor a qué atenerme.

–Que hace cosa ya de siete años perdí en una biblioteca de Madrid sus primeras doscientas veinte páginas, que tenía alojadas en un pen-drive, y que, para salir del paso, resolví resumirlas, luego de tirarme de los pelos, en lo que es el breve prólogo que tú conoces.

–Donde hablas del virus Riodón y el origen de la pandemia, que tú sitúas en Sudamérica en el siglo XXV.

–Sí, y parece ser que alguien no muy bien avenido dio con el pincho que contenía la primera parte de la novela, y se ha liado la que se ha liado.

–¡Explícate!

–¡Que yo, aun indirectamente, soy el Autor Moral del Coronavirus, leches! ¡El Gran Ideólogo! ¿Cómo quieres que te lo diga?

–¿Pero qué me estás contando, Guti?

–Si supieras lo que se narraba en aquellas páginas…

–¿Alguien más las leyó?

–¡Por lo visto, sí; y la ha liado, y bien gorda!

–Me refiero a alguien conocido –le precisé..

–No, nunca compartí esa parte de mi novela con nadie; te la reservaba para ti, pero, como se metió de por medio cuanto me pasó, pues…

–Ya… Entonces, a ver, deletréame en calidad de Autor qué decían aquellas páginas, Guti.

–A su manera, un calco de cuanto está pasando durante la aparición, de la noche a la mañana y como por arte de magia, de un nuevo virus que provoca una enfermedad que no tiene cura conocida.

–A eso es a lo que se atiene el prólogo –señalé.

–De no haber perdido aquel contingente, Luis, la novela habría sido aún más detallista. La pérdida también influyó en que yo diese de un lado La Historia (cual no era mi propósito inicial) y fuese más al campo de la acción que tú conoces.

–¿Y tus definiciones del virus Riodón y éste coincidían?

–¡Que te digo yo, y créeme, que quien le haya dado largas se leyó esa parte de mi novela!

–¡Me dejas sin palabras! ¿Pondrías la mano en el fuego?

–¡Fijo que sí! ¡Y no es por echarme flores! ¡La sintomatología era la misma! ¡El comportamiento del bicho, el mismo; así como sus patrones de conducta y propagación! No en vano, me rompí los sesos y estudié lo mío para concebirlo y describirlo. Cómo sobrevino por sorpresa y se expandió como alma que lleva el diablo y se decretó un confinamiento mundial, porque recuerda que El Proyecto Moodus acontece en el siglo XXV.

Me quedé mudo.

Sabía que Guti me estaba hablando en serio, y yo sabía muy bien todo lo que eso significaba porque, como corrector y cómplice del Autor, yo era el más privilegiado de los lectores de El Proyecto Moodus, una novela de ciencia-ficción sospechosamente premonitoria en muchos aspectos. Podría darse, sin embargo y también, la remota posibilidad de una mera coincidencia; es decir, de que la realidad hubiese copiado los textos de Guti, e incluso parte de los mismos.

–¡Y menos mal que dichas doscientas veinte páginas no estaban firmadas, que si no… ¡la cago! –musitó.

Se hizo un pacífico y neutro silencio.

–¡Entonces, en cierto modo, estamos de suerte, Guti! –exclamé de pronto.

–¿Qué quieres decir? –inquirió, un poco confundido.

–Pues que, si solo te birlaron las doscientas veinte primeras páginas, se supone que no conocen el antiviral, ni siquiera su posibilidad de facto, o sí? –Felipe negó repetidamente con la cabeza– Verás, Guti, escucha, en El Proyecto Moodus que yo he leído, al final se da con la manera de erradicar la pandemia, así, en tanto quien sabemos conoce el remedio, y nosotros, ya sabes a qué me refiero, el camino seguido por tus héroes, tienes que profundizar en tu novela y, sobre todo, en quien tú sabes, y conocer a su través la fórmula de la pócima curativa, no te queda otra. La Magia existe, Guti, yo sé lo que es eso.

–Pero…

–¿Y si, en vez de ser una novela de ciencia-ficción, en verdad lo fuese histórica? ¿Y si fueses un medium?–me atreví a proponerle.

–¡Nunca pensé que el oficio de escritor pudiere consistir también en esto, Luis! ¡Menudo revés, menuda aventura, menuda mi responsabilidad!

–Se llama teopnéustia, Guti. Sin embargo, habidos nuestros humildes y llanos medios, y con quien nos las toparíamos, nos va a ser imposible seguir la pista que se cita en la novela. Aunque pueda sonar a brujería, o cosa de magia, te diré que tú eres la esperanza; reúne la fórmula del antiviral, y luego ya veremos.

–¡Buf! –bufó, porque sabría que para conseguirlo tendría que fundirse con la quintaesencia de su personaje y cuanto dicho ejercicio podía suponerle.

–Tú puedes ser el Autor Moral del Coronavirus, Guti, pero no el Autor Material. Ahora tienes que ser un druida de las palabras y los elementos para dar con el antiviral a través de la lucidez literaria; y eso solo lo puedes hacer tú, en base a un íntimo ejercicio de introyección. ¡Suerte, Maestro!

Y la cosa se quedó así.

Yo, que le conocía bastante, e iba mis años-luz por delante en esto de la escritura y, también, por detrás de su realidad y su ficción personal, vi a mi amigo y confidente muy abochornado, y me dije que ése no era el camino. Ambos, por haber compartido la escritura de El Proyecto Moodus, sabíamos lo que sabíamos y dónde estaban las llaves. 

Sin embargo, me imaginé a Guti en sus duermevelas siendo su personaje o casi, y también en sueños. ¿Se le revelaría la fórmula? ¿Nos iríamos ambos al garete antes?

–Aquí –dije– hubo ha muchos años un famoso curandero, llamado Cupío, que prescribía extrañísimos remedios, y sanó a gente que ambos conocemos y que aún vive y colea.

–¡Sí, he oído hablar de él! ¿Sabes, Luis? Cuando yo escribía los pasajes en que ella se hace con los ingredientes, me la imaginaba deambulando por algunos parajes muy concretos del término del pueblo. Si dispusiéramos de un catálogo de especies, y por ahí…

–Olvídate de eso; ése es un camino demasiado tortuoso, Guti; tiene que ser mediante ti; relájate y déjate llevar; es mi consejo.

–He pensado en darle una nueva vuelta a la novela, Luis; como si ésta no estuviese del todo terminada y aún fuese un borrador.

–No te digo que no sea mala idea –opiné–. Ya sabes dónde debes emplear sobre todo la lupa de tu ultravidencia.

–Ella usa aceite de haschish, lo que aquí llamamos San Basilios y no sé aún qué otras hierbas, que son las recolectadas antes de proceder a las curaciones.

–¡No te queda otra! ¡Tienes que ser en todo grado tu personaje!

En nuestra realidad, seguíamos cayendo como chinches, las cifras se habían disparado y eran cada vez más desoladoras. En el campo de la medicina se estaban probando fármacos con humanos. El virus campaba a sus anchas y nada le iba a la zaga.

Pasaron dos semanas en las que no tuve noticia alguna de Guti y en la que yo me empleé en redactar estas páginas. ¿Conseguiría Guti ser entera y perfectamente ella? ¿Qué papeles me correspondían a mí jugar en todo esto? ¿Convenía hacerle llegar a ciertas autoridades El Proyecto Moodus para que intercediesen por Guti, y nosotros y pudiéramos entrar en investigaciones o, como parecía lo más probable, pues nos tomarían por locos, sería ésta toda una estéril vía?

–Me estoy volviendo loco, Luis; ayer me dio una crisis de ansiedad –me dijo Guti–. Sin embargo, te diré que he llegado a ser el olfato de ella, el tacto, el gusto e incluso la vista; pero aún no he conseguido ser ni su oído ni su intelecto, si bien, sí, su corazón.

–¡Vaya, Guti; cuánto lo siento, y cuánto celebro tus progresos!

–Vas a hacer una cosa, te vas a dar una vuelta con Ringo y tu videocámara por La charranga y Las viñas, y vas a grabar cuantas plantas silvestres veas a la vera de las peñas; a ver si por ahí…

–Tú vete consiguiendo el aceite de haschisch.

–¡Un momento, Luis! ¿No te habrás creído nada de todo esto, verdad?–me espetó con un aire de preocupación.

 –¡Oh, no! –hice como que me sacudía las moscas– ¡Desde el principio supe que era una bola! ¡Eres un cerdo! ¡Claro que me lo he creído, y al dedillo! ¡Yo soy un Autor Serio!

–¡Qué pardillo eres!

–¡Pardillo tú, sabes? Porque resulta que, a tus espaldas, me tomé ciertas libertades. ¿Recuerdas que guardo una copia de tu novela?

–¿Qué quieres decir?

–Que le escribí al obispo, conversamos, le trasladé la copia de El Proyecto Moodus, y éste ha abierto diligencias.

–¡No!

–¡Sí!

–Pero…

–Se ha comprobado la exactitud del acta.

–Pero…

–Ya se te citará… y si no, no hubieses escrito esa endiablada novela. ¡Se te emplea!

–Pero… un momento, que me suena el otro teléfono… Oh, es el Cardenal Verdasco… ¿Qué le voy a decir?

–¿No te habrás creído nada, verdad, Guti?

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