Como ya he dicho en alguna ocasión, por las mañanas suelo caminar desde casa hasta el trabajo durante poco más de un kilómetro por el que recorro el llamado Camino de Ronda, principalmente. Lo suelo hacer temprano, llegando a la altura de un estanco, junto al río Genil, poco antes de las ocho con lo que aún no le ha dado tiempo a abrir al dueño del establecimiento.
En invierno suele ser de noche, con días de bastante frío a esas horas del inicio del amanecer, con lluvia otros días y, ya en contadas ocasiones, con algún riesgo de nevada. El horario de apertura matinal del local es amplio, creo que alcanza las 14 horas, más luego otras tantas de tarde, es decir, que tiempo hay para atender a todo el que necesite algo de ellos.
Precisamente por esto último, me llama la atención que todas las mañanas, absolutamente todas, caiga lo que caiga, hay un grupo de unas seis ó siete personas esperando, desde un rato antes de que se suba la persiana, a que esta lo haga, a que se abra el paso para acceder a su vicio. Son los dependientes del humo, enganchados a la nicotina por diversas circunstancias que son incapaces de vivir sin ella por lo que ella misma les aporta, supongo.
Hay hombres y mujeres, la mayoría solitarios, y sólo dos son pareja. En alguna ocasión ha coincidido, justo al llegar yo, que se daba el pistoletazo de entrada a la compra de cigarrillos y he pasado tras el grupo para dirigirme a la ventanilla donde sello la lotería primitiva, que jamás me tocará por más esperanzas que tengo y menos ahora que están parados los sorteos con el coronavirus. Me suelo quedar esperando mi turno al final para mientras poder, con disimulo, observar las distintas respuestas al final de su espera. Hay variedad: un señor que tiene racionados sus dos paquetes diarios, se marcha sin pagar y sin apenas despedirse (supongo que habrá algún acuerdo con los estanqueros), al que luego me encuentro con frecuencia, a lo largo del día, recorriendo las calles de la ciudad, cigarrillo en mano, mirando contemplativo a todas partes; una mujer, entrada en los cuarenta, con sonrisa nerviosa responde automáticamente “a lo de siempre” cuando le toca su turno, mientras desenrolla ágilmente la tira de celofán que permite el acceso a los pitillos en el breve tiempo que tardan en darle el cambio; un abuelo, o al menos así lo aparenta, de paso tranquilo, mirada sosegada y una barba amarillenta alrededor de los labios que delata sus muchas horas de caladas. También está la pareja que comenté, dos señores ya maduros, de miradas tristes, que, sin apenas dirigirse la palabra, saben ordenarse para ser uno el que recoja los paquetes y pague, mientras el otro va extrayendo un par de cigarrillos para encenderlos nada más volver a la calle y poder dar los primeros pasos del día envueltos en humo.
Esporádicamente, también hay otras personas esperando la apertura del estanco, pero son circunstanciales. Supongo que serán más previsores, se dosificarán mejor o no necesitan tan urgentemente el tener que saborear el tabaco de mañana, pudiendo esperar o incluso anular ese impulso.
Yo reconozco que me gustan ciertos placeres que podrían considerarse vicios cuando se llevan al extremo. A todos nos gusta una cerveza fría, alguna copa, comidas y hasta fumar puntualmente en los que se conoce como fumadores sociales. En su medida, y obteniendo el gusto de saborear lo que se consuma, es entendible y defendible. Cuando ese consumo se nos va de las manos es cuando puede resultar contraproducente.
En el caso de los componentes de la cola del humo, entiendo que no es extrapolable su dependencia exclusivamente a un consumo desmadrado, que también lo es. En esos casos, es más bien necesidad, rutina, terapia para rebajar problemas que, sin conocerlos, se nos escapan.
Me choca el tener una adicción tal como esa, en ese grado, que supongo no es el que habitualmente presentan la mayoría de usuarios del estanco. Me extraña, día tras día, que lleguen todos a esa hora con las reservas agotadas, sin una colilla en el cargador que les haga la espera más relajada. Me hace pensar en mil motivos para ello, de los mismos mil que quiero escapar.
Nunca me consideré adicto a nada, aunque admito que eso nunca nadie lo podrá afirmar taxativamente. Todos estamos expuestos y la mente es muy engañosa a la vez que cómoda. Dominar la cabeza no está al alcance de todos y el que lo hace no puede descuidar su entreno.
Se agota la cola, se pierden sin abrir boca. No se saludan, no se conocen de nada más que de coincidir allí, amanecer tras amanecer. Salgo con mi boleto sellado sin apreciar ya rastro de ellos. Mañana será igual.
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