Un oficio es eso que nunca se termina de aprender.
Pablo Picasso
Si hay algo que agradezco sobremanera de las lecturas de obras ajenas son sus enseñanzas, y no me refiero a cuanto tales puedan pretender al respecto sino a lo que yo sé aprender, y aprehender, de las mismas; un asunto muy personal, como se habrá de ver.
Leyendo obras ajenas certifico y refrendo los que son mis puntos fuertes al respecto como narrador, que también soy, y cotejo cuáles son mis puntos flacos al respecto, y que son los que entiendo que debo trabajarme especialmente en pro de pergeñar el arte final de mis propias narraciones. Últimamente estoy aprendiendo lo mío al respecto, aunque ya hace tiempo que, fundamentalmente gracias a La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, recibí todo un hartazgo de lecciones, ya que dicho libro es riquísimo en lo que son mis debilidades o carencias, y me estoy refiriendo principalmente a las poéticas pinceladas que, entre las acciones o a caballo de las mismas, saben condimentar poéticamente el discurso narrativo al intercederse. Asimismo, y más recientemente, Carlos Ruiz Zafón, con El juego del ángel, y Daniel Mason, con El afinador de pianos, han sabido ponerme para mi beneficio el dedo en la llaga, como también lo han conseguido, y diré que más que bien, William Gibson y Jack Finney.
Cuando me cruzo con alguna de las mentadas pinceladas no puedo hacer otra cosa que celebrarla y estudiarla con fervor y ahínco, procurando empaparme hasta los tuétanos de su esencia, releyéndola una y otra vez, y preguntándome, sí, cuándo seré yo capaz de escribir así. Pinceladas tan fluidas y tan bien insertadas que parecen haber salido de corrido a su Autor, más que ser fruto de un artificioso proceso de deliberación, cual a mí se me antoja producirlas o gestarlas, por lo que, en favor de mi naturalidad, he tendido a excusarlas.
Yo, por ejemplo, y modestia aparte, como novelista me considero muy bueno en los tratamientos de las subordinaciones, la riqueza de vocabulario y las estructuraciones, pero un tanto parco en gestar esas muy fotográficas y pictóricas pinceladas a que me estoy refiriendo; luego pondré algunos ejemplos, a fin de procurar iluminar al lector y de especificar mejor a qué me refiero.
Lo que más me fascina (porque se trata de auténtica fascinación) de tales pinceladas es su contundente carga poética, que tanto dejan entrever el alma del Autor, y su eficacia discursiva.
Voy con tres breves ejemplos situados más o menos al inicio de cada obra. La parte subrayada constituye la pincelada en cuestión.
El vagabundo se reclinó contra el quicio de la puerta; un trozo de cristal roto situado tras él devolvió el tono amarillo metálico del firmamento.
Ayn Rand, en La rebelión de Atlas
Pasé casi dos semanas durmiendo en los talleres de la imprenta del diario, oculto entre máquinas de linotipia que parecían gigantescas arañas de acero intentando acallar aquel silbido enloquecedor que me perforaba los tímpanos al anochecer.
Carlos Ruiz Zafón, en El juego del ángel
Anochecía, y el viento jugaba con la lluvia y provocaba elaborados crescendos y disminuendos.
Daniel Mason, en El afinador de pianos
Un denominador común en los tres ejemplos (mas esto lo atribuyo a una mera casualidad de mis elecciones) es que dichas pinceladas adjetivadoras podrían haber sido amputadas sin que por ello se perdiese el hilo narrativo; sin embargo, la inclusión de las mismas se agradece de veras en tanto actúan como preciosos y coloridos refrescos que contribuyen lo suyo a crear atmósfera, y quizás sea este particular lo que más envidio de dicha destreza narrativa.
Como cabe deducirse de lo expuesto, me señorea un espíritu perfeccionista, ese virtuoso incentivo sin techo que, como una constante en mi vida y mi obra, arrastro desde niño y al que tanto debo, en tanto comprende un encomiable ánimo de superación y despabilo, de la mano del cual he cursado todo un sinfín de escuelas y superado innumerables dificultades; por lo que confío mucho en que, ante la asignatura pendiente que concretamente este artículo plantea, sabré debidamente matricularme a su debido tiempo.
Ahora me falta vislumbrar un relato que me dé pie; el resto, como siempre, se lo confío a las luces del propio quehacer, mi mente y los certeros favores de La Musas.
¡Vive Dios que sí!
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