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Chiquirín, la historia de un gorrión

Después del parón veraniego volvemos con las energías renovadas, con una nueva etapa y muchos proyectos en mente a los que dar salida.

El verano ha tomado tintes de la nueva realidad: alegría, incertidumbre, desconfianza, tristeza y, en otros casos, angustia. Como todos los años en época de vacaciones, preparamos lo necesario y tomamos rumbo a ese ansiado descanso. Respirar, poder pasear entre los pinos o a la orilla del mar y sentir el aire en la cara, sin el contacto asfixiante de la mascarilla, se ha convertido en el deseo de la mayoría de nosotros.

Aquí comienza la historia de Chiquirín, un pequeño gorrión caído del nido (en lo relativo al nombre todavía no sabemos si es macho o hembra).

Aquella mañana era distinta. Después del agotamiento físico y mental que nos había dejado el confinamiento, salimos rumbo a un pequeño pueblo de la sierra madrileña. Esta vez, éramos uno menos en la familia; nuestro pequeño Golfo, después de casi quince años de estar con nosotros, nos decía adiós pocos días antes del encierro. Demasiadas ausencias de seres queridos, familiares y amigos, para fingir que todo volvería a ser igual que antes. Durante el trayecto, el silencio era evidente, el paisaje había tomado los tonos áridos del cambio de estación. El verano del 2020, al igual que el resto del año, no se olvidaría tan fácil.
Nuestra llegada pasó desapercibida. Las miradas de curiosidad por parte de los vecinos ante un nuevo visitante se habían esfumado. Las mismas calles que un año atrás estaban repletas de vida, de risas, de ganas de disfrutar de los días largos y soleados, de las noches estrelladas, de una cerveza bien fría en la terraza de un bar, de reuniones de amigos y vecinos en la plaza…; ahora estaban en silencio, en un estado de letargo irreconocible. Como fantasmas, sacamos nuestro equipaje del coche, con ganas de acomodarnos y no pensar en nada más; no de olvidar, pero sí de fingir y de que nos dieran la oportunidad de ser felices por un momento.

Allí estábamos, en un lugar hundido, desolado y machacado, nada que ver con lo que era.

Lo más ansiado por los que, como yo, somos urbanitas cien por cien, es poder perdernos entre árboles y naturaleza que nos desintoxiquen de la contaminación, del ruido, de las prisas y del estrés de la vida en la ciudad.

Nos adentramos entre pinos hasta llegar a la orilla del río. La calma de sus aguas actuó como un bálsamo reparador, casi de inmediato. Allí nada había cambiado, la vida seguía su curso ajena a lo que afuera ocurría. Cerré los ojos y escuché.

Respiré tan hondo como pude hasta que el exceso de oxígeno puro hizo su efecto. Abrí los ojos y allí estaban, a mis pies. Solo uno de ellos estaba con vida. Era muy pequeño y temblaba de frío, o quizás de miedo. Por la noche hubo una tormenta muy fuerte y seguramente arrastró el nido con todos los polluelos. Lo cogí, lo envolví en un pañuelo de papel y lo llevamos a casa,
para ver si podíamos reanimarlo. Y sí, lo hizo, con mucha paciencia todos cuidamos de él hasta que, poco a poco estuvo listo para volver a su sitio.

Aquí comienza la historia de Chiquirín, un pequeño gorrión caído del nido (en lo relativo al nombre todavía no sabemos si es macho o hembra).
Lo que ocurrió después fue que, tras varios intentos por devolverlo a su hábitat, se había acostumbrado tanto a nosotros que no hubo manera de que se separara más de un par de metros. El verano llegaba a su fin y había que tomar una decisión: soltarlo, con la incertidumbre de saber si podría valerse por sí mismo; nos habían hablado de un centro de recuperación de animales en Madrid, que ayudan a devolver a especies autóctonas a su hábitat, pero después de pensarlo mucho, nos inclinamos por la tercera opción. Chiquirín se vino a casa con nosotros, y vive en semilibertad. Sé que habrá muchas personas que estén en contra y que piensen que los animales deben estar donde les corresponden, en su hábitat y en libertad, y esa fue la intención en un principio, pero no contábamos con que este pequeñajo se iba a encariñar tanto y nos iba a robar el corazón. Ahora está fuerte, sano y es feliz. Las ventanas están abiertas y sale y entra cuando quiere. Sé que llegará el día en el que querrá vivir su vida lejos de nosotros, con los de su especie y no volverá. Pero hasta que ese día llegue disfrutamos de su compañía y él de la nuestra sin pensar en el mañana, solo en el momento.

Decida lo que decida, la vida es para vivirla.

Hasta la próxima, allí donde las palabras forman historias, donde las palabras cobran vida.

Imagen de Susanne Jutzeler, suju-foto en Pixabay

Sofía Robles Contributor

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