Me levanto por las mañanas cada vez más temprano desde que comenzó este confinamiento impuesto por salvar la vida. No deja de ser paradójico perder la libertad para poder vivir, pero se ve que es lo que hay.
Después de desayunar me confino dentro de mi misma casa en una habitación a modo de salita de la que me apropié nada más entrar a vivir y en la que tengo todos los trastos que creo necesitar para sobrevivir a casi cualquier catástrofe o, al menos, para seguir soñando despierto, los mejores sueños. A saber: un piano, un ordenador, mis guitarras y una vieja televisión que sólo prendo para ver películas porque la programación es una auténtica basura.
Abro la ventana de mi pequeño zulo, porque así es como llaman cariñosamente mi mujer y mi hija a lo que yo considero mi santuario, mi espacio vital, y escucho el sin parar de las cocinas de mis vecinos y el chirrear de los tendederos de ropa, en definitiva, el ajetreo normal de cualquier patio de vecino.
Prestando un poco de atención te percatas que el tiempo se para por un momento y que todo es tan reconocible como predecible. Los recuerdos, la nostalgia, la morriña empieza a aflorar y, automáticamente, dejo lo que estoy haciendo y me dejo llevar por un viaje al pasado. A veces me da por pensar que el pasado es lo único real y seguro que tengo.
Pero es mi sensibilidad extrema a los olores lo que me hace estremecer cuando la brisa que se cuela por mi ventana me trae aromas que identifico al instante. Sin permiso, abren el cajón de mis recuerdos. Recuerdos que tenía casi olvidados por el frenesí de la anterior vida que he aparcado y que sin duda me hacía no saborear la misma como se merecía por ir siempre a contrarreloj. Por eso ahora deberíamos recrearnos en esas pequeñas cosas que cantaba Serrat.
El olor a café recién hecho por la mañana temprano, el olor a pan tostado o, para los que engordar supone un buen precio a pagar a cambio del goce de rebozar con azúcar, el mismo pan pero frito. El olor a limpio de la ropa tendida recién sacada de la lavadora, infinidad de sensaciones que vienen y van mientras yo me dejo llevar al mismo ritmo que bailan las sábanas blancas de mi vecina de arriba al son del viento que las orea, el mono de trabajo del mecánico del quinto, la chaquetilla del cocinero, el pantalón negro de pinza del camarero o la ropita interior de la vecinita de turno que hace tiempo dejó de ser una niña para convertirse en toda una mujer.
El olor a la comida del día, a los guisos de siempre porque el guisar nunca se va a perder como tampoco se puede perder el buen comer y las buenas costumbres, aunque la monotonía a veces pese tanto que provoque una voz más alta que otra y rompa, por un momento, la rutina de una mañana cualquiera en una comunidad de vecinos. Ya sabemos que a veces es difícil evitar que te saquen de quicio las manías de unos o de otros y se termina discutiendo por algo insustancial, porque siempre hay algo que discutir en cualquier vecindad. Y es que cada uno somos de nuestro padre y de nuestra madre.
Es cierto que he perdido la libertad de movimiento pero he recuperado el tiempo que necesitaba para ser persona y para saber que soy uno más en esta mi comunidad. Porque ahora más que nunca debemos grabar a fuego en nuestras cabezotas que somos uno más y no olvidarlo porque eso sí debería ser la nueva y verdadera normalidad. Quizá no volvamos a empezar de cero, quizá todo tenderá a ser lo mismo y hasta un poco peor, pero lo que nunca cambiará es que siempre será tu hermano el vecino más cercano. Al fin y al cabo, somos de donde venimos y vamos a lo que vamos.
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