Se parte de una señora pereza corporal generada en mucho por las veraniegas calores que tanto consiguen aplomarme, demasiadas horas de sueño contraídas y un estado general de aburrimiento y sorongo, con su consiguiente desasosiego; digamos, un estado de orinienta apatía, de desinspiración, de latente provisionalidad. Ahí se anda la pandemia, pero al día de hoy el pueblo está, por fortuna, tranquilo; mas me pesa cuánto tiempo de solitaria reclusión, por unas u otras, arrastro; de hecho, este es el cuarto ejercicio que abro. Los otros tres se hayan en suspenso, a la espera de nuevas luces o ánimos. También, en razón de la evolución que está tomando la historia de nuestros días, me viene pareciendo que va siendo hora de escribir la segunda parte del cuento de miedo, pero sucede que no termino de verlo en el papel.
Llevando en estas cerca de una semana, me he animado a leer El juego del ángel, de Carlos Ruiz Zafón –autor en el que estoy virgen y a quien, para mi bien, ya le he empezado a dedicar algunos, bastantes, aplausos, aunque todavía sea un poco pronto para pronunciarme en relación a cuestiones de mayor envergadura.
Una colateral forma de romper el hielo de la desgana o de meter cuña, a ver si acaso entro en vena y… ¡me arranco!
Pero para darme a la escritura necesito de una causa que, fuera de este propio ejercicio que a la sazón cubro, no encuentro. Así mis días son decaídos, incoloros, ni fu ni fa, e incluso un tanto molestos, en tanto me embarga y mina la sensación de estar lisa y llanamente perdiendo ese bien tan precioso como único que es el tiempo. Tampoco es que me rechinen los dientes, cual me ha sucedido en otras ocasiones. El oficio de escritor tiene estas cosas, que suceden precisamente porque ante todo uno se sabe escritor, y la tinta viene a ser su savia.
Estar en blanco ante un folio en blanco es como un vacío de ruido blanco, nada nítido a lo que dedicarse, dejadez supina, desorientación plena y mucho resquemor y otras adversas licencias de por medio, en tanto uno se sabe, de brazos caídos, al acecho de nada y, a la par, de un supuesto todo que no termina de vislumbrarse.
A menudo huyo, sucede que me escapo provisionalmente del tortuoso folio en blanco, distrayéndome con las posibilidades de Internet o mi propia vida, y regreso de nuevo a él, preguntándome, mas sin atinar aún pie con bola.
Cierto es que me veo bastante incomodado por cuan convulso está el país y el mundo con el asunto de la pandemia, y que tengo una cierta borrachera de anecdóticas informaciones y desinformaciones muy próxima a la saturación del más y más de lo mismo, consulte la fuente que consulte. Por el bien de mi creatividad entiendo que debo deslindarme siquiera un poco de tanta actualidad afilada, lo que pasa es que es tan morbosa y macabra… tan apabullante e histórica…
En estas, tan descafeinadas y futiles, quisiera estar a bordo de una narración, a caballo de sus personajes, imbuido en sus tramas, pero no es así, y por eso he optado por la muletilla que este texto supone, una tirita no más, un ejercicio llamado a curar dicho vacío y que se me ha ocurrido al padecerlo, en aras de sortearlo fecundamente y poder pasar página.
Sé que no es una cuestión de esterilidad creativa, sino de una suma de abulias de muy diversas índoles; si no, yo soy de los que le pegan una patada a una piedra y sacan tres relatos, pero la transitoria desgana en que yazco también necesita, como fase intermedia, de su tiempo y oportunidades. Asimismo, me supone saber que soy humano, y por tanto un ser sujeto a contingentalidades y rachas, crisis y resquemores.
Cuando me hallo en estas tan bajas horas, me recuerdo en el polo opuesto, y me parece un poco mentira que tales extremos puedan darse en mí; entonces deseo reactivarme, mas sé que tal anhelo, lejos de ser un asunto puntual, es una cuestión holística. Entonces acudo a una estrategia minimalista y, por ejemplo, tiro de alguna absorbente lectura, y, en cuanto esta me gana, noto que algo en mí se despabila y que, cambiándome unos enteros el chip, comienzo a ser yo.
Alguna vez me he preguntado hacia qué nada van a parar los textos que no se escriben, aquellos que en sus momentos nos logran iluminar y que, por lo que sea, no los hemos rescatado. ¿Serán estos en verdad nuestros más honestos y evaporados folios en blanco?
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