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La paleta de colores

Muchas semanas han pasado ya desde el inicio del confinamiento. Soledad, encierro en casa, con las únicas vistas del callejón al que dan mis ventanas. Callejón umbrío, donde lo más que puedo alcanzar a ver, más allá de lo que es el muro de la iglesia, son un trozo de cielo, que me indica el tiempo reinante, y una mínima porción del parque que hay próximo al bloque. Mi parque.

Fueron días durante los cuales intenté mantener una rutina disciplinaria, evitando entrar en bucles de excesos alimentarios y sedentarios, que al final acaben pasando una nueva factura a añadir a la que amenaza con este virus. Maldito virus que espero no cambie nuestras vidas, nuestras formas de ser, aunque corrija malos hábitos de muchos, los mismos malos hábitos que siempre esquivé en mi día a día.

Estar de pie frente a la puerta de salida tras tantos días de aislamiento, apenas rotos por las visitas fugaces de los repartidores del supermercado, con los que intercambiaba las cuatro frases típicas de conversación de ascensor, me produce un nerviosismo que mezcla algo de miedo con una inmensa alegría de haber salido viva de esta prueba tan difícil a la que ha sido expuesta la humanidad. También se dejaba ver, tímidamente, uno de mis hijos para resolver las pocas cuestiones que hubiera pendientes en el banco o la farmacia. Pero sin contacto nada es lo mismo.

Con 86 años recién cumplidos durante este encierro, seguía viviendo sola en mi casa de siempre, sin móvil de esos que se quedan pegados a las caras de la gente durante horas o mantienen fijos los ojos de sus portadores días enteros en la pantalla. Regañada mil veces por mis hijos, tres chicos y dos chicas, me negué a irme a casa de ninguno, y no permití que ninguno viniera a la mía durante todo este estado de alarma. Ellos tienen sus vidas, sus ritmos, sus costumbres, y yo aún le tengo mucho aprecio a las mías como para compartirlas 24 horas, incomodando e incomodándome. Enviudé hace años y no me ha hecho falta nadie más a mi lado. Disfruto de las visitas fugaces de nietos, yernos y nueras pero no creo que me adaptara a sus presencias permanentes. ¿Rara puedo ser? Tal vez, pero muy feliz de mis automatismos, mis horarios, mis buenos o menos buenos hábitos.

En todo este tiempo, he echado mucho de menos mis paseos matinales, alguna misa necesaria para mi espíritu, contemplar un rato el centro de la ciudad y finalizar asomándome al obrador cercano al barrio en busca de algún pan, madalena u hojaldre que alegrara las visitas que, cada vez con menos frecuencia, llegan a verme. La lista de teléfonos de conocidos se acorta cada vez más por el paso lógico de los años, pero aún quedan caras conocidas con las que compartir recuerdos comunes de antaño, sin vídeos y con apenas alguna fotografía que los plasmara.

Recordaba mi última salida muy lejana. Fue en invierno, con frío, un día nuboso de los que no me gusta alargar el recorrido del mediodía por si se tuercen las nubes y estrujan su alma sobre nosotros. Con el bastón tampoco tengo la velocidad y reflejos de antes, pero sigo logrando todas las mañanas enderezar mis huesos, activar los músculos y escaparme un rato a ver mundo. Aquel día, el cielo gris, los árboles desnudos sin sus hojas, un viento desapacible y la temperatura por debajo de los diez grados, no invitaban a tener un ánimo muy alegre. Lo que tomé como un día más pudo haber sido la última vez que viera la calle, la plaza, los jardines. La última ocasión con el aire en la cara, repartiendo sonrisas, “¿cómo estás?” y “hasta mañanas”.

Pudo ser la última, pero no lo fue. Y hoy tocaba volver, recuperar mi caminata, buscar aquellas caras que en “siempre lo mismo” cansan, pero en “nunca jamás” echas en falta. La televisión anunció el fin de la reclusión forzosa, anuncio amplificado demasiadas veces por los hijos preocupados en mil llamadas. Sabían de mi impaciencia, de mis ganas por salir, de mi deseo por volver a vivir un rato sin muros que me aten. Todos me confirmaron su llegada para acompañarme en mi regreso al presente, en el cese en la pausa de la película de mi vida. Aún con la enorme ilusión del reencuentro, me apetecían mis primeros pasos sola. Me motivaba, como todo en mi vida, ganar aquella  batalla deleitándome en la victoria, sin detalles sonoros que enmascaren mi satisfacción cuando mis pies avancen en mi regreso.

Por primera vez en tres meses cerraba la puerta de mi casa por el lado externo, no sin cierto temblor al insertar la llave. Me invadía la curiosidad por cómo me iba a encontrar de nuevo fuera. Las imágenes por televisión de calles desiertas, parques cerrados al igual que comercios, cines, teatros, museos, en fin, todo con sensación de muerte, asustaban y asustaron durante bastantes semanas a un mundo sorprendido por un enemigo invisible. No obstante, a estas alturas de mi vida, estaba preparada para todo, lo cual causaba cierto respeto en mis hijos cada vez que salía algún tema luctuoso.

A pocos metros de salvar la puerta del portal, me he detenido con la vista puesta más allá de la misma. Los recuerdos tristes de aquel último día lleno de sombras cayeron de golpe en el cajón del olvido. Y es que, a lo tonto, estábamos más próximos al inicio del verano que de admirar la primavera, “la estación de las flores” me murmuré a mí misma.

Nada más salir y pisar la acera, me vino una brisa con mezcla de mil olores, envolvente, relajante, que me dibujó una suave sonrisa que esperaba no quitarme en un buen rato. Sabía a dónde dirigir mis pasos y, sin prisas pero sin pausas, traspasé la reja del parque. Me adentré en el cuadro que me ofrecía la primavera, que maneja sabiamente la paleta de colores que da pinceladas medidas a mi alrededor dejándome sin palabras. Era extraño, y algo cómico, ver a una señora mayor, bastante mayor, menudilla, con su pelo canoso por convicción, de pie apoyada en su bastón, recorriendo muy despacio con la mirada cada rincón del jardín que tenía delante.  “¡Qué gran trabajo!” pensaba admirando el trato que había recibido, durante el cierre, aquel vergel en mitad de la ciudad.

Los árboles posaban henchidos tras la recuperación de sus hojas; los pájaros entonando sus canciones volando en libertad con su habitual gracejo; el sol daba brillo al lienzo y destacaban como nunca infinitos matices coloridos que salpicaban una obra como la que yo había soñado. No me molestaba ya ni la todavía obligatoria mascarilla que había accedido a llevar por no discutir con mis hijos.

Feliz, desbordada por tanto estímulo positivo y agradecida a la estación que casi me había perdido por estar encerrada, me senté en un banco de madera que hoy me pareció un trono de reina. Era mi momento, el instante de mi íntima celebración por poder seguir viviendo, por poder continuar viendo, oliendo, escuchando, palpando y saboreando tantos aspectos buenos que tiene la vida. “Ojalá cuidemos lo que tenemos” clamó mi cerebro esperanzado del escarmiento mundial que aún estaba por superar.

-¡Mamá, mamá, por Dios! – gritaba a la carrera el primero de mis hijos que alcanzaba su posición encabezando un grupo agitado, con caras de alivio al encontrarla por fin, integrado por el resto de la familia -. ¿Dónde te habías metido? – casi exigía el hombre, aún  tembloroso, con los guantes de látex a medio caer, y la cara medio descubierta, mientras poco a poco el grupo se iba organizando alrededor del banco.

-Siéntate conmigo, cierra los ojos y siente la primavera –le invité relajada, a lo que él no supo responder de inmediato sorprendido por la calma que transmitía. Miraba al resto como esperando una respuesta cuando, de pronto, abriéndose paso a empujones entre las piernas de los adultos, apareció mi nieta menor, de apenas cinco años. Rompiendo todos los protocolos de distancias, de protecciones y de enfados sin motivos, se sentó junto a mí, me tomó el brazo, se lo pasó por encima y, apretándose contra mí me miró dulcemente.

-Yo quiero sentir la primavera contigo, abuela –me pidió inocente, lo cual relajó en los presentes la tensión de mi escapada solitaria.

-Muy bien – respondí casi con lágrimas -. Cierra los ojos y siéntela primero por los oídos y la piel, huélela, y, cuando pase un rato, te doy un beso pequeñito y abres los ojos despacio para no perder ni un detalle del resto de lo que nos rodea.

Y aquí me quedo, con mis ojos cerrados, la cría apretada y soñando que todos lleguemos a tiempo a esa primavera que nos estamos perdiendo, que renazcamos llenos de esperanza y de nuevos proyectos con ilusiones intactas.

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