Capítulo 1
Barcelona, 26 de marzo de 2020
El 666 tatuado en el antebrazo del hombre que me sujetaba, agarrándome con fuerza por el cuello, me hizo esperar lo peor…
Después de despedirme de mi esposa, que se fue en dirección al Metro, sentí a mis espaldas unos pasos presurosos como de alguien corpulento. Había recorrido deprisa los poco más de cien metros que me separaban de mi coche, sentía el corazón casi en el cielo de la boca cuando me agarraron brutalmente, empujándome hacia una furgoneta gris de cristales teñidos. Las pupusas con la ensalada de col que acababa de comer en un restaurante salvadoreño me ocasionaron un desagradable reflujo.
Entonces fue cuando vi el 666 en el antebrazo del hombre que me había trabado por el cuello. Era uno de mis raptores. Cuando me arrojaron dentro de la furgoneta, todos los presagios apocalípticos que anunciaban que aquel era el número de la bestia revolotearon en mi cabeza como pájaros enjaulados…
El color acanelado de la piel y el marcado acento hispano de los dos hombres que hasta ese momento había podido distinguir los delataba. Antes de que me cubrieran la cabeza con una especie de bolsa de un paño negro y maloliente, vi un 18 en la espalda de la camiseta de uno de aquellos dos hombres…”¡La suma de los tres dígitos: 6+6+6!”, pensé enseguida.
Cuando la furgoneta arrancó, solo se me ocurrió gritar, pero como ya me habían enfundado la cabeza, casi me era imposible conseguir que se me oyera.
―¡Pero a dónde me llevan, por Dios…! ―grité, sumido en un estado de angustia vital; no conseguía conciliar este episodio con nada que pudiera resultarme medianamente verosímil.
―Esto es un secuestro, gachupín ―oí que decía en un tono intencionadamente calmado uno de los que se habían acomodado en la furgoneta.
―No ves que este baboso no entiende caliche… Está del todo ajolotado.
―Está agüevado ahí no más ―dijo con un tono de voz nasal y algo aniñada un tercero, que era la primera vez que hablaba.
Creí que mi cabeza estallaría, no podía aceptar que algo así me estuviese ocurriendo. Ni siquiera me atrevía a hablar, sencillamente decidí aguzar todos mis sentidos, intentando percibir olores, ruidos y accidentes en el pavimento que me permitieran reconocer por dónde y hacia dónde iba.
Sentía el cuerpo como afiebrado, pero no, no era una alucinación… El 666 regresó, como si lo tuviese ante mis ojos, y empecé a recordar un documental sobre las maras salvadoreñas que había visto en la tele…
“La ‘Mara 18’ se ha inspirado en pasajes apocalípticos recogidos en La Biblia. De ahí que empleen el número 666, que corresponde a una de las horrendas bestias descritas en las visiones del anciano apóstol cristiano San Juan, cuya semán-tica numérica… ―decía el narrador con voz en off y exceso de dramatismo―, la del 6 + 6 + 6, correspondería, con una sencilla operación aritmética, al 18 de la ‘Mara 18’, o ‘MS-18’”.
Recordaba cómo me había molestado el tonillo del locutor, al estilo de esa voz acusativa empleada en Equipo de Investigación, que parece insinuar que ‘aquí todo el mundo es culpable, menos yo, claro’. Aquella voz de estridencias sutilizadas en demasía, desglosaba así el resultado de su trabajo con una música de fondo parecida a la de Psicosis, que tensionaba el visionado de las imágenes de su reportaje, acercándolo a las concepciones cabalísticas judaicas.
Si algo me preocupó por entonces, cuando vi, o creí ver aquel programa ―ya es que dudo de todo, incluso si de verdad lo vi―, fue la simbiosis de la numerología apocalíptica, extrapolada de su contexto, con la tipografía nazi, pues el narrador pasó a explicar que no era infrecuente que aquellos grupos se tatuaran palabras, bien en la espalda o en el pecho, con la tipografía gótica del estilo Fraktur o letras quebradas, tan al uso en el marco de la ideología nacionalsocialista y cuya mejor y más tenebrosa representación era el emblema de las SS.
Sí, yo tenía la certeza de haber visto en la espalda de uno de mis raptores, justo en la base del cuello, una palabra en el Fraktur gótico nazi que, creo, decía “Norte”…
“La mara 18 está enfrentada a otra de las maras más contundentes del universo pandillero de El Salvador: la MS-13. Son rivales acérrimos, que están en constante conflicto en El Salvador y en toda Centroamérica. Aunque el origen de ambas bandas es común” ―continuó la voz en off.
“Hoy día, en países como Guatemala, Honduras, México y El Salvador, las maras son uno de los problemas más dramáticos, con más de 150,000 miembros, que pueblan las calles y las cárceles”.
“La verdad es que a mí no me trataron mal”, pensé. Eso sí, la comida que me empezaron a dar en los días de mi cautiverio era algo aburrida para mi paladar: pupusas y tamales, y de beber, chicha… de maíz, claro. Así durante los diez días que permanecí en algún lugar cercano ―creo― a la frontera con Nicaragua.
¿Cómo había llegado tan lejos…?, lo cierto es que no lo sé.
Hay lagunas en mi memoria que no consigo rellenar. Creo que se trata ―como le dijeron a un amigo que había perdido en un mismo día a sus padres― de amnesia disociativa, una pérdida de memoria provocada por un acontecimiento traumático estresante, que le inhabilitó la facultad de recordar.
Intentando hacer acopio del mayor número de pequeños datos arrancados de mis alucinaciones, llegué a una primera conclusión: La escopolamina, una droga comúnmente llamada burundanga o más popularmente el “beso del sueño”, “droga zombi” o el “aliento del diablo”. Se encuentra en plantas como los beleños, el estramonio, la escopolia o la mandrágora. En España es fácil de encontrar el estramonio, pues no es una planta desconocida en la flora peninsular.
Lo cierto es que no recuerdo que me hayan subido a un avión ni tampoco los vaivenes de un viaje en barco. Tal vez en el forcejeo inicial, cuando intentaban meterme a la furgoneta a la fuerza, me administraron la burundanga o escopolapina por vía cutánea o en algo que habré tocado… ¡La funda maloliente con la que me cubrieron la cabeza!
Con todo, por lo que pude apreciar y por el conocimiento que tenía de las maras, que no era en absoluto exhaustivo, se ve que las pandillas han cambiado tanto su estructura como su modus operandi, pues habían pasado de robos comunes, asaltos a tiendas, hurtos, a extorsiones, a bandidaje, masacres, tráfico de drogas, asaltos más elaborados, e incluso secuestros, como el mío…
Hasta me parece que los integrantes de las maras evolucionan hacia una organización y estructura interna más sofisticada con sesgos empresariales, al estilo de una plataforma jurídica de “Crimen Organizado, S.A.”. Algunos de sus miembros tienden a dulcificarse, eliminando esos tatuajes que por su tamaño y contenidos les dan una imagen hostil, ácrata, temible o agresiva, pues en sus comienzos era obligatorio marcarse con los símbolos de la pandilla que enarbolaba su ideología totalitaria. Ahora, al menos eso creo, sin pretender con ello estructurar un estudio psicológico de las maras, no se ven marcas identitarias en sus cuerpos ni en sus territorios.
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