Si no fuera porque a mí me pasó, pensaría que esas cosas solo suceden en las películas, o en algún clímax de leyenda pueblerina. Una ciencia, además de las que ya existen, debería de tomar enserio el trabajo.
Cansado de una larga pesquisa de documentos y entrevistas a personas que sabían especular, más que información objetiva, decidí ir a la cantina del pueblo. Los demás se rindieron, y decidieron recostar los ánimos en el hotel después de la jornada. Este trabajo, aunque no lo parezca, tiene su chiste. Por las calles bien empedradas y unas cuantas polvosas y llenas de zanjas, llegué a la única cantina de ese triste pueblo, que, a pesar de su gran dimensión, conservaba un fuerte espíritu de hermetismo rural, algo así como la nostalgia de los hombres a caballo que nunca regresaron a casas. Después de una semana visitando gente y caminando entre ellos, mi presencia al entrar no causo mayor sorpresa. Aunque era la primera vez que entraba ahí, la primera después de la insistencia del comisario (que nos acompañaba a presentarnos con los pueblerinos) que siempre trataba de cerrar los días pasando a tomar mezcal o cerveza. Una costumbre que no me es extraña, pues acá en la ciudad la practicamos al punto de abuzar de ella, sin embargo, debíamos guardar compostura.
Me senté en la barra y don Jacinto me atendió, lo conocía, su casa fue la quinta que visitamos en el primer día. <<Los esperamos en la cantina, allá trabajo por si gustan>>, nos dijo a los del grupo cuando nos despedimos.
-Buenas tardes don Historiador, qué le sirvo.
-Soy Antropólogo. Una cerveza oscura por favor.
Lo que sucedió después no fue otra cosa que las acostumbradas preguntas de las personas que viven en los pueblos a los que vamos a investigar, qué de donde soy y qué es exactamente lo que estoy buscando, ¡Ah! y que si no les voy a robar sus tesoros, cosas de ese tipo. Jacinto no fue la excepción. En las mesas se encontraban los mimos muertos jugando baraja y los mimos muertos gritando ya pasados de copas o de sus buenos mezcales, como dicen ellos. <<Muertos>>, así los llamaba Jacinto, rápido me acostumbre a pensar de la misma forma en los que entraban a la cantina, pero en secreto, como divirtiéndome en mis adentros. La cerveza me cayó de maravilla, lo que me perdía todo por hacerme el serio. Nada fuera de lo ordinario pasaba, excepto las preguntas a veces fuera de lugar de mi compañero y, una que otra confesión personal que aprovechaba para hacerme, porque nunca regresaría a ese lugar, también suele pasar. Cuando entraron tres personas, lo supe aun estando de espaldas a la entrada, pues el discreto silencio que se formó a su llegada lo hizo notar. No eran del pueblo, estaba claro, su aspecto lo decía todo, joviales, en suma, alegres y vestidos con frescura, los identificaba como fuereños, propiamente de la ciudad o de alguna ciudad.
—Son vacacionistas, aunque no son vacaciones. Es el hijo del presidente municipal y sus amigos, creo—se adelantó Jacinto para informarme en voz baja.
—Entiendo.
Los amigos del hijo del presidente municipal fue lo que me llamo la atención, bueno, la mujer, la novia del otro, lo supe porque ella me lo dijo. Los atendió el único mesero de la cantina, que era el mismo Jacinto. Estuvieron tomando con rapidez. La chica era muy bella, piel clara y ojos claros que brillaban incluso en aquella oscuridad alimentada por la madera vieja de la cantina. Después de la tercera cerveza, y de regresar en momentos la mirada a la mesa de los fuereños, comencé a sentir que en alguna parte conocía a esa linda mujer, dónde, no sé. La pena apretó el último trago de la botella cuando ella me regreso a ver de reojo, como dándose cuenta de que yo también no era de ese pueblo.
Pasadas unas horas, y cuando solo quedaban los mismos borrachos, o muertos del pueblo que viven en esos lugares, los dos acompañantes de la bella mujer se exaltaban en sus conversaciones, ella al parecer tenía muy poco que decir. Ni siquiera interrumpió cuando la conversación pasó a la discusión. Entre empujones tiraron los envases vacíos de la mesa, nadie los calmo, pues nadie los conocía, ni siquiera al hijo del presidente municipal, nació en ese pueblo, pero vivió toda su vida fuera de él. A la quinta cerveza que estaba tomando, y ya resignado a lo que pasaba en esa mesa, no supe en qué momento los dos jóvenes salieron de la cantina para ir a pelear a gusto a quién sabe dónde. La bella mujer quedó sola en la mesa, sin ningún rastro de perturbación ni alarma, parecía que le daba igual que la hubieran dejado sola en un lugar que no conocía. Para colmo, o alivio de ella, seguía tomando. En poco tiempo se acostumbraron a su presencia, pues los borrachos a cierto punto, o se abalanzan sobre una mujer o simplemente la ignoran. A ella, pensando que no la merecían, y como si se vengaran del género femenino, la ignoraron. Dejé el envase en la barra y caminé a su mesa. Y aún sigo pensado porqué lo hice.
— ¿Me puedo sentar? —Le pregunte cuando ya estaba sentándome—, espero que no te moleste.
—Para nada.
—Veo que no eres de aquí.
—Veo que tú tampoco.
—Tienes razón. Me llamo Arturo.
—Natalia.
En algún momento de mi vida sentía que la había visto, que ya la conocía, pero no encontraba el punto exacto. El resto de la plática la sostuve con mi iniciativa, y ella sin ningún rastro de pena la seguía, o mejor dicho sin ningún rastro de interés, pienso que me siguió el juego porque simplemente estaba aburrida. Seguimos tomando, algo así como tres cervezas más antes de que le propusiera que la llevaba a la casa donde se estaba quedando. <<No quiero verlos>>, me respondió sin mucho interés. Le propuse que podía quedarse a dormir en mi cuarto del único triste hotel del pueblo. En realidad ya era tarde, debía irme, pero mi instinto masculino se negaba a salir solo de la cantina, y más después de conocerla. Tratando de impresionarla y de convencerla de que esa noche estaba conociendo a toda una personalidad, le hable de mi profesión y de mi doctorado en Francia, y de los cinco idiomas que dominaba. Cosa que al parecer le daba igual, los libros escritos no impresionan ni siquiera al autor, mucho menos a una mujer, tomando en cuenta que son de tediosa antropología. Mis ganas de parlotear en francés, se ahogaron al ver los bostezos que daba cuando escuchaba mi cansada preparación académica.
Jacinto trajo las dos últimas cervezas diciendo que cerraría. ¡Santo dios! Iban a ser las doce de la noche, o fue mi largo currículum o la larga despreocupación de Natalia, lo que hizo que el tiempo caminara a prisa. <<Vamos, ya tengo sueño>>, me dijo casi cortantemente, pero con una ligera emoción en sus ojos. Sus ojos, tan claros y puros, brillaban al verme, o tal vez lo imagine. Pagué la cuenta y, sin que se diera cuenta ella, Jacinto me cerro el ojo como diciendo, <<con todo tigre>>.
Afuera hacía frío, lo que diezmó nuestros pasos, como queriendo no llegar al hotel. Caminamos por las calles semioscuras, entre los ladridos perdidos de perros fantasmas que se negaban a mostrarse, algún gallo desorientado cantaba. Antes de llegar a la segunda cuadra con un poste de luz, solté los brazos que apretaban mi pecho y le dije que le ayudaría con el frío, así que la acerque a mi cuerpo para darle calor esperando que me repeliera, pero, al contrario, se acurrucó como felino seductor. Cuando pasamos por debajo del foco y su triste luz, éste tronó rompiéndose en mil pedazos. Sin inmutarse siguió caminando a mi lado, el cobarde, al parecer era yo. Apreté todos mis nervios para guardar la serenidad que ella sostenía con naturalidad. Antes del segundo poste con otro triste foco, agarré valor, tomando en cuenta la confianza de nuestros cuerpos calentándose con los pasos y protegiéndose del frío, agaché un poco el cuello y la besé en la mejilla. Pensé que al igual que el abrazo, ella me repelería, pero sonrió cuando lo hice. Dimos otros cuantos pasos y le di un segundo beso en la comisura de sus labios, volvió a sonreír. Ya estaba imaginando soberbiamente lo que haríamos cuando llegáramos al hotel, cuando al pasar por abajo del segundo foco, éste tronó como el primero. Mi turbación le hizo preguntarme si estaba bien, <<si, lo que pasa es que escuché un perro cerca, la verdad me da un poco de miedo>>, mentí para ocultar mi asombro.
No debía mostrar alarma o cualquier indicio de cobardía, así que no dije nada del inusual fenómeno de los focos. Al contrario de lo que pensaba de ella, que también disimulaba su terror, suavemente deslizó su brazo para apretarme la cintura y esconder su rostro en mi pecho. Comencé a excitarme como la espuma de las cervezas que tomamos en la cantina. Antes de llegar al tercer foco y, caminando con el mismo coro de perros y gallos desorientados, para mi sorpresa, alzó el rostro y me besó. No hice más que detenerla para poder besarla bien, o besarnos, porque estaba tomando una iniciativa candente. Me estaba siendo eterno el tiempo para llegar al hotel. Ya sólo quedaba una cuadra para doblar a la izquierda y llegar al lugar donde planeaba despojarla de su vestido floreado. Con la carne erizada y punzante, me despegué de ella para apresurar lo inevitable, el lenguaje de su boca me comunicaba las mismas intensiones que tenía al momento de que yo cerrara la puerta de mi dormitorio.
Seguimos caminando, cada vez más abrazados y acurrucados uno al otro. Al llegar a la esquina, donde estaba el tercer foco, e ignorando lo que pasó con los anteriores, quise contemplarla un momento de lejos, como saboreando la fruta antes de comerla. Era tan sensual, la curvatura de su cuerpo, la exquisita cintura y esos ojos que resaltaban de su cristalino rostro, hacían regocijarme y latir con fuerza mi corazón, además que me llegaba con impertinencia el presentimiento de que en algún lugar ya la había visto. Dónde, dónde, pensaba. Y cuando me disponía a tomarla entre mis brazos y conducirla a prisa al hotel, el foco que estaba encima de nuestras cabezas tronó. Un sobresalto perturbo mis deseos, haciendo que levantara la vista y ver los cristales aun cargados de tenues rayitos de luz, regarse en el espacio. Cuando regresé la mirada a ella, ¡Maldición! Ya no estaba. Ni siquiera dos segundos paso mi desvarió, cuando me di cuenta de que ya no estaba. <<A dónde fue>>, murmure estupefacto, gire la vista a todos lados, las calles eran muy amplias y largas, si corrió la hubiera visto.
Cuando un desorientado gallo canto en ese momento, un terror penetro mi alma, lo impactante del fenómeno golpeo mi conciencia, empujándome al abismo del miedo, casi la psicosis. Entendía que no estaba entendiendo nada, y nada me aterra más, que no entender la brutalidad de la realidad, cuando ésta se comporta de esa manera tan oscura. Corrí al hotel y toqué a la puerta del respetable antropólogo y responsable de la investigación, el doctor Raymundo. Me abrió la puerta y entré precipitadamente. Le conté todo lo que había pasado esa noche, <<hijo, no te queda el alcohol>>, sentencio tajantemente mi relato.
Al día siguiente me fui del pueblo alegando que me sentía mal y que debía retirarme, aseguré que mandaría por correo un informe detallado de mis avances de la investigación. ¡Al demonio esa dichosa cultura perdida en un rincón de Guerrero! La rescatarían sin mi ayuda, eso era seguro. Estando en mi estudio, y donde escribo esta vivencia, como un intento de superarla, me sigue acalambrando los nervios. Sé que de algún lado la conocía. Ahora que recapitulo con un pánico más sereno, si es que eso es posible, antes de que se rompiera el último foco, me parece que alcance a ver una sonrisa tétrica en su rostro y, esos ojos, desprendían una mirada un tanto macabra, ¡maldición! ¿O en realidad estaba tan borracho que lo imaginé?
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