Hablábamos el otro día un grupo de amigos de aquellas cosas que cada uno había valorado en este período de confinamiento. Lo hacíamos en la sierra, en un cortijo de Nigüelas a casi 1700 metros de altura, propiedad de uno de ellos, a donde se llega tras media hora en coche, por un carril infernal, por donde apenas pasas de la primera marcha por desnivel y el estado del piso. Contado así no parece el mejor plan, pero una vez allí, las penurias de la subida se te olvidan al instante por el entorno en el que te encuentras.
Hacía tiempo que no quedábamos con plan campestre, no ya sólo por la historia esta de la pandemia, si no porque no es fácil coincidir varios para una excursión de este tipo sin que surjan mil complicaciones que cada cual tiene en su vida personal. El confinamiento reciente ha ayudado también para que fuera una oportunidad de recuperar las buenas sensaciones de un pasado mejorable. Vernos de nuevo en el coche, con risas constantes y complicidad acumulada, supuso una terapia impagable contra los nubarrones presentes.
Hace poco leí, no recuerdo donde ni de quién era la afirmación, que el estrés es cinco veces peor que el tabaco y el alcoholismo juntos. Y, añado yo, ninguno de ellos es necesario para vivir. De acuerdo que los dos últimos, en algunas ocasiones, agrada saborearlos en su justa medida y en su preciso momento, pero sabiendo medir sin alcanzar excesos. Excesos que cada cual valorará en base al placer obtenido sin que surjan efectos secundarios o nocivos, lo cual tampoco es fácil de discernir alcanzados ciertos niveles. Pero aún así, yéndosenos puntualmente de las manos y sin convertirlo en rutina, tampoco pienso que dañe, física y mentalmente, como para preocuparse.
Lo del estrés es ya harina de otro costal. Ese sí que nos abraza fuertemente sin apenas darnos cuenta, invadiendo nuestro cerebro y agitando nuestra salud con una angustia sin prisa, pero sin pausa, tensando nuestro ánimo, carácter y cuerpo, pudiendo acabar su castigo en muy diferentes y variados cuadros patológicos que restan o eliminan calidad a nuestra vida. Mientras a tabaco y alcohol los buscamos voluntariamente, al menos al principio, el estrés nos encuentra sin esfuerzo.
Soy de la opinión que los que somos de espíritu responsable, que nos importan las cosas y las personas, que nos preocupan los reveses, propios y muchas veces ajenos, somos más propensos a ser acorralados por este mal moderno. Supongo que con la cuenta bancaria llena de ceros, salud plena, familia equilibrada y trabajando por hobby las posibilidades que te golpee esa “pandemia estresante” son muy bajas, casi próximas a cero. Pero tampoco es el caso.
Así pues, para el resto de los mortales que trabajamos, afortunadamente en mi caso en lo que me encanta, tenemos familia más o menos estructurada, la salud nos manda de vez en cuando pequeños avisos del paso del tiempo sin llegar a ser una condena y llegamos a finales de mes con el esfuerzo diario, para estos, repito, entiendo imprescindible la pausa en la vida. Pausa consistente en desconectar de obligaciones para centrarse y gozar sólo de devociones. Dure más, dure menos, en solitario o en compañía, esas pausas marcarán la calidad que queramos aportar a nuestro paso por este mundo. Olvidar problemas, conflictos, trabajo, recuperar contactos, actividades, aficiones, todo vale en esas pausas para regresar a lo cotidiano renovado interiormente. Esas mismas pausas son las encargadas de romper con otra gran amenaza de nuestro día a día: la rutina, la monotonía, el aburrimiento.
Y en esas estuvimos el otro día. Cuatro amigos bajo la sombra de un cerezo alrededor de una mesa, cada cual en un sillón de distinto perfil, repescados de sitios diferentes, para coincidir en medio de una sierra. Cerveza, vino, queso, cuatro picoteos y muchas horas escuchándonos, desahogándonos, poniéndonos al día de todo lo que los demás se han perdido de ti en el tiempo en que no nos vimos. Más de cuarenta años de amistad que en breves segundos se hacen patentes cuando nos miramos. Muchas batallas recordadas, risas sin sentido, proyectos para hacer juntos y hasta momentos más serios en donde fijamos de nuevo detalles que no podemos olvidar o que hay que retomar para continuar siendo los que somos, siguiendo nuestra formación como personas en la que tanto nos debemos unos a otros.
Ese día tocó esa pausa en mi vida. Ahora espero la siguiente que tampoco tiene, ni debe, ser igual. En la variedad también se encuentran detalles que nos enriquecen y esos mismos son los que ilusionan, más si es espontánea, sin preparativos previos, en donde el factor sorpresa sube el nivel de la misma. Pausemos, paremos el tren de vida un rato, disfrutemos del paisaje que no cuesta tanto. Ya sea cinco minutos o cinco horas, el caso es saber parar y aprovechar la parada, no lo olviden.
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