Las canciones forman la banda sonora de la vida de cualquier persona. Como los olores que te hacen despertar recuerdos y volverte a enamorar, llorar, reír y revolcarte en la nostalgia de un pasado que no volverá pero que sigue tan vivo dentro de mi ser, eso es la música para mi.
Comprar un disco cuando era un crío era un subidón de adrenalina y no exagero para nada. Pero cuando hablo de disco, hablo de vinilo. Eso era un «disco de verdad». Con la llegada del CD se perdió la magia, se perdió en calidad pero sobre todo, se perdió el romanticismo de quedar hipnotizado al ver cabalgar la aguja del tocadiscos sobre cada surco a 33 o 45 revoluciones por minuto.
En Málaga había muchas tiendas de discos por los años 80 pero la tienda de referencia era Candilejas (que aún existe o, mejor dicho, sobrevive). Recuerdo que ir a comprar un disco era como ir de excursión al paraíso. Sigo sintiendo la misma emoción que cuando entro en una tienda de instrumentos musicales. Aún no he logrado dominar ese estrés emocional que me produce el mero hecho de cruzar el umbral de la puerta y verme rodeado de discos o instrumentos.
Creo que el primer vinilo que compré fue el primer disco de The Communard. Le siguieron el maxi single de Europe con su «Final Countdown» y el True Blue de Madonna. Después vinieron dos LPs que cambiaron mi vida para siempre: un recopilatorio de Depeche Mode y un discazo de The Cure.
Aún recuerdo cuando escuché por primera vez The singles 81-85 de Depeche Mode. Me senté en la hamaca de mi cuarto que me había regalado mi abuela, me coloqué los cascos porque sólo quería que sonara para mí y a medida que iba escuchando pista por pista me preguntaba: ¿cómo puede ser que todas las canciones me gusten? Increíble, a día de hoy sigo sin poder elegir una.
Pero era un recopilatorio de sus mejores éxitos y yo quería más. Quería saber si era posible que fueran tan buenos, inocente de mí —son Depeche Mode querido imbécil —me digo ahora.
Y me compré, siempre asesorado por mi vecino y hermano Diego, Black Celebration. Casi nada, estamos hablando de un disco de culto y eso se traduce al disco menos comercial, más oscuro y siniestro de la banda de Basildon pero a mí me tocó el alma, quizá me la robó en esa «celebración negra» con la que abre el disco.
Definitivamente, Depeche Mode, era y es mi banda. Es más, la primera vez que bailé un lento con una chica fue en la fiesta del instituto y lo hice, precisamente, con una balada de ese disco («A question of lust») y, hasta hace un par de años, tuve la osadía de ser miembro fundador de una banda tributo a su música.
El otro disco es The head on the door de The Cure. Cuando puse el primer corte del disco («In between days») no me podía creer lo que estaba escuchando. A día de hoy despierta en mí la misma emoción. Escucharlos es recordar mi vida, mi pasado, mis penas y alegrías, mis conquistas, mis fracasos y mi primer grupo de música en el que tocaba la batería que me regaló mi padre y que bien merece un inciso:
Recuerdo que fuimos a la tienda de música con el vocalista, mi amigo Migue, y con su padre. Allí estábamos los cuatro en La Casa de la Música de la calle Carretería de Málaga plantados delante de la batería elegida. De la noche a la mañana, Migue y yo decidimos que queríamos formar parte de la leyenda viva del rock sin haber tocado nunca un instrumento, por lo que mi padre me preguntó alucinado:
- Juan Antonio, ¿tú sabes tocar esto?
- Claro papá, estoy harto de practicar en casa —le contesté
- ¿en casa?
- Pregúntale a mamá. Ensayo con las agujas de hacer punto que ella me deja —y me quedé tan pancho (bendita inocencia). Usaba las agujas como baquetas para golpear el colchón de mi cama y lo verdaderamente alucinante es que aún conservo los dos ojos.
Mi padre y el padre de mi amigo se miraron y dijeron al unísono: «estos están locos». Lo cierto es que salimos de allí con la batería y en ese momento no era consciente de que mi padre, no sé por qué razón y menos después de contarle lo de las agujas de coser, confiaba en mi y me apoyaba a muerte.
Queríamos ser auténticas estrellas del rock y, sin lugar a dudas, las verdaderas estrellas eran nuestros padres por estar siempre al pie del cañón.
Como he dicho, fueron esos dos grupos los que cambiaron mi vida, pero no hay dos sin tres. No voy a terminar este artículo sin mencionar a Belinda Carlisle, la única artista de la que fui miembro de su club oficial de fan (con carné y todo).
Podría nombrar cientos de artistas y todos me han influenciado como músico y persona: Mike Oldfield, Jarre, Vangelis, New Order, Radiohead, Joy Division, U2, Bauhaus, The Smiths, Echo and the bunnyman, Jesus and Mary chain, Simple Minds, Danza Invisible (su primera etapa)… Es curioso, todos son estrellas del rock y brillan en los escenarios pero mi vida también es un poco más brillante cuando los escucho. Esa es la magia de la música.
De poder volver al pasado, me gustaría volver a esa época de los 80 y no para cambiar nada, sino para reafirmarme en la convicción de por qué no cambiaría absolutamente nada.
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