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La Covid-19 se cura… ¡con una telaraña!

En mi pueblo hubo un curandero llamado Cupío, sanador de muchas personas, un hombre perseguido porque su saber no casaba con el del ortodoxo aparato médico; tenía un don, se decía. El cómo adquirió y ejercía dicha sabiduría nos es un misterio; sin embargo, sus recuperados pacientes, algunos de los cuales aún viven, son la prueba patente y fehaciente de que, con cuanto significa, dicho saber fue un hecho que encontró sus apoyos y se instrumentalizó en la insondable cabeza de Cupío. Dos ejemplos similares los podemos encontrar en el terreno de las matemáticas: Fermat, con su famoso teorema, y el hindú Srinivasa Ramanujan, el autodidacta y precoz iluminado que declararía: «Una ecuación para mí no tiene sentido si no representa un pensamiento de Dios».

Me pregunto cómo habría procedido Cupío ante uno o mil casos de Covid-19. ¿Qué habría hecho? Porque Cupío era conocedor de una gran variedad de plantas, amén de saber dónde hallarlas, así como de «extraños remedios».

Esa noche soñé que yo era Cupío retirado en su olivar (donado por un noble a quien años atrás sacó p’alante) y que, en pos de mi auxilio, me venía a ver la Consejera de Sanidad de la Junta de Extremadura, a quien llamaremos Doña Federica López Barragán, una mujer de unos cuarenta y pico años de edad, muy buenas maneras y resplandeciente rostro.

Yo, que vivía en el olivar dedicado a la meditación y el estudio de mi disciplina, ni me había enterado del decreto del estado de alarma ni nada semejante. De un tiempo a esta parte había echado de menos la afluencia de gentes en pos de mis servicios, mas nunca habría yo podido imaginar que ello se debía al desatamiento de una pandemia, y menos aún tan tamaña como Doña Federica me hizo ver.

–¡Tiene usted que ver algunos enfermos, señor Cupío! –me dijo la Consejera, no pudiéndose aguantar las lágrimas, tras ponerme al corriente de cuanto sucedía en nuestro país y el planeta, que no, gracias a Dios, en el pueblo– ¡Por favor… está atacando sobre todo a los ancianos! ¡Y se contagia como por arte de magia negra! ¡Se trata de un virus nuevo!

Como yo no sabía lo que era un virus, Doña Federica me lo explicó con pelos y señales, de manera que yo pude entrever en él a una especie de gato de Schrödinger que no estaba ni vivo ni muerto.

–¡Señor Cupío, una vez que el coronavirus se infiltra en las células usa la maquinaria de éstas para replicarse mediante la síntesis de su ARN y es… la perdición!

–¡Hideputa!

Accedí de inmediato a su ruego y se me condujo al Hospital Virgen de La Montaña, donde se me dotó de los equipos de protección necesarios para que yo pudiere estimar de primera mano, y sin contagiarme, cuanto se me ofreciere.

Se palpaban tantas emociones encontradas entre el extenuado personal sanitario… tanto estrés postraumático…

En mi periplo se me fue progresivamente mostrando desde los enfermos más leves (con síntomas similares a los de la gripe, como fiebre, tos seca, disnea, mialgia y fatiga) a los más severos y terminales, con neumonías, síndrome de dificultad respiratoria aguda, sepsis y choques sépticos.

Yo nunca había pisado en mi vida una Unidad de Cuidados Intensivos y me quedé un tanto sobrecogido ante los cuadros que se me ofrecieron: allí se me necesitaba con urgencia.

–Vea por el microscopio las microgotas de Függe –me dijo alguien–, ellas son el principal vehículo de transmisión entre humanos.

Visto lo visto, pedí retirarme a mi olivar, donde me preparé una infusión de valeriana y ortiga endulzada con miel de romero, y me tendí en mi viejo camastro a meditar.

No me gustaba ni un pelo cuanto había visto, nada, y, en mi duermevela, aquella cosa se me antojó, en su corona, una espora genéticamente alterada. Me quedé dormido entonces y, por si fuera poco, soñé que, siendo Cupío, y rizando el rizo, me soñaba que era Luis Brenia con mi saber panadero y literario y toda la pesca a cuestas, y que, al despertar al propio sueño, siendo Cupío de nuevo, pero con ambos saberes reunidos, me paraba a redactar una detallada lista de los distintos ingredientes que precisaba para preparar una milagrosa poción de un modo semejante a como yo hacía el pan candeal, pues también mediaba en el brebaje un singular y muy delicado proceso fermentativo.

De la receta que Cupío me reveló en sueños –quien tenga oídos que escuche, quien sepa interpretar los lenguajes oníricos atienda–, omitiré aquí por su extensión el listado de especies y sus proporciones, con objeto de mantenerlas a buen recaudo; sin embargo, a fin de orientar al lector y dar fe, entresacaré algunos párrafos de distintas secciones:

(…)

Se macha el ajo, junto con la hierba de San Juan, la artemisa, el tomillo, el malvavisco y se añade bien caliente el té de zacate de limón, donde se empaparán las cataplasmas.

(…)

Tras la fermentación, se añaden a la vacuna las citadas raíces y la pálida flor del Espino blanco, que es muy rica en flavonoides, taninos catéquicos, triterpenos, esteroides y aminas, por lo que yo solía recetarla para tratar insuficiencias cardíacas o coronarias, así como para determinados casos de braquicardia, problemas de insomnio o para procurar relajación muscular y antiespasmódica.

(…)

Seguidamente, con un poco de cera y vaselina, se hace la pomada con las gramíneas, las umbelíferas, el diente de león, la equinácea y la quinina.

(…)

Entonces se le practica un lavado bucal con sanguinaria, se le somete a la inhalación de los vapores y se le aplica la pomada en el pecho, y se cubre éste con hojas peladas de chumberas, que, ennegreciendo, serán las que extraigan el mal; se le baila delante una tarantela al paciente, y a su término se le dicen las debidas palabras mágicas –«¡Sana, sanita, culo de rana, si no sana hoy, sanará mañana!»–, se le explica bien explicado cuánto vale un peine, se le soplan las orejas con dos abanicos plegables (que han de ser de Valencia, y no de ningún otro lugar) y… bla, bla, bla…

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