Caminan. Caminan todos en fila como si de una familia de patos se tratase. Todos siguen al mando que los dirige a embocar en la entrada de un destartalado bosque que transpira miedo, desolación, vacío… Andan sin ver nada más que los pies del compañero. No levantan sus cabezas, no parpadean por el terror que les causa despistarse un momento del soldado anterior y quedar abandonados a merced de la obscuridad que les envuelve. La negrura da un mayor halo terrorífico a la situación, al momento. Todos van a la guerra y esperan que mañana todo sea un desagradable recuerdo en sus jóvenes mentes.
La fila no se rompe; el que ocupa el primer lugar va con paso firme como si conociese su futuro y el camino adecuado por donde deben ir. Siguen caminando en fila como si se tratase de una pequeña familia de patos donde la madre camina delante y las crías la siguen nerviosas. El primer soldado suda de manera inusitada. El sudor empapa su traje verde, su gorra se obscurece y el arma casi se escapa de sus manos a causa de tanto líquido como repelen.
Después de unos minutos de caminata, el bosque se convierte en estepa, deshabitada, vacía, desolada. El grupo se arremolina en derredor de su mando superior. El miedo se hace palpable y parecen seguir a alguien más antiguo, más conocedor, más despiadado.
Los ojos miran en todas direcciones. Los pies pisan unos donde los otros esquivando cuerpos que ayer sintieron el pavor que hoy les emborracha. Otro paso, el grupo para en seco. Nadie sabe por qué pero lo hacen sin pensar ni emitir sonido alguno. Se miran y remiran esperando una sonrisa cómplice, unos ojos seguros; una voz que aunque tenue les llene de vigor para continuar orgullosos su camino. Nada se oye.
La suave brisa palpa sus rictus serios y miedosos. Les hace sentirse muertos aún en vida. Les permite volver a algún bello momento de sus antiguas vidas, porque la que le queda es dolorosa, triste y aciaga. El soplo sutil de Céfiro acaricia la tez fresca del más joven de los soldados. Este le transporta a la preciosa arboleda cercana a la dehesa donde vivía; siendo abandonado en el momento en el cual pudo ver el borde de una gran bola que se ocultaba tras una negra nube transmitiendo inexorables rayos de luz, creando un halo luminoso alrededor de un inmenso pino. Aquel momento permanecía estático y maravilloso en su tribulada mente mientras sentía el tranquilo aliento del Céfiro.
El grupo sigue andando. El más joven de los militares reduce sus zancadas, ralentiza su paso, se retrasa. Cuando se da cuenta, cuando comprende la necesidad de estar junto al grupo, acelera; aunque el recuerdo de aquel maravilloso momento con un campo verde precioso que tenía perdido en un alejado lugar de su mente no se borra de su cabeza.
Otro temeroso paso. Sin pensarlo, saltan a tierra casi todos los soldados. El raudo salto es provocado por un casi imperceptible sonido. Ese “clic” para ellos reconocible por el silencio que envuelve el instante, como una pincelada amarilla perdida en un lienzo de color rojo. Tan fuerte para casi todos que se podría asemejar al golpe del badajo en la campana mayor de la catedral de Santiago de Compostela.
Casi todos los soldados permanecen en el suelo, el más joven de todos sigue su andadura sin atisbar que el sonido le advierte de un horrible presagio. La sonrisa inunda sus labios, sus ojos sonríen por el magnífico lugar en el que se encuentra, su mente revive un imborrable instante.
Otro paso. La escalofriante deflagración levanta una gran cantidad de tierra que impide advertir luz alguna. Pasados unos segundos, cuando la tierra se asienta de nuevo, aparece la luz. Surge una espantosa imagen donde no se puede ver cuerpo entero alguno. Los trozos de los muchachos aparecen desperdigados por el campo. El silencio vuelve a adueñarse del lugar. El inexperto soldado, el más joven de todos, yace en el suelo seco. Aquella tierra que, en un segundo anterior, fue de un verde clorofila precioso se volvía, con la explosión, en un marrón apagado. Al contrario que los demás cuerpos desmembrados, el soldado causante del estallido, está casi intacto. Mientras que en las demás caras el sufrimiento de ese segundo puede verse, este no muestra dolor alguno. Por el contrario, deja esta fútil existencia con una sonrisa de felicidad, de esa felicidad real, de una maravillosa felicidad infinita.
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