El verídico sueño que me dispongo a narrar lo tengo por el primero que recuerdo entero con pelos y señales, tanto que, al momento de despertar y arribar en la vigilia, tomé lápiz y papel y lo escribí. Tal dice así:
»Era de mañana, lo recuerdo, y chispeaba. Me consta por la luz quebrada que se estampaba desde el sur contra la luna salpicada de pequeñas gotas que se corrían por el cristal como diminutos riachuelos de plata por fuerza de la velocidad de la furgoneta, que no sé quién conducía y que a la sazón de la presente narración, y dada su total irrelevancia, no importa. Quizás fuese el panadero. El caso es que nos dirigíamos a la ciudad de Cáceres, se supone que desde mi pueblo, y yo iba en el asiento del copiloto.
Ya habíamos dejado atrás Los Llanos de Cáceres y Sierra de Fuentes cuando, de pronto, nos sorprendió un aparatoso control policial que nos echó el alto; un control de alcohol y drogas en el que ignoro qué dimos pero que nos supuso la inmovilización ipsofacto del vehículo y nuestro arresto en comisaría, donde nos alojaron en una pequeña celda donde había dos fulanos más, en los que ni me fijé, absorto como estaba en lo que se me antojó una película de lo más surrealista. ¿A santo de qué nos habían detenido y encerrado?
Y comenzó a pasar el tiempo, una hora tras otra, que me discurrían hueras y huecas, sumido como estaba en la más opaca de las extrañezas; ya iban por ocho las eternas horas de reclusión. ¿Qué diablos pintaba yo allí? ¿De qué se me acusaba? ¿Por qué no me leían los derechos y me ponían un abogado?
Como la celda daba a un pequeño recibidor, aproveché que pasaba por allí una uniformada y morena teniente de la Guardia Civil para llamarle educadamente su atención.
–Perdone, mi teniente –dije abordándola–, es que estoy de veras extrañado por esta reclusión mía y quiero decirle que no sé si se trata de un error, pues yo, si me permite que me presente, me llamo Luis Brenia y he sido el panadero de Hinojal, mi pueblo, de toda la vida; aparte de eso me dedico a escribir y tengo publicado un buen manojo de novelas en Amazon; también escribo en calidad de columnista dominical para la revista cultural «Lenguas de Fuego», no sé si usted la conocerá.
–¿Es cierto cuanto me acaba de referir? –me inquirió la oficial, y yo, aun con la mosca detrás de la oreja, asentí iteradamente– Aguarde un momento, por favor.
Entonces la vi cómo se retiraba y aquello, no sé por qué, me pareció todavía más raro de cuanto lo venía estimando.
Al cabo de un espeso cuarto de hora la teniente regresó y me espetó:
–¡Pues sepa que es usted el hombre que estábamos buscando!
¡No me cagué las piernas abajo de puro milagro!
–¡¿Yo?! ¡¿Yo?! ¡¿Yo?!
–¡Sí, usted!
–¡Pero si yo no he hecho nada! ¡Debe de haber un error!
–Acompáñeme, haga el favor –dijo abriéndome la reja y quitándome las esposas.
Entonces salimos a un vigilado corredor, doblamos un par de esquinas y nos detuvimos ante una ostentosa y oscura puerta de madera noble de doble hoja.
–¡Pase, por favor!
¡Cuál no sería mi asombro al cruzar la puerta y sorprender a un copioso puñado de mandos de muy alta graduación, y de distintos cuerpos, en torno a una generosa mesa ovalada que estaban aguardándome en absoluto silencio con mucha expectativa!
Todos se pusieron al instante en pie, incluso el general de bigote estaliniano que presidía la reunión, y me saludaron militarmente.
–¡! ¡! ¡! –yo no salía de mi asombro, tanto que hasta me permití rascarme la coronilla. ¿De qué demonios iba cuanto allí se cocía? ¿Qué pintaba yo, un mero ciudadano de a pie, allí, en medio de aquellos… doctores?
Tomó la palabra un canoso general del ejército del aire en cuya pechera no cabían más medallas ni distinciones, el cual me dijo:
–¡No se asuste ni se inquiete, señor Brenia!
–¡Pero …
–¡Escúcheme con atención, por favor! El motivo por el que está usted aquí le resultará de lo más sorprendente, no en vano es un Alto Secreto de Estado.
–¡¿?! ¡Cáspita, caracoles, rayos y centellas! ¿Pero qué me está diciendo?
–Tranquilícese, se lo ruego. Resulta que muy pronto va a venir a nuestro planeta una orquesta de extraterrestres a dar un concierto y resulta que es usted el hombre más indicado de La Tierra para dirigirla.
¡Abrí los ojos como platos de pura incredulidad!
–¿Yo? ¿Pero qué demonios dice vuecencia? ¡Si yo no sé música ni Cristo que lo fundó! ¡Deben de estar en un soberano y craso error!
–¡No, señor Brenia, no lo estamos! Llevamos lustros escudriñando y diseccionando minuciosamente las redes y no nos queda la más mínima duda. ¡Usted, y solo usted, es nuestro hombre! ¿No ama acaso usted La Música?
–¡Como nada en el mundo, mi general! Pero de ahí a que yo… ¡Pero si ni siquiera he empuñado una batuta en mi vida! ¿Cómo podría yo…?
–¡No se hable más! ¡Usted es el hombre! ¡Déjese llevar!
Y en la siguiente escena del sueño, no me pregunten cómo, aparezco yo dirigiendo a una orquesta de seres de brillantísimas y ovaladas cabezas blancas con incrustaciones negras, que me recuerda en su forma a la de Marge Simpson, con los músicos siguiendo armónica y candenciosamente los compases. La pieza que suena es la de Los gallifantes, que se titula Pythagoras’s Trousers –Los pantalones de Pitágoras– y todos la conocemos interpretada por la Penguin Café Orchestra.
Y ahí me despierto y… ustedes conmigo en este día de mi quincuagésimo séptimo cumpleaños. ¡Feliz día!
F I N
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