Sí, amigo, sí, desayuno, como un adicto, haciendo zapping entre las distintas cadenas de televisión, no más que por mantenerme a la última; le doy la vuelta matutina al perro, y ya me tienes ojeando en la computadora la media docena de más principales diarios nacionales y algunos de segunda que me sé. No busco nada en concreto en ellos, sino que, salvando los deportes, que no me interesan un pimiento, me ofrezco completamente permeable a lo que me quieran deparar, en base a versarme en la intrahistoria que me quieran dejar entrever de toda esta rocambolesca historia. Luego, me doy un paseo por mi Facebook, ya más en pos de antropología y calor humano.
En un aéreo paseo, me quedo con los titulares de la prensa, y luego entro en la letra pequeña de los que me interesen; muchas son noticias propiamente dichas; otras, en cambio, son anécdotas de aquella manera. En medio, se cursa un tráfico de curvas o gráficos que atienden a diversas magnitudes en boga, y también tengo acceso al mapa mundial del contagio de la Universidad Johns Hopkins.
El brebaje malgache a base de artemisa, los informes de Corea, los desaires de Trump, las pertinentes instrucciones de la autoridades, los casos, los bandazos de la administración, las preocupaciones de los distintos colectivos, la saturación de los hospitales y el desorbitado estrés de los sanitarios, las muertes y más muertes de ancianos, las más insólitas anécdotas que a título personal se pudieren ofrecer, la recuperación ecológica del planeta en todos sus órdenes, la caída del precio del crudo, los temores de la OMS, el aplazamiento del curso escolar, las nuevas normas y medidas, los avances científicos, Banksy, los movimientos del BCE, ciertas comparecencias, el precio de las mascarillas… ¡Yo qué sé!
La cuestión, amigo, es que, con esto del confinamiento y lo que no es el confinamiento, gozo de bastante tiempo, y la cabeza no para; aunque esto último no sea nuevo en mí; y la cosa es que, de turbio como se nos está poniendo todo, me he dado cuenta de que lo que, amén de distraerme, busco al informarme es protegerme, y lo que me pregunto es si esto no es una derivada falacia.
Antes de la pandemia solía enriquecer mi mente con otras actividades que no la acaloraban tanto como el overbooking mental de informaciones y desinformaciones que, desde que nos confinaron, y ni que a presión, me estoy metiendo para el cuerpo, como si no me quisiese perder una fibra del novelesco acontecer.
Luego, trato de rememorar no ya las grandes noticias, sino las secundarias, y, fuera de algunas excepciones, no alcanzo a dar con ellas, como si hubiesen sido neutralizadas por una especie de ruido blanco de fondo en mi tan volátil memoria.
Por su parte, he notado que las redes sociales han flojeado mucho; de hecho, yo mismo he mermado mucho mi actividad y apenas he posteado cuatro cosas.
Antes de que –¡tonto y bobo de mí!– me sobreviniese el citado overbooking mental, mi más aligerada mente funcionaba con más frescura y atendía mejor la lectura y la escritura, que ya sabes, amigo, que son dos pilares fundamentales del andamiaje con que me resuelvo íntimamente la vida.
La cosa es que, no te exagero, por unas cuestiones u otras, paso cerca de la mitad de mi cotidiana vida confinada frente a la pantalla, y a veces noto que, por forzarlos, castigo demasiado mis ojos.
–¿Tú crees que lo mío es de psiquiatra? –inquirí.
–¡Descuida, amigo, de psiquiatra es… lo de todos! –resolvió responderme– ¡Y, ojo, que hasta lo de los propios psiquiatras es de psiquiatra!
Imagen de Gerd Altmann en Pixabay
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