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Todos los santos

Isaac está sentado en el escalón de entrada de la cocina económica de su familia. Abstraído con la cara recargada en la mano y el codo en la pierna, mira los autos avanzar por la calle; la luz mala saliendo de los cofres hirvientes, las llantas avanzando lento, como si solo pudieran girar al ritmo de un segundero con poca energía; el coro ronroneante de los motores, se rompe con alaridos estridentes mientras las máquinas se mueven poco a poco, las llantas grandes de los colectivos haciendo quebrar las piedras contra el pavimento.

Isaac espera a su hermano Chucho; el padre no es el mismo pero la madre sí. Él es pensativo, su hermano en cambio tiene muy poco practicado eso de pensar; en primera por falta de costumbre, en segunda porque a los 9 años ya es un pibe muy rollizo, como un ratón de cocina pública; y como toda criatura de estas proporciones, sus instintos suelen dictar toda orden que logre mover ese cuerpo.

Isaac tiene siete, es flacucho, cabezón y lo está esperando al hermano porque cada viernes último del mes, se suspenden las clases en todas las escuelas públicas del país. Y esos días, los chicos los suelen dedicar a jugar en la vereda con algún juguete o algunas cajas; también se juega a las atrapadas porque el peso de Chucho contrarresta la diferencia de edades y las posibilidades son más justas; por tanto: divertidas. 

Chucho se fue al mercado. Su madre lo mandó por un ramo de cilantro porque hacía falta un poco para la salsa verde y ella tenía que quedarse con la abuela Sebastiana a terminar los guisos para el menú del día. El gordito no regresa e Isaac ya se siente desfallecer, no soporta un segundo más el hastío de esperar…

Repentinamente la oruga de autos se rompe y desaparece, remplazada por una marcha fúnebre, que recorre los metros con la misma cadencia que los autos. Al frente va una caja grande, su color es café, va meciéndose, posada sobre los hombros de varias personas; Isaac sabe que lo llevan al panteón de más arriba, fascinado no puede despegar la mirada de la caja, los rostros sudados y marchitos de la gente que la rodea; enganchado por el magnetismo de la incertidumbre que la muerte le genera. Sabe que lo llevan ahí porque su abuelo Miguel les advirtió, que hacia allá no podían irse a jugar. Y cuándo Isaac había preguntado por qué, les contestó con mucha seriedad:

–Ahí es a donde la gente muerta se queda a vivir –dijo mirando fijo a los arcos del panteón municipal.

El río de autos re aparece un par de metros después de las últimas personas que con flores y la cabeza gacha tratan de no perder el paso de la procesión.

Las ruedas girando lentas y pesadas, lo hacen sentir a Isaac que es justo así como se le han pasado los días, al ritmo de esos autos desde que su madre les contó a él y a su hermano que a finales de Octubre podrían salir a pedir para su calaverita en los locales y casas del rededor.

En el medio de su abstracción notó que hacía un rato sentía un ruido molesto, como un mosco en la oreja que rondaba insistente; miró hacia el ruido; Chucho le hacía señas y ruidos con la boca llamando su atención para que se acercara a él; Isaac intrigado por el secretismo de su hermano, esperó a que su madre regresara al interior de la cocina y salió disparado para ver qué tramaba.

–¿Qué haces Chuchis?, ¿por qué tardaste tanto? –dijo molesto Isaac, mientras las mejillas de su hermano se apretaban con tanta fuerza por la sonrisa que traía clavada en la cara, que daba la impresión que podían explotar en cualquier instante. Sus ojos brillaban intensos, como incendiados por dentro.

–¡Mira lo que tengo! –exclamó Chucho, mientras sacaba la mano de detrás de la espalda y le enseñaba a su hermano una calaverita de azúcar; garigoleada con adornos verdes, azules y violetas. Era preciosa, de una artesanía genial, pero sobre todo, se veía deliciosa.

–¡No manches Chuchis! ¿de dónde la sacastes? –replicó el chico impresionado. Chucho no le respondió, ya había presumido el trofeo, ahora había empezado a comerlo a bocados grandes, casi sin distinguir el sabor del azúcar y los adornos.

–¡Oye Chucho, dame no seas envidioso! –protestó Isaac, pero su hermano negando con la cabeza y riendo socarrón, siguió devorando la calaverita–. ¡Qué poca madre! Te voy a acusar con mi mamá.

Isaac se había acercado a su hermano e intentaba con los brazos estirados arrebatarle la calaverita de azúcar.

–¿De dónde sacastes dinero pa’ comprarla? Te la robaste ¿verdad?…, Chucho dame un poquito, porfa… –Imploraba Isaac, cada vez más desesperado, viendo como desaparecía el dulce tesoro en los redondos cachetes de su hermano.

–¡Chucho dame un pedacito! Aunque sea un pinchi pedacito… –Exclamó tironeando del brazo de su hermano, pero era inútil. En la mano babeada de Chucho ya no existía ninguna calaverita, Isaac fue inundado por un torrente incontenible de lágrimas.

–¡Chin-gah tu ma-adre Chucho! Te voy a-cusar, ‘ora si te pasastes –dijo Isaac berreando y salió corriendo al local de su madre.

Al entrar a la cocina, el nene se abrazó a la pierna de su madre; entre mocos, llanto y suspiros profundos decía como podía que Chucho se había robado una calaverita, que no le había convidado.

Chucho entró unos momentos después, tranquilo, con la boca muy limpia y el ramo de cilantro al frente. Sebastiana se lo arrebató y lo empezó a deshojar inmediatamente sobre el molcajete.

–¿Te robaste una calaverita pinche chamaco? –dijo su madre con ojos de bruja biónica infernal.

Chucho no sabía actuar, era tan básico que ni siquiera podía mentir sin caer de inmediato en exageraciones bobas. Pero desde el momento en que la anciana del mercado se agachó por el ramo de yerba y decidió agarrar la calaverita supo que tenía que concentrarse, hacer las cosas bien si no quería acabar en la cárcel. Así que en eso pensó: en la cárcel. Para fingir el más logrado de los enojos y aprovechar todo el tiempo que había tardado en reaccionar para aumentar el grado de verosimilitud necesario, porque en cualquier situación normal, el gordo bajo ninguna circunstancia habría entendido todo ese quilombo con acusaciones y consecuencias tan rápido.

–¡‘Stá loco mama! Este nomás quiere que me castigues pa’ jugar solito…, ¡Es un mentiroso!

Juana le dio tres chanclazos a Isaac y lo castigó todo el fin de semana:
–Pa’ que aprenda, por mentiroso.

Isaac lloró por lo menos una hora sin parar, hasta que su abuelo lo hizo cortarla:

–Cállate ya escuincle, o te doy una de a deveras pa’ que tengas motivo pa’ chillar, nomás estás espantando a los clientes –dijo mientras terminaba de lavar el taxi.

Isaac corrió a su guarida bajo el lavadero de la zotehuela y no salió hasta la noche cuándo llegó la hora de irse.

Pasaron más de dos semanas antes que volviera a dirigirle la palabra a su hermano, nunca en su vida había tardado tanto tiempo en perdonarlo.

Lo perdonó de casualidad, casi sin quererlo la mañana en que su abuela los llamó para probarse los disfraces de esqueleto y vampiro que había cosido para ellos.

–¡Órale Isaac! Sí asustas mano. Deveras pareces una calaca… –dijo el gordo con la boca entreabierta y genuinamente sorprendido del disfraz de su hermano.

Isaac lo miró un momento y aplastando los últimos gramos de obstinación le respondió a su hermano:

–¡Tú también Chuchis!  Sí pareces vampiro.

Así salieron ese anochecer, brotados de ilusión, desbordados de emoción por pedir para su calaverita; Isaac con un mameluco negro, los huesos del esqueleto pintados de blanco en el frente; Chucho con un traje hechizo, una camisa blanca, colmillos de plástico y una capa larga negra.

Primero se detuvieron en el local de imprenta y diseño gráfico del señor y la señora Marín, ellos les dieron unos dulces, no eran monedas, pero no estaba nada mal para empezar.

Cruzaron la calle, entraron a un restaurante de flautas y antojitos mexicanos, en varias mesas comían haciendo mucho ruido: estudiantes y académicos de la universidad que hay a una calle de distancia. Sus pequeños baldes se empezaron a rellenar con monedas de 50 centavos, un peso y algún loco enternecido por los dos nenitos incluso había soltado una moneda de cinco pesos.

Salieron y cruzaron una vez más la calle, con cuidado, mirando bien a los dos lados, entraron a un lugar de empanadas argentinas llamado “Brandsen 805”. El chabón que cocina y atiende el lugar los miró divertido; como no iba a ser un argento raro al que la guita no le importa, solo les dio una moneda de dos pesos a cada uno.

Dieron las gracias y avanzaron corriendo por la vereda hasta llegar con Doña Berta, la costurera grandota que trabaja varios metros más arriba del mismo lado que el local de los chicos; ella sonriente les dio otro buen aporte de monedas de un peso.

En la taquería casi llegando a la esquina no les cooperaron.

–Ahora sí me agarran rete bruja chavos, pero tomen –dijo el taquero partiendo por la mitad un taco al pastor y entregando un pedazo a cada uno.

Justo cuándo los chicos decían al unísono: –¡Gracias! Sonó el chiflido de su abuelo, señal de que ya era hora de cerrar la cocinita económica. Los hermanos corrieron calle abajo emocionados, comiendo su medio taco y felices por lo mucho que habían avanzado esa noche en su misión para conseguir la plata suficiente y comprarse una calaverita de chocolate.

A la noche siguiente decidieron probar en la dirección opuesta de la calle, primero pidieron en los “Postres y Pasteles de la Rosa” donde les dieron un buen puño de monedas de cincuenta centavos.

En la imprenta del local de junto y en la marisquería unos metros más adelante no les dieron nada. Pero en el ciber, casi media calle adelante y en la heladería “La Michoacana” les cooperaron otro poco. Sus baldes ya tenían suficientes monedas para jugar a ser sonajas con cada paso que daban.

En el penúltimo local antes de llegar a la esquina, la barbería y estética “El Buen Corte” una señora con lentes rojos muy grandes y graduados les dio una moneda de diez pesos a cada uno.

Salieron del lugar sin poder contener la felicidad, saltando y casi a los gritos.

–¡No manches Chuchis, nos alcanzan como para diez calaveritas! –decía Isaac extasiado.

–¡O hasta quince! Es un chingo de dinero carnal. –Replicó su hermano a los mismos decibeles de potencia.

La verdad era que no tenían ni la más remota idea de su poder adquisitivo en términos de calaveritas, pero extasiados por la buena racha que estaban teniendo esa noche se sentían un toque invencibles.

Por eso al mirar a la multitud de estudiantes arremolinarse en la esquina de la universidad, no sintieron miedo a pesar de ser lo más lejos que se habían alejado de la cocinita económica, y decidieron cruzar la vereda para aventurarse a descubrir cuánta plata podrían conseguir en ese mar de gente.

Con dificultad avanzaron entre las mochilas, piernas, batas, chicos fumando, riendo, empujándose, charlando casi a gritos, armando planes para las fiestas de Halloween que habría esa noche en distintos puntos de la ciudad. –¿Coopela para mi calaverita señor? –repetían los chicos de tanto en tanto, siendo ignorados por completo. Cada paso era más difícil avanzar, cada vez sus voces se hacían más débiles, cada vez tenían que preocuparse más por tratar de no quedar aplastados entre mochilazos y piernas que no reparaban en lo absoluto en su presencia.

–¿No coopela?…. –Decía Isaac con un hilo de voz. Su hermano ya sólo se cubría la cabeza con las manos y se concentraba en seguirlo.

Repentinamente se chocaron con una mujer muy alta; llevaba un sombrero, lleno de flores tejidas, cocidas como grandes lunares adornados con tul negro.

Ella volteó y abrió mucho los ojos grandes y azules como si fueran de hielo.

–¿Quiegen su calaveguita? –preguntó en un acento extraño, aún más cerrado por la media sonrisa que formaba con los labios grandes pintados de color vino y el mismo color de la sombra alrededor de sus ojos.

Nïn era una chica francesa de intercambio; pero los nenes, mitad culpa de su falta de interés, mitad culpa del sistema educativo de mierda en el país, no tenían ni la más remota idea de que existía otro país extranjero además de “Gringolandia” y los gringos a los que habían escuchado hablar, no sonaban así de raro. Por eso la forma de hablar de la pálida mujer los impactó en serio.

Ella llevaba una bandeja con calaveras de chocolate.

–Estas no les van a costag dinegó… –dijo interrumpida por una enorme sonrisa que mostraba todos sus dientes–. Pego eso sí, cuando den la pgimega mogdida…, van a veg todo lo que hagan desde ahoga hasta el día de su muegte, ¿están listos?

–¿El precio sólo es ver nuestro nestino? –preguntó Isaac.

Los chicos miraban la bandeja con la aboca abierta, casi como si el tiempo se hubiera detenido, observaban casi hipnotizados las filas de calaveritas, reparando en los detalles de los cráneos morenos, cada uno con un nombre diferente en la frente. Esas calaveritas ya no eran dulces, ni un postre cualquiera; ahora eran personas y no podían conseguir la que quisieran, había una para cada uno de los dueños de esos nombres…

–¿Cómo se llaman? –preguntó Nïn.

Al mismo tiempo respondieron en voz muy baja:

–Isaac…

–Chucho…

La francesa tomó dos calaveritas y le dio a cada uno una con su nombre. Chucho miró perplejo la calavera en su mano; Isaac en cambio no dejó de mirar a la chica, que, con una sonrisa blanca, le guiño un ojo.

Au revoir mes junes enfants –dijo dando media vuelta y se perdió entre la multitud.

Los chicos emprendieron el regreso al local de su madre en silencio, ni siquiera se pusieron de acuerdo para regresar, simplemente avanzaron juntos en esa dirección. Después de unos momentos de reflexión, Isaac cruzó la mano frente a su hermano deteniéndolo y decidido espetó:

–‘Perate Chuchis, ¡yo la pruebo primero!

Chucho sorprendido lo miró fijo. Gotas gordas de sudor le escurrían por la frente y las mejillas, lánguido asintió.

Isaac respiró hondo y mordió la calaverita… Estaba deliciosa, el sabor del chocolate semiamargo le rellenaba los cachetes y la lengua con un cosquilleo/abrazo de exquisitez que le erizó la piel. El placer lo hizo cerrar los ojos.

Del destino nada. De su muerte menos… Algo en su interior ya sospechaba que eso pasaría. Se sintió engañado…, y recordó la cara de la mujer; lo debía haber hecho jugando, pero que fuera tan linda, diferente y él un nene, no le daba derecho a engañarlo. Isaac se sentía traicionado. Automáticamente, la emoción provocó que la cara de la chica se transforme en la calaverita de azúcar que su hermano no le quiso convidar, la risa de Chucho al no convidarle invadió su mente, seguida de los tres chanclazos, la chica guiñando el ojo; todo se conectó en su mente en un instante fugaz.

Isaac apretó los ojos, y con la mano libre se agarró la cabeza, se dejó caer al suelo de rodillas.

–Ahhuch –gimió Isaac porque el dolor al caer fue más de lo esperado.

–¡Isaac! –gritó Chucho. Lo cual provocó de inmediato otro grito bastante exagerado del menor de los hermanos.

En el suelo, abrió los ojos y miró a Chucho, petrificado junto a él, con la boca muy abierta y los ojos casi saltando de su lugar. No pudo reprimir una sonrisa…

–¡No manches Chuchis! ¡Vi todo, como me hice grande y tuve hijos y me casé y luego me morí en un hospital y me enterraron en el panteón de aquí arriba!

Chucho abrió más la boca que ya rozaba peligrosamente la dislocación de mandíbula, pero su mundo daba vueltas como un trompo y aún si lo hubiera querido habría sido prácticamente imposible que la cerrara.

Isaac se levantó del suelo y extendió la mano firme.

–Chucho dame tu calaverita, en mi nestino vi que te metían a la cárcel por ratero, dámela y te digo que te va a pasar en tu nestino.

Chucho miró la calaverita en sus manos, después de observarla unos segundos la colocó tembloroso en la mano de su hermano.

Isaac miró la calavera con gesto solemne, levantó los ojos hacia Chucho que lo miraba pálido y anhelante, como un perrito que mira una hamburguesa recién servida a través de un cristal. Isaac dio un suspiro hondo para aumentar el dramatismo y mordió la calavera de su hermano.

Esta era más rica que la suya; los adornos tenían gusto a cereza y se combinaba con el chocolate semiamargo en su lengua, haciéndola el dulce más rico que había probado en toda su vida.

Repitió el acto de caer hincado, fingir que le dolía y gritar; abrió los ojos muy lentamente…, Chucho no podía hablar porque se le había olvidado respirar, apenas pudo mover un poco la cabeza para rogarle que comenzara a hablar.

Isaac se levantó, empezó a caminar lento y en la esquina de la calle de su cocina económica dijo:

–Sí, te metían al bote chucho…, seguiste robándote cosas, te hacías más grande y me dejabas de hablar. Todo se ponía rete difícil, robabas en las combis y luego un banco, y te atrapaban, y ya…, pasabas toda tu vida ahí encerrado en la cárcel.

Chucho, no podía decir nada, se tomó el pecho con una mano y empezó a respirar agitado, como dando arcadas, casi como si su diafragma colapsara por completo bajo el peso del miedo.

Isaac asustado de la reacción de su hermano y dándose cuenta que se le había ido la mano con el engaño agregó:

–Pero en mi nestino no pasaba eso…, en mi nestino no volvías a robar nunca más, abuelito Miguel te enseñaba a usar el taxi y eso hacías, y ya te casabas y después ya te morías de viejito y te enterraban aquí conmigo en el panteón.

Chucho exhaló hondo, pasó un trago grande de saliva, recargo las manos en sus rodillas respirando como si hubiera corrido un kilómetro pero regresó un poco el color de sus cachetes.

–¿Seguro? preguntó.

–Sí Chuchis…, ten, todo va a estar bien. –dijo Isaac sonriendo y extendiendo la calaverita de su hermano hacia él.

–No, quédatela…, te la debo –contestó el hermano mayor.

Una vez más sin decirse nada avanzaron hacia la cocina económica. Su mamá y su abuela limpiaban el local, preparando todo para el cierre.

–¿Cómo les fue?¿A dónde andaban? –preguntó Sebastiana mientras limpiaba el mantel de plástico de una de las mesas.

–¡Nos fue de poca, y hasta nos regalaron una calaverita de chocolate! –respondió Isaac emocionado. Los dos se sentaron en el escalón de la entrada, Chucho cabizbajo no dijo nada.

–‘Ora ¿qué te pasa mijo?, ¿te sientes mal Chuy? –dijo la madre de los chicos al mismo tiempo que enjuagaba trastes en la cocina. Chucho negó repitiendo dos veces la eme, justo cuando su hermano con una sonrisa lo codeaba y le extendía su calaverita de chocolate.

–Toma Chuchis…, pal susto. –dijo Isaac en voz baja.

Chucho tomó la calaverita y sonrió débilmente.

–Perdón por hacer que te chanclearan, carnal –agregó en voz baja y se la llevó a la boca.

–Sí, ni me dolió… – dijo Isaac riendo un poco y levantando los hombros.

Los pibes miraron sonrientes las luces de los automóviles pasar muy rápido, masticaron despacio, disfrutando cada mordida las calaveritas de chocolate que tenían cada uno en la mano.

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