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Los superhéroes sí existen

¿Cuál es el colmo de un libro? Que se le caigan las hojas en otoño.

Sí, sí, ya sé que lo mío no es contar chistes, pero ahora que estamos a punto de entrar en esta estación y dejar atrás el verano, he sentido esa necesidad.
Siempre me ha gustado el otoño, sus colores, su temperatura suave, perfecta para hacer actividades al aire libre, la lluvia, el quedarme en casa con una buena lectura y pasar un fin de semana paseando la imaginación entre las hojas de los árboles. Como podéis ver, la vida de un escritor es de lo más tranquila (eso sería lo ideal, pero no siempre es así).

Y así comienza nuestra historia de hoy.

Como cada año, toda la familia nos disponíamos a celebrar el cumpleaños de la abuela. Era un día especial, y ese fin de semana viajamos al pueblo para poder estar con ella. Tíos, primos, hermanos, hijos, padres… lo que viene siendo una reunión familiar en toda regla, vaya. Recuerdo la casa con mucho cariño, el color de las paredes contrastando con el paisaje, el olor a los guisos de mi abuela, a mi bisabuela sentada en un lado de la cocina en su silla de mimbre, su pelo recogido en un moño, contándonos a los más jóvenes historias de su infancia.

La casa estaba situada al lado de una zona repleta de árboles, y un río recorría sus tierras dando color al paraje. Las hojas comenzaban a caer y a convertir el suelo en un manto marrón.

Como siempre que íbamos, uno a uno los coches fueron llegando en comitiva y bajando todos sus ocupantes con gritos, risas, saludos y algún que otro achuchón. Siempre me ha recordado a la «Tribu de los Brady», pero nosotros éramos «Los Robles».

La abuela nos esperaba en la puerta, impaciente, y comenzaron los intercambios de abrazos, besos, collejas entre primos, apretones de manos entre cuñados y cuchicheos entre hermanas.

—Sofía, pero cómo has crecido… Ángel, deja de pinchar a tu hermana —la abuela siempre tenía una palabra amable para todos.

Cual polluelos alrededor de la mamá gallina nos sentamos alrededor de ella esperando a darla sus regalos de cumpleaños. Todo el día transcurrió de maravilla, pero al llegar la noche, la oscuridad inundó la alegría del día. Un grito espeluznante nos cortó la respiración. Preguntamos a la abuela, que nos dijo que esos gritos se venían repitiendo ya varios meses.
Como era de esperar, la curiosidad y el peligro activó nuestra parte aventurera a mis primos y a mí que, por aquel entonces, el mayor tendría 14 años y el pequeño 9.

Trazamos un plan a hurtadillas, cuando todos se habían ido a dormir.
La abuela decía que su vecino, el señor Ramírez, alias el «Pelao», era un hombre de pocos amigos y que, la cicatriz que le atravesaba la cara de lado a lado, era por andar metido en líos. Al igual que antes, eso nos bastó para convertirlo en el sospechoso de nuestra aventura.

Decidimos averiguar de dónde provenían esos gritos. Esperamos un tiempo prudencial para que todos nuestros familiares se hubieran dormido profundamente y salimos de la casa.

Mi primo Javián cogió del cobertizo linternas y nos dirigimos hacia la casa del «Pelao». La casa estaba en silencio, ni un ruido en su interior. Rodeamos la fachada mirando por las ventanas, pero ningún movimiento.
Otra vez aquel grito en mitad de la noche.

Empezamos a pensar que no había sido tan buena idea salir a esas horas. Mi prima Sara, la más pequeña, comenzó a llorar, asustada. Habíamos pensado dar por terminada nuestra aventura, cuando una luz en el interior hizo que nos escondiéramos. El «Pelao «salió de la casa con lo que parecía un saco al hombro y se perdió en la espesura del bosque.

Teníamos que descubrir el misterio de aquel grito y estábamos convencidos de que aquel hombre mal encarado tenía algo que ver. Había que decidirse rápido antes de perderle la pista, así que dejamos a los pequeños esperando en la puerta de la casa de la abuela, cuidados por mi prima Vanesa y el resto nos adentramos entre los árboles.

Los sonidos empezaron a sugestionarnos y el miedo empezó a apoderarse uno a uno de nosotros. A una distancia prudencial, con cuidado para no ser descubiertos, seguimos al «Pelao» hasta una zona menos espesa. Era imposible acercarse lo suficiente sin ser vistos y, entonces, un golpe seco, seguido de aquel grito.

Salimos corriendo como alma que lleva el diablo y no paramos hasta estar cada uno en su habitación.

Era evidente que aquel hombre escondía algo, y no bueno, precisamente. A la mañana siguiente, regresamos al lugar al que habíamos seguido al tal Ramírez. Con la claridad del día todo se veía distinto. Una trampa para animales rodeada de restos de sangre estaba medio escondida entre la vegetación. Se veía que había sido ocultada con prisas. Más adelante estaba el río y era un lugar transitado por los animales que van a beber.

—Eh, chicos, venid—la voz de mi primo Mario nos alertaba de que algo importante había descubierto.

Un cervatillo estaba tendido en el suelo, atrapado por una de las trampas e intentaba soltarse sin éxito.

Una voz a nuestras espaldas nos hizo girarnos asustados.

—¿Qué hacéis aquí, mocosos? —el «Pelao» se acercaba a nosotros empuñando un hacha. Cada uno salió corriendo en una dirección sin mirar atrás, hasta que la voz de mi prima Elena pidiendo ayuda llegó hasta nuestros oídos. Había que avisar a alguien, aquel hombre era capaz de cualquier cosa, pero no podía dejar a mi prima en manos de aquel monstruo. Cuando llegué al lugar de donde venían los gritos, mi primo Mario estaba arrinconado contra un árbol y el «Pelao» le amenazaba con el hacha. Mi prima Elena gritaba pidiendo ayuda.

Me acerqué a ellos intentando retirar a Elena y ayudar a Mario, pero no me dio tiempo. Cuando estaba a punto de alcanzarlos, un desconocido se abalanzó sobre el hombre, que no supo qué ocurría. Tras unos minutos de forcejeo, el desconocido logró arrebatar el hacha al «Pelao», le puso unas esposas y se dirigió a nosotros para saber si estábamos bien. A continuación llegaron más personas vestidas de policía y liberaron al pobre animal. Lo llevaron a un centro para que allí le pudieran curar las heridas.

Resulta que la policía ya estaba tras la pista de aquel hombre y cuando salimos huyendo, dos de mis primos se encontraron por el camino con los agentes, que corrieron en nuestra ayuda.

Con el susto todavía en el cuerpo, nos acompañaron a casa y nos hicieron varias preguntas. Aquel agente nos salvó la vida, la nuestra y la de aquel ciervo. Otros muchos animales no tuvieron tanta suerte.

A pesar de estar sanos y salvos, no nos libramos de una buena reprimenda.
Y así fue cómo ese otoño se quedó grabado para siempre en nuestras memorias, allí donde las palabras forman historias, allí donde las historias cobran vida.

Hasta la próxima.

Imagen de cabecera de StockSnap en Pixabay

Sofía Robles Contributor

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