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¡Qué no sería de mí si no escribiese!

¡Qué no sería de mí si no escribiese! ¡Qué no sería!

Puedo afirmar, y afirmo, que la palabra se instaló en mi cerebro desde que tengo uso de razón, y los recuerdos más remotos que al caso guardo coinciden con mi aprendizaje de la escritura en el cole, levantando muestras.

También recuerdo con cariño lo que me gustaban los dictados, en tanto se me ofrecían un juego de conocer palabras y de no incurrir en erratas, una especie de deporte mental y cognitivo.

Más tarde vendrían las redacciones, que me supusieron la constatación de que me era posible soñar despierto fuera ya de mis abstracciones y malabarismos imaginativos, de los que culpo a los tantos pájaros que ya afloraban en mi cabeza y que llegaron para quedarse y multiplicarse. De hecho fue a una redacción, que bien recuerdo, a la que debo mi ingreso en la Universidad Laboral de Cheste (Valencia) a la temprana edad de mis diez despabilados añitos, gracias a la buena labor de Don Domingo, un joven profesor que solo estuvo un año en el pueblo y que tenía un seiscientos naranja. Recuerdo que Don Domingo nos encomendó una redacción de temática libre y que por aquellos entonces la gran queja de la vecindad rondaba en torno a la canalización de las aguas y el alcantarillado, pues no había día que las tuberías no sufriesen un reventón u otros problemas; razón por la cual yo supe escoger tal motivo para cubrir mi generosa redacción.

Al día siguiente, una vez evaluados nuestros ejercicios, delante de toda la clase, Don Domingo me espetó:

–¿Pero tú sabes lo que has escrito, Luis? ¡Por menos te podrían meter en la cárcel!

Toda la clase se quedó en silencio, a cuadros; y después, en el recreo, los compañeros me trataron de sonsacar qué era lo que había escrito, pero yo no les dije ni palabra. Tampoco se daba el caso de que yo tuviera conciencia de delito alguno, en tanto me había remitido no más que a plasmar el sentir de mis tan hartos convecinos. Cierto era que había puesto verde al alcalde por cuanto entendía que se lo merecía.

Aquello quedaría en anécdota, y recuerdo perfectamente que, asomándome por primera vez a un diccionario, la primera palabra difícil que me aprendí fue metamorfosis, y, luego, fotosíntesis y clorofila.

En la citada universidad la asignatura que mejor se me daba era la lengua y, por ello, mis tutores y el director se me quedaron fríos cuando, en vez de por el bachillerato, me decanté por la Formación Profesional, por la siguiente razón de que yo ya sabía que no me convenían los caminos fáciles y porque no me veía instalado en un despacho como los gélidos y circunspectos señores, sino viviendo codo a codo con mis paisanos de la mano de un oficio, pues, por cuanto me gustaban los aparatos, escogí la rama de electrónica.

Pero, sin duda alguna, mi gran maestro de letras en esta vida mía lo fue mi aplicadísimo y medio sordo padre, de la mano de su tenaz e incombustible ejemplo –la mejor y más efectiva de las escuelas–, ya que siempre en su tiempo de asueto en casa siempre siempre le veía con un libro entre sus manos, generalmente novelas, si no el periódico ABC.

¿Qué tendrían los libros para que mi inteligentísimo padre se diese y diese tanto a ellos? –esta pregunta coronó mi mente como si fuese la madre misma del cordero– ¿Qué las letras?

El único libro que durante toda mi académica trayectoria se me obligó a leer fue en la Uni de Cheste, de la mano de la profesora de lenguas –Doña Mercedes Magariños–, cosa que siempre le agradeceré, y se trató de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury.

En la Universidad de La Coruña y, luego, también en el Instituto Nacional «El Brocense» de Cáceres, tras empaparme del boom hispanoamericano, me embarcaría en la fundación de dos revistas literarias y a ellas les debo mis primeros pinitos como escritor o, mejor dicho, bisoño aprendiz suyo.

Mi primera novela (que aún me deslumbra), de quinientas páginas de peso, se tituló Stultus Symphony; y no la he publicado porque no me da la real gana. Yo tenía treinta y tres años.

Mientras regentaba la tahona y fui maestro panadero supe dar a luz a El discreto pulso de La Matagangas, el primer tomo de Evangelio confidencial de un obrador bipolar, de seiscientas y pico señoras páginas y un estupendo y gran avance de La musa implacable. Luego, al jubilarme a finales de 2009, fue cuando me profesionalicé trabajando a destajo y rindiendo el generosísimo resto de mi obra.

Pero no he venido aquí a hablarles de mi oficio de escritor sino a referirles qué no sería de mí si no escribiese.

Si yo no escribiese… ¡puaj! ¡Qué no sería de mí! Pudriéndome en el tiempo, perdido en las algarabías, rehén de lo más inmediato. ¡Qué no sería de mí! Buscando a tientas y a tontas y a locas un sentido a mis días, sin atinar a proporcionárselo. Solo. Más solo que la una sin este espejo mágico que para mí es La Literatura. A la misma deriva de cuanto el devenir quisiere depararme, sin cuantos auxilios me supone la escritura.

A menos que yo fuere tan inteligente como soy, porque en ese caso me había dado SIN NINGÚN GÉNERO DE DUDAS, a… ¡La Música!

Entonces… qué mal, porque este literato se ha cargado a un compositor.

Más se perdió en la guerra.

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