El valle descansa sosegado entre las faldas de estas serranías y está por ocurrir un suceso extraño, aquí, en las afueras, en el caserío más retirado de la parte ajetreada de este pueblo, lejos de los ruidos, donde el descampado se va terminando antes de entrar en los dominios de la selva.
Francisco es un hombre grande, pero no es un viejo todavía. Está en esa etapa en que la reflexión de la madurez ya le empieza a borronear los pensamientos. Se pregunta cuántas veces más podrá empezar a lidiar con un nuevo día y de dónde obtendrá la voluntad necesaria para enfrentarlo. Algo parecido al temor a la Muerte lo va alcanzando de a poco. Su cuerpo alto y un poco encorvado le recuerda su edad y se lo hace saber con esa arruga horizontal que le cruza la frente adusta.
Cada amanecer le muestra el mismo paisaje, las mismas montañas, los mismos colores castaños de otoño, el mismo cielo recortado sobre los tejados del pueblo. Toda su vida cabe en la memoria de los prados de este valle. Vive en las afueras de La Cumbre, en la Provincia de Córdoba, cerca del Camino del Cuadrado. Su casa está en una calle de tierra. Es la última construcción, solitaria, cercada por un alambrado en medio de terrenos baldíos. Entre ella y la espesura solo distan unos metros; más allá, comienza el monte tupido. La vista pasa de la llanura al bosque denso en un abrir y cerrar de ojos. Como marcando una frontera, los troncos y las cabelleras de hojas verdes se elevan como la pared de un desfiladero. Si uno alza la mirada al cielo azul antes de internarse entre los árboles, observando hacia el este, se ven las cumbres blanquecinas del cerro peladas por la nieve.
Francisco ya no espera nada nuevo, su existencia no ha sido traqueteada ni por viajes ni por mudanzas porque no ha salido nunca de este paraje aislado y, a su edad, ya no hay encanto que lo atraiga. Ha quedado arrinconado en este sitio naturalmente, sin nada que lo haya encadenado. Por eso la nostalgia no lo acosa, no tiene nada importante que haya perdido o deba recuperar. Sin embargo, la cercanía de su propia Muerte lo preocupa un poco, tal vez sea eso lo que ha estado sintiendo este último tiempo.
Ha vivido, se conoce; no se rinde todavía, algo lo impulsa. Será la presencia de esta mujer que lo acompaña en las rutinas de su casa, María, tan joven, mucho menor que él. Hace poco que están juntos. Dos soledades que se han unido por una mirada al azar, casi sin palabras de por medio, solo un deseo que sintieron ambos en el cuerpo cuando se vieron en una de esas tardes calurosas de verano. Él demoró su mirada en el modo en que la pollera se ceñía a las nalgas y ella se dio cuenta de que él se fijaba.
Ahora él advierte que, sin María, se siente un tanto perdido. Lo asalta un leve temor si se ausenta, queda agazapado como un animal que ha escuchado ruidos extraños entre el follaje. Sus ojos la buscan, gira la cabeza, recorre las habitaciones. Se desorienta si no ve los colores de los vestidos que ella luce o si no escucha la risa espléndida que estalla en su rostro moreno. Las sienes le laten un poco cuando no la tiene cerca, le parece que se ha marchado, las manos se le ponen inquietas porque necesita acariciarle los cabellos lacios con sus dedos ásperos para conservar la serenidad de su espíritu.
Dialogan poco, tal vez porque el silencio de este paisaje verde en el que solo se oyen los trinos de los pájaros se les ha incorporado como una respiración que conversa por ellos. Se sienten más a gusto con el lenguaje del gesto y las miradas: andan callados por la casa, toman mate obviando las palabras, hacen el amor explicándose las sensaciones con jadeos. A veces, rompen la rutina con alguna frase corta, respondiendo con monosílabos, pero los suficientes como para que él oiga sonar la música de la voz dulce en las cuerdas de la garganta de María y ella escuche vibrar los sonidos graves del tambor amplio que se infla en el pecho de Francisco cuando habla.
Él carga con la condena de su vicio: es adicto a la bebida. Se embriaga con vino o ginebra. No recuerda desde cuándo, le parece que desde siempre. No con frecuencia pero, a veces, pierde el dominio y se desbarranca queriendo llenar el vacío sin fondo que lleva dentro, ese que siempre le pide más cegándolo y le ata la lengua hasta perder la voz. Ella lo sabe desde que lo conoció esa tarde cuando se cruzaron en una calle del pueblo y, desde entonces, lo ha tolerado porque lo quiere. Guarda la esperanza de que tal vez cambie.
Ya ha caído la noche en esta parte del valle y hay un algo de tristeza en el alma de Francisco, tal vez por los pensamientos que ha tenido acerca de la Muerte. Saca dos sillas al fondo, afuera de la casa sobre el patio de cemento al aire libre para que se sienten él y su mujer, y las arrima a una mesa que tienen en este lugar. Aquí está más fresco que adentro, el sol ha castigado el techo de chapas durante todo el día; pero, a esta hora, ya ha oscurecido y corre una brisa leve que trae la humedad de la vegetación del monte. Francisco se sienta y su figura queda iluminada con el foco de luz amarilla que está fijado a la pared trasera, una luciérnaga que no se apaga. Los pájaros se han callado. Tiene el codo izquierdo apoyado en la mesa y el puño de la mano derecha apoyado en la cadera.
—¡María! —grita desde el fondo de la vivienda.
—Sí…, estoy buscando el mate…, ya voy —le contesta ella, que está todavía dentro de la casa.
—Traeme un vaso cuando vengas.
—Sí, ya va.
Él ya ha traído la botella de vino tinto, la ha destapado y la ha puesto frente a sus ojos.
De pronto, se aturde con esas reflexiones sombrías que le asoman por debajo de la cáscara de la conciencia y la mirada se le pierde hacia la sombra callada de las plantas. La repetición de los años, esa recurrencia ingrata, cada vez más cercana. «¿Será, entonces, que es en vano seguir con esto?», piensa, afirmando la idea con la cual se ha levantado hoy, al mismo tiempo que aprueba con la cabeza y se le dibuja un gesto leve en el rostro, una mueca que le tuerce los labios.
Ella ya se ha acercado, coloca el vaso sobre la tabla de madera al lado de la botella, mira a Francisco en silencio, luego acomoda la pava y se sienta. Llena el primer mate, remueve la bombilla plateada, lo mira otra vez, se retira un mechón de pelo de la cara, se recuesta sobre el respaldo, se cruza de piernas, se alisa la pollera negra con la palma de la mano y espera.
Él comienza a tomar, no en forma atropellada, pero sí a grandes sorbos porque viene arrastrando una sensación que no puede dominar, como un cosquilleo, una inquietud que le genera ansiedad. Su adicción es un sabueso que siempre termina por alcanzarlo.
Es un obrero de la construcción y está todo el día trabajando con el cemento y la arena, entre el ruido de claveteos y martillos que golpean los encofrados. Antes de empezar a beber, se ha acordado de ese tiritar de sonidos y con el vino se le va aplacando. No es sed lo que tiene, sino necesidad de aplastar el fastidio de la sentencia que lo perturba, que le retumba en la cabeza, ese final que se acerca y al que todavía no está dispuesto a entregarse. A medida que va tomando, se le enturbia la sensibilidad, va entrando como en un sopor de siesta que le trae descanso, y Francisco percibe que ese apaciguamiento lo tiene a su alcance, en el líquido rojo del vaso.
Ya queda menos de media botella y, entonces, estira una vez más el brazo para alcanzarla. En ese momento, ella pone la mano sobre la suya intentando evitar que continúe bebiendo.
—Francisco, no te conviene que sigas tomando.
—¡Callate, sacá la mano!
—Te lo digo por tu bien.
—¡Salí, te digo!
Y de un tirón se la arrebata y se sirve. Llena el vaso hasta el borde torpemente. El vino se desborda, cae sobre la mesa y le tiñe de morado la mano.
Ella retira rápido los dedos y se los lleva a los labios para taparse la boca, como queriendo acallar un grito que se le queda ahogado en el cuello.
Poco a poco, el vino hace la tarea. Francisco ya está más que mareado y va entrando lentamente en una nueva borrachera. Un viento de troncos arrugados le atraviesa la garganta y la reseca como una quemazón, lo va enfureciendo de a poco y sin motivo. Bajo los rayos de la luz amarillenta ya no puede ver con claridad y confunde las cosas. Los fantasmas se empiezan a adueñar de su cordura. Se le alborotan los recuerdos como retazos de telas gruesas, trozos de memoria que se ensucian en la ciénaga del tiempo. Le cuesta armar un hilo de pensamiento. Evoca las perlas de la sonrisa que brillan cuando su mujer ríe y de pronto la advierte distante en la soledad del patio.
María presagia la tragedia, como las aves. Lo observa. Pero ahora toma más distancia, se ha parado detrás de su asiento y se toma del respaldo.
Francisco nota que algo ha pasado que no se explica: el suelo está blando, las cuatro patas sobre las que está sentado se hunden lentamente. Se piensa que está atado, estacado, y que a los dos los va a tragar el piso, a él y a la silla juntos; se sospecha amarrado a la estampida feroz del tiempo y, con los ojos turbios, ve que le nacen llagas en la piel huesuda de la mano, en un envejecimiento acelerado. Las flores y los aromas de ella, de su mujer, se van alejando. Empieza a ver pájaros nocturnos, aves de rapiña que vienen por él, que lo sobrevuelan como una manta negra que le va a caer encima ni bien esté muerto. «¿Esta noche va a ser? ¿Estas son las señales?», se pregunta. Es entonces que vuelve a encenderse el fuego de la bebida y le vuelve a quemar la garganta. La palabra que tiene que decir se estanca entre las ramas del aliento y desiste.
María, tan joven, añora las noches de amor, la ternura de su hombre. No puede evitar que rueden dos lágrimas pequeñas por sus mejillas al verlo en este estado. Lo observa, muda, percibe el terror en esos ojos abiertos, en ese cuerpo como soldado a la silla, abatido. Aprieta los puños, se muerde con los dientes el labio inferior. Luego gira el cuerpo y comienza a caminar, alejándose de él, buscando la puerta para entrar a la casa, dejando el patio atrás.
Francisco se ahoga en un deseo sin palabras. Quiere decir y no puede. Su mente es un bote a la deriva que trae consigo los recuerdos de toda su vida a la orilla del naufragio. No logra soltar una lágrima de sal que alivie el dolor de su desgracia. «Son los gusanos —murmura en voz baja— que vienen a buscar estos huesos viejos para limpiarlos hasta dejarlos blancos de Muerte». Porque siente que esa homicida lo está rondando, que está cerca con los instrumentos del final. Piensa que puede olerla a unos pasos de esta estaca que lo retiene, de esta silla que lo tiene amarrado y se hunde sin remedio en el cemento pastoso del piso. Le pesan los siglos en el cuerpo devastado. «Ya no es posible —reflexiona—, ya no podré nacer de nuevo a la mañana siguiente. Será necesario el abandono y la resignación». El vino libera su angustia contenida. Le crece el miedo como un ave de alas enormes que lo empuja más abajo. La desgracia se acerca, afuera está la Muerte esperando con los ojos abiertos y una esperanza entre las manos.
«Porque un día ocurrirá que me levantaré —se dice Francisco casi en un ahogo— y que me daré cuenta. Ya será tarde y no tendré ganas de resistir los golpes asesinos de la arpía que me acecha. A todos le pasa. Un día uno toma conciencia de que el camino termina ahí nomás. Ni siquiera el viento atroz que me tumbará me va a dar lugar para girar la cabeza, ver a mi mujer y notar el aroma dulce que desprenden sus labios rosados. Habría sido lindo soñar junto a María, ver las curvas de sus pechos, antes de que se acerque ese silencio mortal. Sucederá entonces que esa noche y su mortaja me cubrirán los ojos. Ya no podré ver, mi cuerpo extinto alojará un corazón que no late». Ya es un tímido balbuceo que apenas se oye.
En ese momento se escucha un relámpago atronador; todo el cielo y la tierra se iluminan. Las nubes, cargadas de agua, sombras contra la oscuridad del cielo, se empiezan a desplomar. En unos minutos comienza un diluvio vertical que todo lo moja. Repiquetea sobre las chapas de zinc con un ruido ensordecedor, el aguacero y el viento hacen que todo se empape: el vaso, la botella, la mesa. Francisco está calado hasta los huesos; el cabello gris le cae sobre el rostro como babas del diablo, el vino se va convirtiendo en agua, el piso va tragándolo. La silla, esa estaca cruel, se va hundiendo más y más y no se detendrá en su descenso al mismísimo Infierno. Ahora está seguro de que, irremediablemente, el patio lo devora. Quiere gritar y no puede, el cemento le rodea el cuello, denso como un pantano a punto de engullirlo. En el fondo de su casa se puede ver un círculo viscoso, sin brocal ni marca alguna, que se ha masticado las sillas y la mesa y, en este momento, bajo la lluvia torrencial que azota las afueras de esta ciudad, aquí, al pie del cerro El Cuadrado, se puede ver cómo se oculta lentamente, como una boya con ojos desorbitados que se hunde en el mar, la última parte de la cabeza de Francisco, llevándolo a los brazos de la Muerte sin necesidad de sepultura.
María, que está dentro, guarda en su pecho la congoja. Su hombre ha tocado un límite que ella no le permite más, por eso ha decidido dejarlo. No ha visto esta parte final del espectáculo, por lo tanto a nadie que se lo pregunte lo podrá contar, no ha sido testigo de lo que ha pasado en el fondo de la vivienda. La última imagen que se lleva de él no la olvidará nunca: sentado en la silla y borracho. Ella ha abandonado el patio trasero hace veinte minutos, por lo tanto, no ha podido ver el hundimiento del que todos van a hablar y nadie ha visto. «Habladurías», dirá. Ha estado en la cocina, luego ha ido al dormitorio para colocar su poca ropa en una bolsa y no ha escuchado los últimos susurros incomprensibles de Francisco.
Ella cierra la puerta delantera del lado de afuera. La tempestad la va empapando de a poco, le cubre las lágrimas; María deja atrás el jardín que da al frente, mira la fachada encalada de la vivienda y sale a la vereda. La noche escucha, entre el rumor de la lluvia, pasos de mujer que, chapoteando en el barro de la calle, se alejan de la casa.
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Este relato pertenece al libro El sonido de la tristeza de Raúl Ariel Victoriano. Editorial Autores de Argentina. 2018
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Imagen de cabecera: mark-olsen-unsplash
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