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Idas y venidas

Sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo, Pedro aprovechó el semáforo en rojo y tiró de la apertura de seguridad, empujó las puertas centrales bajo los improperios del chófer y salió corriendo hasta ocultarse en un soportal cercano. Entonces, se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar mientras se golpeaba los muslos de pura rabia.

Había sentido una clara mejoría las últimas semanas, gracias a la terapia y a la medicación, pero aquel sencillo viaje en autobús urbano lo había devuelto, de un solo golpe, casi al punto de partida. La repentina subida de un montón de adolescentes con sus malos modos, sus imperturbables mochilas llenas de trastos y el elevado volumen de sus dispositivos electrónicos —que se confundían entre sí formando una cacofonía— habían propiciado un nuevo brote de agorafobia.

Un rato más tarde, cuando se hubo calmado, llamó a su pareja y le contó lo ocurrido para que fuera a buscarlo. No tardaría mucho en hacerlo. Afortunadamente, conocía perfectamente el portal en el que se había refugiado, así como su dirección. De niño había subido a aquel mismo ascensor que tenía frente a él en innumerables ocasiones, tantas como visitas había realizado a un viejo compañero de clase, quien hacía unos años que se había mudado a Londres; sus padres tampoco vivían ya allí. Casualidad o no, allí estaba él, sentado en la escalera que siempre se había negado a subir. Tal vez todo ello, en su conjunto, estuviera interrelacionado, aunque él no fuera consciente.

Cuando Leire llegó, se sentó junto a él y lo abrazó tiernamente, sin pedirle explicaciones de ningún tipo. Era la única que sabía por lo que estaba pasando. Era la única que tenía conocimiento acerca del trastorno depresivo que le habían diagnosticado un año atrás, tras sacar la ansiada plaza mediante fase de oposición y de comprarse juntos el piso, tal y como durante tanto tiempo habían soñado. Ese había sido el problema; de ahí nacía todo. La consecución de sus objetivos vitales había resultado claramente contraproducente, más aún por cuanto que Pedro había estado sumido en una situación de estrés permanente durante muchísimos meses antes de la feliz noticia; hasta que llegó aquel día de agosto. Aquel jueves, de repente, se encontró con que ya había conseguido todo por lo que tanto había luchado; todo. Y, de pronto, se dio cuenta de que no tenía otro horizonte vital frente a él. Había dado un paso al lado de la vida durante demasiado tiempo y esta, finalmente, se lo había cobrado con la misma premura con la que él había conquistado sus ambiciones.

Si, al menos, hubiera sabido que tenía esa predisposición natural a la depresión, tanto él como ella habrían intentado evitar situaciones de estrés o que pudieran generar ansiedad, fueran las que fuesen, pero nadie le había prevenido jamás. Aquella situación era nueva para él. Feliz como había sido desde su más tierna infancia, nunca había mostrado el más mínimo síntoma de un desequilibrio similar. Pero, la noche terminó por llegar.

Al llegar a casa, Pedro se dio una ducha caliente, se vistió con ropa cómoda y se sentó en el sofá. Leire había puesto música de fondo para ayudarle a sentirse más arropado. Había optado por Metallica, en este caso para ayudarle a exteriorizar la agresividad que tenía contenida. Después de unos enérgicos y desacompasados redobles, Pedro se inclinó sobre la mesita y se puso a hojear el periódico por primera vez en el día. No sabía por qué, pero le gustaba leer el horóscopo en primer lugar, luego pasar a deportes y terminar con lo local. Manías suyas, como la de otro cualquiera.

Cuando la música cesó, se acercó al tocadiscos, levantó la aguja, la devolvió a su soporte y apagó el equipo. Para entonces, Leire ya estaba esperándole junto a la puerta para ir a dar una vuelta y recuperar sensaciones. Sin lugar a dudas, ella estaba siendo su gran pilar. Algún día, cuando se recuperase, se lo compensaría con creces. Hasta entonces, sabía que lo único que podía hacer era procurar recuperarse y volver a ser el que era cuando se conocieron por primera vez, casi ocho años atrás.

Una vez ya acostado en la cama, protegido por la inviolabilidad del dormitorio, Pedro le reconoció a Leire que había sufrido una crisis y que no había sabido controlarla. Ella le replicó que no tenía derecho a culparse a sí mismo, como tampoco debían hacerlo otras personas. Ambos habían decidido no hacer público su trastorno. No querían contárselo a nadie por temor a los comentarios, generalmente contraproducentes, que unos y otros pudieran realizar. Al fin y al cabo, no todas las personas valen para cuidar de los demás, ni tampoco empatizar; sus amistades no eran una excepción. Entendían que un pequeño cordón sanitario resultaba lo más conveniente para una situación tan delicada como la que afrontaban.

Al día siguiente, Pedro se quedó en casa, dedicándose a leer, a realizar estiramientos basados en el yoga y descansando mente y cuerpo. Podía haberle llamado a la terapeuta que atendía su situación, pero la última vez le había aconsejado que intentase gestionar las situaciones de estrés por sí mismo, sin su ayuda, para ayudarle a recuperar paulatinamente su autonomía personal. Decía que era importante que fuera adquiriendo nuevas herramientas y recursos personales, aunque tuviera sensaciones contradictorias al respecto debido a los retrocesos que pudiera percibir con respecto a su particular situación. Decía que era por su bien, que debería ser suficiente con una sesión semanal de control. Los impulsos más oscuros, lo más difícil, ya había pasado. Afortunadamente para él, Leire era mucho más comprensiva y sabía lo que necesitaba en cada momento, tal y como se lo demostró aquella misma tarde.

—Pedro, ya sé que no quieres, pero nos vamos al cine, que me acaban de regalar unos pases de temporada y hay que aprovecharlos.

—Ya sabes que no estoy muy allá…

—Por eso mismo. Hay varias películas buenas, cosa rara hoy en día, no son ni las cinco y es martes. Seguro que no hay casi nadie.

—¿Estás segura?

—No. ¡Pero eso es lo mejor!

—¿Qué dices?

—Que sí, que sí. Se me ha ocurrido una idea un poco loca, pero que puede funcionar a las mil maravillas. ¡Vamos, no pongas esa cara! Mira, la idea es ir al centro comercial y ver qué sala tiene menos gente. Elegimos la que más vacía esté y vemos la película. Otro día hacemos lo mismo y así sucesivamente. Si vamos a primera hora nos libramos del mogollón y vas recuperando confianza. ¿A que te gusta la idea?

—Hombre, visto así…

—Sabía que no ibas a poner peros.

—¡Pero!

—¡Ya estamos! ¡Qué!

—¿A las chuches y las palomitas quién invita?

—La Seguridad Social, que la pagamos entre todos. —añadió con sorna— Así que, hala, ponte en marcha.

Aquella noche, Pedro rió y se divirtió por primera vez en mucho tiempo. La idea de Leire había resultado ser brillante. Nadie, ni siquiera él, habría osado decir que aquel fuera el primer paso hacia su recuperación, pero se había convertido en un nuevo recurso, otra herramienta con la que afrontar su recuperación. Sabía que habría momentos mejores y peores, subidas y bajones, pero Leire siempre estaría a su lado, amándolo y apoyándolo, sin importar el cómo, el dónde, ni el cuándo.

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