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Griffin

Fue Ringo, mi buen perro lobo, en uno de nuestros acostumbrados paseos vespertinos por La charranga –nuestra zona preferida de la dehesa–, una vez que se nos levantó el confinamiento y entramos en la segunda fase, hacia finales de la tan esplendorosísima primavera, quien dio con él entre unos carrascos, llamando a acalorados ladridos mi atención. Recuerdo que, por ser un hecho excepcional ya que, como se dice, él es incapaz de hacerle daño a un gato, me acerqué a la carrera, pensando que se trataría de algún conejo, un zorro o acaso una jineta, y que me quedé un tanto extrañado al advertir entre la maleza la desproporcionada cabezota de un raro aguilucho como yo jamás había visto.

Reñí a Ringo, para que me dejase hacer, y, al ir a tomar al ave por el cuello para hacerme con ella, advertí que la pobrecilla había caído en un cepo que la mantenía apresada por el ala y la pata izquierda, ya que debió de caer de costado.

Me quité el cinturón y, a modo de lazo, sujeté con él al pajarillo o pajarraco por el cuello, a fin de que no se me escapase en el momento en que abriese el cepo, haciendo palanca con una rama y entonces me quedé estupefacto ante la tan inusitada imágen que se me ofreció a la vista: la cabeza, como señalé, era la de una especie de gran aguilucho, así como el pecho, las alas y las patas, pero, para mi mayúscula sorpresa, no se trataba de ningún bípedo, pues esta plumífera parte de su cuerpo estaba unida a lo que se me antojó el cuerpecito de una especie de cachorro, por lo que me quedé de lo más boquiabierto ante el raro cuádrupedo alado que, habida cuenta mis lecturas del Bestiario medieval, identifiqué como una cría de grifo, un animal que se tenía por mitológico; y así dice el citado libro de él:

Ciertamente está hecho el grifo
a semejanza de una fiera y un ave;
su parte de atrás es como de león,
y por delante parece el águila voladora.
Muy fuerte, por su naturaleza,
tiene la vista aguda, es ligero y ágil;
engaña al hombre vivo por traición,
lo mata y lo devora de inmediato.
Por el grifo entiendo al enemigo,
y por el hombre vivo al penitente,
que aquel engaña, se come y devora.
Ve con agudeza, pues es muy viejo,
fuerte y ágil por su naturaleza cruel,
jamás perdonará a criatura alguna.

Gubbio, 101 – 102, nº XXXIII

¡Oh! ¿Qué hacer?

Si en circunstancias normales Ringo y yo ya habríamos emprendido el camino de regreso al pueblo antes de que el sol hubiera terminado de ponerse, habida cuenta del hallazgo del grifo, decidí demorarme lo suficiente para que cuando llegásemos a Encinar, con él en mi regazo, ya fuese completamente de noche y pudiésemos pasar completamente desapercibidos.

Tras pensar lo mío en el largo trecho de vuelta, concluí que no entregaría al grifo al Servicio de Protección de Aves, si no que yo mismo me encargaría de curarle, manteniéndole escondido en el amplio desván de mi antiguo caserón y que no le diría absolutamente nada a nadie acerca de todo ello. Lo cierto es que a la hora de considerar entregarlo me invadió una especie de flagrante cargo de conciencia, como si una clara voz interior me dijese «¡no lo hagas!». Si me quedaba con el animal, adoptándolo por un tiempo como mascota, y lograba curarle le evitaría lo que yo estimé que habría de ser una muy mala vida para él –el único grifo capturado–, en tanto que me lo imaginaba recluido en un zoológico o enjaulado o yendo de laboratorio en laboratorio o acaso de circo en circo; y yo no quería nada de todo esto para él; de modo que decidí apadrinarlo y, en un gesto de familiaridad y camaradería, al igual que en su día hice con el perro, le bauticé, poniéndole el nombre de Griffin, que me sonó muy bien y muy indicado.

La cosa es que, bajo el infinito manto de estrellas y un muy incipiente cuarto menguante, di un rodeo para entrar en el pueblo por la calleja de la iglesia, la cual carecía de iluminación, por la que, sin toparme con alma alguna, pude acceder al caserón por las puertas traseras.

Lo primero que hice, tras amanearle y encadenarle a la columna central de la dependencia, fue entablillarle la pata y el ala dañadas y luego darle de comer las lonchas de jamón york que me quedaban (que devoró en un abrir y cerrar de ojos) y de beber agua del pozo hasta que se sació. A la mañana repondría debidamente la despensa, ya vería con qué, y le terminaría de acondicionar la que por tiempo iba a ser su morada si por bien era.

Antes de dormir, me releí el avance que el Bestiario aéreo dedica a los grifos y también curiosée algunas webs que apenas añadieron nada nuevo a cuanto ya sabía: tenía que proveerme de carne de buey y de caballo, sus predilectas, y evitar darle las sobras que dejase pues, como los reyes, las excusaba.

En el Bestiario aéreo se precisaba, entre muchas otras interesantes cosas, que «vive mil setecientos años, pone huevos cuando tiene trescientos de edad, y los polluelos nacen al cabo de veinticinco años». Ante la lectura de tan grandes números contemplados, me pregunté por pura curiosidad cuál sería la edad exacta de Griffin. Hasta podía darse perfectamente el caso de que fuese de mi misma quinta. Nunca lo sabría.

Griffin era muy inquieto y, para calmarle, me hice de una buena caperuza, que también me serviría para evitar que me diese demasiado la lata, aunque yo me pasaba allí las horas y las horas observándole, sabedor de la tan extraordinaria vivencia. Como yo estaba jubilado, tras toda una vida de haber ejercido de panadero del pueblo, tenía todo el tiempo para mí, pero no era un hombre rico, y por tanto estaba fuera de mis posibilidades proveerme de oro para hacerle un nido, si bien recordé que tenía dos anillos y una cadena de sus buenos quilates, y pensé que si se los dejaba a su alcance todo iría mejor entre nosotros.

Tampoco tenía yo más gemas que un zafiro rojo y un raro cristal de richterita de tonos azulosos y violáceos; y no ágata o esmeraldas, que hubiera sido lo suyo.

Griffin agradeció sobremanera la cadena y los anillos, poniendo graciosas poses de contento, como si hallase patria en el dorado metal. Con la gema y el cristal, en cambio, se mostraba confundido, pero no por ello mal. El zafiro le hacía menear su cola de serpiente, y la richterita cautivaba toda su aguda mirada. Cada vez que le llevaba la comida en un cuenco de plata agitaba entusiasmado el ala sana y movía con mucho brío su escamada cola reptiliana.

¡Había que ver cómo comía el polluelo y cuán rápido crecía! La pata y el ala habían mejorado notablemente! Pronto llegaría las un poco dolorosas etapas de sus rehabilitaciones.

¿Qué pensaba yo hacer con el grifo? Curarle, y darle largas. Lo malo sería que no se quisiese ir. ¿Entonces qué?

Se mostraba manso conmigo, aunque yo sabía que él llevaba grabada, por su naturaleza, la traición hasta en su médula, aquélla formaba parte de su ser; por lo que me dije que debía de andarme con mucho cuidado y mucha policía; y por ello me hice de un traje de poligrafeno corrugado a prueba de sus tan fornidas uñas, de las cuales se decía que se hacían copas.

Solía dirigirme a él de rodillas, y le hablaba y hablaba, hasta que él me daba con la garra en el hombro para que jugásemos un rato al ratón y el gato, y entonces me incorporase, aunque era tan incansable que de no ser por la caperuza… A veces yo le montaba y hasta ejercíamos nuestros rasantes vuelos alrededor de la columna.

Crecía rapidísimamente, de día en día su tamaña estatura aumentaba media cuarta; yo le medía y pesaba diariamente.

Como el animal no había conocido conmigo más entorno que la reclusión parecía estar a gusto allí. Aprendió a darme la garra derecha según yo se la pedía y a obedecerme. Nos entendíamos bien.

Llegó el momento en que el ala y la pata sanaron. Ahora tocaba rehabilitarlas, y empleé mis fuerzas para facilitarle sus debidas tensiones. Hasta ahora todo había trascurrido en aquella estancia y ningún encinareño sabía que yo lo tenía. Griffin tenía ya el tamaño de un San Bernardo.

Por fortuna, en el patio de mi casa, erguido como un arrestado mástil, se erige el tronco de una palmera de unos quince metros de altura recientemente fallecida y que, al haber perdido la cabellera de su copa, parecía un tótem. Ideé encadenar a Griffin con un robusto quitavueltas al tronco pelado para que comenzase a hacer sus primeros ejercicios de vuelo. Griffin gateaba por el tronco con sus delanteras garras de águila y sus traseras patas de león, y una vez en la copa, se posaba en ella antes de iniciar sus torpes vuelos circulares, bien en descendente o ascendente. Solíamos hacer los ejercicios por la noche, al modo de un tiovivo, cuando todos mis paisanos dormían.

Cuando ya Griffin dominó el vuelo, me subía a su grupa y era todo un placer disfrutar de las vistas aéreas del pueblo y grabarlas en mi videocámara. Yo manejaba a Griffin como si fuese una moto, retorciéndole en un sentido u otro sus orejas de caballo, y el animal aprendió a obedecerme, aunque también intentó algun quiebro, que le aborté retorciéndole entonces las dos orejas a la par e hincándole las espuelas, que si con viento se limpia el trigo, los malos vicios con castigo, y la coz de la yegua no le hace daño al potro.

La noche en que decidí que ya había llegado el momento de darle largas a Griffin, la tierra tembló, y un contundente trueno pareció partir en dos el firmamento. A Griffin y a mí nos pilló en plena calle, cuando vimos que por cada uno de sus extremos aterrizaban dos majestuosos grifos adultos cuyas poderosas alas casi no entraban por ella.

¡Estábamos acorralados!

Ilustración de Miguel Gibello

Solté inmediatamente a Griffin y me hinqué de rodillas todo presa del más incandescente pavor. Deduje que se trataba de los padres. ¿Me matarían? ¿Me despedezarían de un revés?

Entonces, de improviso, ocurrió algo sorprendente porque primero Griffin me cubrió con sus alas, abrazándome como si fuese yo su protector, y no los dos grifos, sus progenitores; y estos, al vernos tan aliados, se acercaron pacíficamente y uno depositó un gigantesco nido de oro y el otro, dentro de éste, una mayestática ágata irisada y una colosal esmeralda que me dejaron de lo más fascinado.

Entonces Griffin tan llamado por cuanto se le ofrecía, alzó el vuelo y se metió conmigo entre sus garras en el nido. Al verme allí me temí lo peor cuando los dos grifos acercaron sus picos y uno apartó el zafiro y el otro el cristal de richterita, y luego me hicieron como una especie de reverencia, en las que pude ver sus desarrolladas crestas de aleta de pez y yo pude salir del nido tras dirigirle mi última mirada de cariño a Griffin, saludar a sus padres y venirme a casa a redactar este cuaderno.

Desde la puerta, vi cómo Griffin y sus padres remontaron sus majestuosos vuelos y yo di infinitas gracias por haber vaciado de esta foma mi tintero.

Todo esto me ocurrió cuando yo tenía treinta y tres años, hoy cuento con cincuenta y seis. Esta noche mientras yo dormía noté muy alterado a Ringo –que sigue tan joven y lozano como el primer día, y yo me supongo que por haber comido lo suyo de las sobras de Griffin–. Salí a la calle a ver de qué se podía tratar y cual no sería mi sorpresa cuando en el mismo umbral de la puerta me encontré un pequeño nido de oro, una ágata irisiada muy regular, una esmeralda como una manzana de grande y una pluma de grifo: ésta con la que me sirvo para cerrar con mi preciosa tinta la escritura de esta tan fantástica narración que aquí tengo a bien concluir.

FIN

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